A dónde te escondiste
Amado y me dejaste con gemido
Como el ciervo huiste
Dejándome herido
Salí tras ti clamando y eras ido.
(S. J. De la Cruz, Cántico espiritual)
La experiencia de la Tercera vía, que
comentaba en la entrada anterior, lejos de ser una huida, una alternativa
fácil, resulta ser la más dura y arriesgada de todas, porque supone
introducirnos en las oscuridades de la fe, entendiendo como fe no el conjunto
de dogmas y creencias que se plasman en los catecismos, sino la pura y dura
“confianza” en que Algo o Alguien nos va a guiar en medio de la noche por
cañadas oscuras.
Lo que sigue no está sacado de ningún libro de
teología; es en esencia experiencia personal. Al que le pueda servir, pues
bendito sea Dios. Al que no, pues ahí queda. Llevo varias décadas así.
La Tercera vía ante la crisis de la existencia
supone proceder como los buceadores, dar un golpe de cintura, ponernos en
posición vertical cabeza abajo y adentrarnos en el océano hacia sus
profundidades, a pulmón libre, en la confianza de que Algo o Alguien nos dará
oxígeno y nos guiará en las negras simas de un mar desconocido. Sirve cualquier
metáfora que represente riesgo, silencio, vacío y soledad.
Este escenario brutal no es otro que nuestra
propia Vida Interior, posiblemente la región del Universo más desconocida para
nosotros. Podemos saber y sabemos más de las estrellas variables cefeidas de
Andrómeda, que de nuestro más profundo interior, justamente donde Dios habita.
De este escenario ya hice referencia en la
entrada 123.- Por cañadas oscuras. Es una experiencia sobre la que los sesudos
tratados de Teología, a penas son de utilidad, porque así uno lea sobre el
asunto todo lo que caiga en sus manos, de poco le sirve cuando te ves en medio
de la nada.
A los curas estos temas les da mucho susto.
Realmente, de poco le sirven sus doce años de seminario, si ellos mismos no han
vivido esta experiencia. Esto no va de conocimiento, sino de vivencia. Te
suelen despachar cuando les hablas de estas cosas con una de sus consabidas
retóricas doctrinales técnicamente impecables, precisas, concisas pero perfectamente
inútiles para la situación, de modo que sales del confesionario con la
sensación de haberle hablado a una pared, o peor, de haber entablado un diálogo
de sordos. Al final terminas dejando estas visitas, dado que los curas no te
pueden dar ni orientación ni respuestas, salvo honrosas excepciones, que
siempre las hay.
Porque la auténtica cuestión es que te sientes
totalmente perdido, desorientado, sin Norte ni Sur, suspendido entre el Cielo y
la tierra, en encrucijadas laberínticas donde clamas al Cielo y no te escucha.
Necesitas una fe que no tienes para continuar. No sabes si haces bien o mal, si
estás en Sus manos o te ha abandonado. No sabes si vives lo que describen San
Juan de la Cruz o Santa Teresa (de lo que te consideras absolutamente indigno),
o simplemente estás como un cencerro, y lo que precisas es de un psiquiatra.
Los de Cursillos te dicen que tienes que estar
“de colores”, y al oír esto, te dan ganas de mandarles a freír espárragos.
Dios te deja herido y gimiendo; sales tras Él
clamando, y simplemente se ha ido.
Tus planes de vida ya no existen. Vives
solamente el ahora, porque el mañana ya no te pertenece. Tus experiencias
personales las vives como fracasos, crees que tus talentos se están
desperdiciando. Ves tanta necesidad de amor, que te sientes atrapado en una
vida rutinaria, encadenado a la necesidad de ganar un sueldo para pagar la
hipoteca del piso y comprar comida, y libros para tus hijos. Nunca haces lo
suficiente. Nunca amas lo suficiente. Ni te consideras digno de que Él entre en
tu casa. Nunca respondes adecuadamente a lo que crees que debería ser la
llamada. Te ves inútil, desperdiciando absurdamente tu vida en cosas nimias.
Nada más lejos de ti la llamada a realizar grandes cosas, dignas del mayor de
los elogios por los demás.
Poco a poco sientes cómo lo que ven los demás
de ti es lo poco que de ti queda en este mundo, porque tu yo empieza a no estar
aquí; ni siquiera estás muy seguro de que esté en alguna parte.
Ni siquiera estás seguro de que tú mismo
existas realmente. Experimentas la insufrible levedad del ser, de una
consciencia que ha estado anclada en el aquí y ahora, en los pequeños asuntos
de la vida diaria, y de cómo todo eso estalla en mil pedazos, quedando reducido
a cenizas.
En pocas palabras, empiezas a experimentar el
abismal vacío de la nada.
En ese reino de la nada, impera el silencio absoluto
y sobre todo la soledad, una soledad tanto más aterradora cuanto que se ve
rodeada del bullicio de este mundo. Sólo deseas retirarte al monte a orar, pero
no puedes; has de levantarte todos los días para ganarte el pan de tus hijos
con el sudor de tu trabajo.
