-Ves, el hielo se extiende hasta donde
se pierde la vista, no hay hierba ni matorral. La fuerza del viento ha
arreciado. Nieve y tempestad. Mal tiempo para la caza. Sin embargo, tenemos que
salir a buscar comida a diario.
-¿Por qué ha de haber tormentas que nos
impiden encontrar la carne para alimentar a nuestros hijos? Los cazadores
llegaron hace una hora sin encontrar nada. ¿Por qué?
-Mis niños permanecen acurrucados
ateridos de frío, protegidos tan sólo con esta manta. ¿Por qué?
-Mi hermana está en ese catre enferma,
sin posibilidad de que la vea un curandero o uno de vuestros médicos. Se morirá
entes de una semana ¿por qué? ¿Por qué ha de padecer dolores y sufrir esa pobre
mujer que no ha hecho mal a nadie?
- Tampoco tú puedes responder a la
pregunta de por qué es así la vida. Y así debe ser. Nuestras costumbres
proceden de la vida, y están encauzadas cara a la vida. No hallamos explicación
ni creemos en esto o en aquello. La respuesta está en lo que acabo de
mostrarte. Tenemos miedo… mucho miedo. Por eso nuestros antepasados aprendieron
a defenderse con todas aquellas armas y medidas que encontraron, y
desarrollaron habilidades y costumbres que se han transmitido a través de
generaciones enteras, hasta nosotros. No comprendemos muy bien el por qué de
muchas de ellas, pero las observamos
para poder vivir en paz.
- Sin embargo, y a pesar de nuestros
angacoqs (chamanes), nuestro saber es tan escaso, que tenemos miedo de todo.
Kurt Seeberger
Tenemos
miedo de todo
Con este párrafo que es parte de la cita que
inserté en la entrada anterior, comienzo la presente, porque quiero expresar
que la vida, además de estar envuelta en zona de niebla y oscuridad, sufre un
permanente estado de agitación, de turbulencias; donde realmente tenemos miedo
de todo.
Lo que solemos hacer los humanos es exorcizar
ese miedo a base de crearnos recursos para vivir asegurados, donde tengamos
todos los riesgos previstos.
Pero esto es pura fantasía.
La vida da miedo, y una, por no decir la
fundamental, tarea a la que nos enfrentamos los humanos para madurar, es
conseguir gestionar ese miedo.
De la misma forma que una de las mejores
frases de Buda es esta que dice “el dolor es inevitable pero el sufrimiento es
opcional”, hay otra, que no se si es de él, y que escuché en la reciente
película “After Earth”, del actor Will Smith y su hijo, que dice: “el riesgo es
real, pero el miedo es una opción”.
Y sí es cierto, vivimos en un mundo peligroso,
lleno de incertidumbres y de peligros, pero el miedo es la actitud con la que
afrontamos ese riesgo.
Tres tipos de miedo
Como
habitualmente planteo estas cosas en el blog, mis postulados no tienen valor
postal desde un punto de vista académico, sino tan sólo desde la propia
experiencia, que es personal y no directamente extrapolable a terceros, salvo
que alguno se sienta identificado. Ni compito, ni quiero competir con los
sabios doctores que saben mucho más que yo de estas cuestiones, “porque
tienen estudios”, que yo no tengo. Pero si planteo estas cosas desde lo que
yo personalmente he experimentado y experimento; desde mi propia experiencia.
Dicho esto,
sobre todo para los que seáis estrictos y ortodoxos católicos, en la vida
existen tres tipos fundamentales de miedos, el primero sobre los riesgos e
incertidumbres que nos plantea la vida diaria. El segundo es el miedo es el que
genera nuestros particulares sentimientos de culpa en relación al pecado, y el
tercero es el miedo trascendente, el que plantea lo que pudiera haber en el más
allá, lo que la Iglesia denomina “novísimos”, íntimamente relacionado con los
sentimientos de culpabilidad debido a nuestras grandísimas culpas.
Para
afrontar el primer tipo, necesitamos una buena dosis de inteligencia, de
entendimiento, para tener bajo control nuestro sufrimiento y nuestro miedo,
haciendo de ellos una opción, y no algo inevitable.
Para
afrontar el segundo tenemos que neutralizar nuestros complejos de culpabilidad,
salvo que tengan base real, y no por habérnoslos sido inyectado en lo más
profundo de nuestras conciencias por la vía de la educación, en este caso religiosa.
Para
afrontar el tercero, necesitamos una buena dosis de fe, dado que aquí la
inteligencia supone un estorbo y lo complica todo.
Definición útil de inteligencia
Hay muchas
definiciones de inteligencia, aunque siempre se ha entendido como la capacidad
de pensar, aprender y comprender. Propongo esta última que creo, es muy buena y
sorprendente:
“La inteligencia es la capacidad de manejar y
gestionar la incertidumbre”.
Esta
definición, que no sé de quién es, pero está en la base de la moderna
“inteligencia emocional” de Daniel Goleman, permite comprender por qué las
preocupaciones y los miedos de una persona deficiente o de pocas luces son
mucho mayores que las de una persona razonablemente inteligente (y astuta) como
un político. Saber manejar la incertidumbre significa no sólo saber escenificar
las situaciones, comprender las causas del proceso de desarrollo del problema y
sus consecuencias; imaginar las diferentes alternativas de solución y sus
correspondientes repercusiones a corto, medio y largo plazo, sino poseer un al
menos relativo control sobre los resortes que permiten tomar decisiones. Cuando
se posee esto, uno puede triangular su posición respecto del mundo que le
rodea, y saber perfectamente donde está y a dónde ha de ir. Y si tiene
restricciones a la decisión, al menos sabe cuáles son y hasta dónde alcanza su
responsabilidad en todo el problema. Esto tranquiliza al menos y te permite
mediante puntos de referencia absolutos, conocer tu posición relativa respecto
de todo lo demás. Esto minimiza extraordinariamente la incertidumbre y con ello
su manifestación subjetiva, el miedo, el desasosiego y la preocupación. Y en el
extremo, si la cosa sale mal y se cosecha un fracaso, la percepción subjetiva
estará filtrada por el razonamiento que permite poner las cosas en su sitio y
calibrar tu nivel de responsabilidad y de inocencia. Y la vida sigue. Pero si
no se tiene esta capacidad, o uno se ofusca en exceso, las cosas pierden su
evidencia y surgen en nosotros multitud de fantasmas, los molinos se convierten
en gigantes y nos montamos una película de la de Dios. Lo real se distorsiona
en fantasías obsesiones y distorsiones de la percepción con lo que nos montamos
un mundo paralelo con pocas conexiones con lo real. Desconectamos de la
realidad y juzgamos lo que pasa según el guión de la película de terror que nos
hemos montado. Nos sentimos perseguidos, cuando no es así; nos sentimos
subestimados, cuando no es así; nos sentimos despreciados, cuando no; nos
sentimos no válidos, cuando no. Y nos defendemos… este es un hijo puta, cuando
no; el otro es un mal nacido, cuando no… Etc.
En suma,
todo se cuece en nuestro interior, y en nuestra capacidad de metabolizar los
“inputs” que nos llegan continuamente.
Según la
Teoría del comportamiento, los seres humanos estamos enredados en un bucle
afectivo, “siento – pienso – me comporto” Y ese comportamiento puede atenuar o
reavivar el sentimiento que me produce la situación.
Pero entre
el siento y me comporto, el “pensamiento” que incorporamos puede ser objetivo o
subjetivo. En el pensamiento subjetivo fundamentalmente emitimos juicios de
valor que tratan de exculparnos y echar las culpas a otros. En el pensamiento
objetivo (muy raro, por cierto) de lo que se trata es de saber qué necesidades
tenemos nosotros mismos al descubierto.
Ahora bien,
todas estas reflexiones no dejan de ser “toreo de salón” por muy compungidos
que estemos por nuestros fracasos e incertidumbres cuando la realidad supera
todas nuestras expectativas de terror ante noticias como las que he escuchado
ahora mismo, 25 de julio, sobre el descarrilamiento del tren de alta velocidad
Madrid-Santiago de Compostela, en el que hasta el momento han muerto 72
pasajeros.
En estas
circunstancias, ¿quién no clama al Cielo y le pregunta al mismo Dios “por qué”?