Nadie entiende qué te pasa. Nadie comprende ni
puede comprender tu situación. Tratas de explicarte y poco más y te miran como
un bicho raro, incluso con el desprecio hacia aquel que se considera superior,
cuando realmente te sientes aplastado, triturado, hecho trizas.
No encajas en ninguna comunidad, en ningún
grupo. Y si acudes a alguno de ellos, lo haces sin la esperanza de poder
compartir lo más íntimo de ti, sino lo que toca en el rutinario ritual de las
reuniones donde siempre se dice lo mismo, para terminar por no decir nada,
salvo lo que ya sabemos todos que está escrito en el guión de la peli, con la
venia del Sr. Obispo.
Y luego está la parte más deprimente. Lo
sentimental, lo afectivo. Te enseñan cuando eres un doctrino, que hay que tener
devoción a Cristo, a la Virgen y a los santos, que hay que emocionarse ante el
Santísimo, ante María también santísima y ante los actos de devoción. Si no
padeces profunda tristeza en los días de Semana Santa o te alegras hasta el
paroxismo en la vigilia de Resurrección, no eres un buen católico, “por eso, con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría y también los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan
sin cesar el himno de tu Gloria”, que proclamamos sí o sí en el prefacio
pascual.
¡Que bonito!
Pues resulta que no, que hace mucho tiempo que
yo no desbordo de alegría, y el mundo ya ni te cuento, yendo como va a su puta
bola. El corazón como un erial, sediento de agua, espera pacientemente que Dios
tenga a bien que se descuelgue alguna que otra gota. Y me pregunto ¿esteré por
el buen camino? ¿será normal todo esto que me pasa, o esto es evidencia de que
he perdido el Norte, que estoy completamente apartado de la senda que conduce a
Dios?
Y nadie es capaz de contestarte, porque nadie
entiende este estado del alma.
Criticas, como yo hago en este blog a la
Iglesia, tienen en esto su justificación, por estar ciega, no por comportarse
como sepulcros blanqueados, ni como raza de víboras pero sí como guías ciegos, perfectos
funcionarios de lo religioso, sin sensibilidad hacia todo aquello que se salga
del guión marcado por la doctrina aprendida en los seminarios, que se tragan un
buey y no dejan pasar un mosquito. La vida interior es algo que de facto se
sale de sus rígidos esquemas doctrinales. O al menos se comportan como si así
fuera, cosa que lógicamente negarán enfurecidamente si se les preguntase.
Los preceptos te resultan un estorbo inútil,
las creencias pura mitología que en nada ayuda a la expansión de la
consciencia, a profundizar en la fe y en la confianza en la Divina Realidad, y
la ley una retahíla de preceptos que terminan por ahogar la libertad espiritual
para sencillamente amar.
Y te preguntas una y otra vez si no te valdría
más aceptar ponerte las orejeras de burro y aceptar sin rechistar los
mandamientos eclesiásticos.
Pero resulta que no sé, ni puedo y además no
quiero. Algo me impide dar marcha atrás y volver a ser el piadoso buen católico
de otros tiempos; si es que en algún momento lo fui.
Así que no me queda otra que iniciar mi propio
camino al encuentro de mi Creador, del Amado. Y le busco primero en lo que veo,
en la Naturaleza, en los ríos, valles, montañas, firmamento, la sonrisa de un
niño, las arrugas de una vida marchita por el paso del tiempo.
¡Oh bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prados de verduras
de flores esmaltados!
Decid si por vosotros ha pasado
Y las criaturas me responden.
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y yéndolos mirando
con sola su figura
vestidos les dejó de su hermosura
Esta es la experiencia de encuentro con el
Amado. La Naturaleza me habla de Él, pero sólo es evocación.
En todos estos sitios, en todos estos
lugares, mil gracias derramando, pasó por
estos sotos con presura, es decir, Dios está ahí, pero pasa, y lo hace
rápido, con presura. Las criaturas, lo exterior son solo indicios, señales
vestidas todas ellas de la hermosura del Señor, pero mi Dios no está allí; son
maravillosas centellas que siempre pasan, pero no permanecen. Por eso Jesús nos
dice a los vendedores de palomas, a nosotros en el episodio narrado por Juan de
la expulsión de los mercaderes del Templo:
16 y dijo a los que vendían palomas: «Quitad
esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado.» Jn 2, 16
Porque al
final, desde lo más profundo de nuestro ser clamamos diciendo: A dónde te
escondiste Amado y me dejaste con gemido, herido. Salí tras ti clamando y eras
ido.
Esta es mi
experiencia de Dios que quiero compartir, por si a alguien le sirviera. Nada
hay que evoque a nada doctrinal ni dogmático, ni escatológico, ni hermenéutico
ni exegético, ni ninguno de esos doctos palabros que usan los doctores de la
Iglesia para explicar lo que sólo son elucubraciones eclesiásticas. Cuando das
el paso definitivo a entrar en el profundo Océano de Dios todo sobra, como te
sobra toda la ropa cuando se lanzas al agua.