Saber
gestionar todo esto, mis fracasos, mis miedos y mis tragedias –o las de los
demás-, o no, es la diferencia de enfrentarnos a la vida preparados o
desprotegidos.
Es la
diferencia entre afrontar una tempestad en medio del mar teniendo preparado el
buque “a son de mar”, o sin haber tomado las debidas medidas de seguridad para
enfrentarnos a la tormenta.
Preparar el buque a son de mar
Cuando yo era médico naval y pertenecía a la
tripulación del buque en el que navegué durante un par de años, me tocó navegar
en toda condición de tiempo en la mar. Recuerdo que cuando tocaba atravesar una
zona de tempestad, por megafonía escuchábamos la voz del oficial de guardia en
el puente que decía: “Martín Álvarez (nombre del buque), preparar el buque a
son de mar”. A la orden, cada cual tenía que acudir a su destino, yo a mi
enfermería, y trincar todo para que los objetos no salieran despedidos a cada
envite de las olas, porque se avecinaba atravesar lo que llamamos “un maretón”,
una zona de marejada, mar gruesa o incluso mar arbolada, y esos barcos se
movían y cimbreaban que daba miedo.
Mutatis mutandi, preparar nuestra nave “a son
de mar”, supone preparar todos nuestros recursos psicológicos y espirituales
para recibir los envites de la vida, que cuando nos dice “aquí estoy yo”, raro
es el guapo que en el extremo “no se caga en los pantalones” cuando la realidad
nos enseña sus dientes y nos pone a prueba en todas nuestras capacidades para
campear el temporal.
Abordemos primero los temporales que nos
plantea la vida de aquí abajo.
Para afrontar los envites de la vida diaria,
los psicólogos que saben mucho, porque tienen muchos estudios, se presentan
ante la sociedad como consumados especialistas en eso del apoyo psicológico a
las víctimas y familiares, como lo deben estar haciendo en estos momentos que
escribo estas líneas en el accidente ferroviario de Santiago de Compostela (que
por cierto se produce justo el día de la festividad del santo patrón).
Se habla en estos casos de adversidades, de
conceptos como “la pérdida de control o de autoestima”, de la nostalgia tóxica
o recuerdos del pasado que nos atenazan y condicionan nuestro vivir; la falta
de control personal, las actitudes destructivas, la falta de responsabilidad, y
de cómo todas estas debilidades se pueden aprender a afrontar con lo que se
denomina “resiliencia”, concepto
extraído de la ingeniería y de la Física, que refiere a la capacidad de
resistencia de los materiales al impacto y su capacidad de recuperar la forma
original. Extrapolado el término a lo psicológico la resiliencia es la
capacidad de reacción humana ante la adversidad.
En un seminario al que asistí hace unos meses
sobre el tema, la ponente, la mexicana Rosa Argentina Rivas, apuntaba las
actitudes y habilidades personales que hacían de una persona alguien con buena
resiliencia. Refería diez más una características. Las diez primeras suponían
capacidades humanas: 1.- saber comunicarnos, 2.- mejorar la autoestima, 3.- la
autonomía, 4.- la responsabilidad, 5.- el sentido del humor, 6.- la
inteligencia, 7.- saber perdonar, 8.- la madurez, 9.- saber prestar apoyo
social o empatía, y 10.- una buena dosis de optimismo.
La decimo primera, o la décima más uno, era la
espiritualidad. Separo este último, porque la espiritualidad supone el arma
definitiva para afrontar los miedos tanto de esta vida, como de la
trascendencia y del más allá.
Las diez capacidades se pueden mejorar
leyendo, reflexionando, practicando, haciendo caso al psicólogo a lo largo de
las interminables sesiones de psicoterapia, etc. Los humanos no sabemos de lo
que el ser humano es capaz si se lo propone.
La espiritualidad es como habitualmente se
dice, “harina de otro costal”.
La espiritualidad
Quiero traer aquí a colación unos ramilletes
de un precioso libro de Krisnamurty, “A los pies del Maestro”, libro que leí a
mi temprana edad de 17 años, tras un viaje a San Francisco en 1973, y que me
regalaron los Hare Krisna. Este libro me abrió la mente a algo que no fuera
exclusivamente la ortodoxia católica. Me indujo la peligrosa manía de pensar, y
de darme cuenta de que había “algo más”, más allá de los límites marcados por
en cura de la parroquia.