Te resulta mucho más cercano el Dios descrito
por Baruch Spinoza que el dios descrito por la Congregación de la doctrina de
la fe.
Y me pregunto si con esta experiencia única y
personal sigo siendo católico, y si así me manifestara, si acaso sería reo de
excomunión. Cuando lees que a los grandes místicos les procesaron por herejes y
casi les queman en la hoguera por proclamar este tipo de gilipolleces, como es
el ejemplo de Giordano Bruno, le das gracias a Dios de no vivir en la época de
la Inquisición, aunque el resultado es el mismo, quedas apartado de la
ortodoxia, salvo que ocultes tus vivencias a la gente que vive permanentemente de colores
o lo que es lo mismo, más feliz que una perdiz.
Yo he tenido una experiencia realmente triste
con los curas, respecto del libro que escribí hace cuatro años, “Sendas de vida
interior”. Les pasé, creo recordar que a seis sacerdotes, un ejemplar para que
me criticaran lo que en él he escrito. No me han respondido ni a favor ni en
contra del libro ninguno de los seis, simplemente lo han ignorado.
Probablemente lo habrán tirado a la basura, todos. Entiendo que lo que
ahí expongo no guarda ninguna relación con la doctrina de la Iglesia, es ajeno
al catolicismo. Han reaccionado con la actitud más despreciable, la de no hacer
aprecio, la de ignorar la obra y a su autor. Y todos son o eran amigos míos (o
eso al menos creía yo). Por eso, finalmente lo he incrustado en las páginas de
este blog, por si a alguien le pudiera interesar lo que en él expongo sobre
cómo es, desde mi personal experiencia la vida interior.
Lo de mi personal experiencia es muy
importante. Lo que os acabo de exponer es tal y como yo estoy viviendo mi
relación con Dios. Lo que no es extrapolable necesariamente a otras
experiencias que cada cual pueda tener. La mejor de las aproximaciones
generales la hacen San Juan de la Cruz y Santa Teresa en sus obras. Pero
finalmente cada experiencia de Dios es única e irrepetible.
Sin embargo, y con toda la carga emocional de
aridez, de sequedad, de oscuridad, silencio, vacío y soledad que os he
manifestado, al final, como resultado (al menos hasta ahora) de todo esto,
siempre me queda esa “extraña paz” que
me dice al oído que Dios me está amando intensamente, que me sonríe, que
me apoya, y que aprueba todo lo que me sucede, y todas las dudas y
desasosiegos, que mira con buenos ojos cómo poco a poco mi alma se va
despojando de todo lo superfluo, de cómo, como vendedor de palomas, estoy
retirando mis cestos de palomas (mis apegos), para dejar poco a poco mi Templo
limpio y vacío.
Poco a poco, me hace ver que Él en mí es el
fruto de mi Nada, como proclama Meister Eckhart.
Cuando llegas a comprender con lágrimas en los
ojos, que toda esta adversidad espiritual no es sino la acción directa de Dios
para despojarte de ti mismo, para dejarte vacío de todo, absolutamente desnudo,
porque sólo así Él puede reinar en ti, llegar a ser tú mismo en Él, entonces
comprendes esta lira de San Juan de la Cruz en el maravilloso cántico
espiritual:
En la interior
bodega
De mi Amado
bebí y cuando salía
de toda aquesta
vega,
ya cosa no
sabía
Y el ganado perdí que antes seguía
Es entonces cuando alcanzas a comprender por
qué no puedes (ni quieres) dejar esta senda emprendida, a pesar de ser ignorado
y criticado, aislado e ignorado incluso por los de tu propia casa
Entonces comprendes que “todos somos uno en
Él”.
Entonces comprendes por qué la oruga del
gusano de seda debe transformarse en crisálida y padecer la necesaria
metamorfosis para finalmente convertirte en la graciosa mariposilla, que Teresa
de Jesús describe en el libro de las Moradas.
Ciertamente la experiencia, doy fe de que es
brutal, pero siempre te queda “esa extraña paz” que sólo puedes recibir de esa
presencia constante en Él. Y es la que te sosiega y te hace confiar que caminas
en la senda de tu vida interior, por cañadas oscuras, pero agarrado a una mano
que te guía; que caminas por la senda que Él ha preparado para ti
personalmente.
Así que “ya cosa no sabía, y el ganado perdí
que antes seguía”.
Esto es, ya no quieres estar aquí en medio del
trajín del mundo, porque deseas perder de vista “el ganado”, tus afanes que
antes te preocupaban y que te tenían entretenido y enredado todo tu tiempo.
Pero justamente por eso, asumes el papel que te quede por interpretar aquí, con
tu familia, con tu esposa, hijos, amigos, compañeros y gente a la que has de
servir amar y dar tu vida entera, como una encomienda humilde y silenciosa,
porque siempre, siempre, sucede lo que ha de ser.
Por eso “no os preocupéis por lo que habéis de
hacer, confiad como los lirios del campo, como los pajarillos, como todas esas
criaturas a las que mi Padre deja vestidas de su hermosura”. (Mateo 6)