Krisnamurty indicaba que para afrontar el
sendero de la espiritualidad, eran necesarios cuatro requisitos: el discernimiento,
la ausencia de deseo, la recta conducta y el Amor. De estos requisitos,
extraigo unas cuantas frases, por si al lector le atrajera leer más, para que te
des cuenta de que todos los místicos apuntan básicamente a la misma
espiritualidad.
Sobre
el discernimiento, se expresa en estos términos:
El
primero de estos requisitos es el discernimiento; por lo cual entendemos,
generalmente, la facultad de distinguir entre lo real y lo irreal, que conduce
a los hombres a entrar en el Sendero.
Estudia profundamente las leyes de la naturaleza y cuando
las hayas conocido adapta tu vida a ellas, empleando siempre la razón y el
sentido común.
Debes
distinguir entre lo importante y lo no importante. Firme como una roca cuando
se trate de la rectitud o de la maldad, cede siempre en las cosas que no tengan
importancia. Porque habrás de ser siempre afable y bondadoso, razonable y
condescendiente; dejando a otros la misma plena libertad que a ti te es
necesaria.
Sobre
la ausencia de deseo
Hay
muchas personas para quienes la "Carencia de deseos", es una cualidad
difícil de adquirir, por que sienten que sus deseos SON su ser mismo; que si
los deseos que les son peculiares, si sus agrados y desagrados fuesen
eliminados, nada de sí mismos quedaría.
Pero
estos son solamente los que no han visto al Maestro; a la luz de Su sacra
presencia, todo deseo se extingue, excepto el de ser como Él.
Sin
embargo, antes de tener la alegría de encontrarlo frente a frente, podrás
conseguir la ausencia de deseo si así lo quieres.
Sobre
la recta conducta.
El
Maestro especifica así las seis reglas de Conducta que son especialmente
requeridas:
1-Dominio de sí mismo por lo que
atañe a la mente.
2-Dominio de sí en la Acción.
3-Tolerancia.
4-Contentamiento y alegría.
4-Contentamiento y alegría.
5-Finalidad única.
6-Confianza.
Con
frecuencia se la interpreta como un intenso deseo por la liberación de la rueda
de nacimientos y muertes, y por la unión con Dios. Pero tal interpretación da
cabida al egoísmo y expresa sólo parte de su significado.
Y sobre
el Amor
De todas
las cualidades requeridas, la más importante es el AMOR, porque si el amor está
suficientemente desarrollado en un ser, le obliga a adquirir todas las demás; y
todas ellas, sin amor, jamás serían suficientes.
No es
tanto deseo como VOLUNTAD, resolución, determinación. Para que produzca su
resultado, esta resolución deberá compenetrar tu naturaleza entera, de suerte
que no quede lugar para cualquier otro sentimiento.
Efectivamente,
es la Voluntad de ser uno con Dios, no para escapar del cansancio y
sufrimiento, sino a fin de poder actuar con Él y como Él a causa de tu profundo
amor por Él.
Rosa Rivas, en el seminario que asistí,
apuntaba cómo con independencia de la religión que profese cada uno, la
vivencia de la espiritualidad exige la de una serie de valores, que son los
siguientes:
Primero la oración o meditación.
Segundo el desapego.
Tercero vivir la ética.
Cuarto cultivar la sabiduría.
Quinto aprender a amar.
Sexto la esperanza lúcida.
Y séptimo, la fe o relación con lo
trascendente.
Y no se necesitan los ritos, que sólo son
signos externos de una espiritualidad profunda, pero que sin esta, no tienen
ningún sentido por sí mismos.
El pecado y los novísimos
Pasamos ahora a las tempestades espirituales
que provocan las incertidumbres trascendentes, sobre el espinoso tema del
pecado y sus consecuencias más allá de la muerte, y donde las religiones suelen
hincar la gran mordida del miedo en sus feligreses, para mantenernos bien
sujetos y dentro del rebaño.
Todo lo relacionado con el pecado supone (al
menos en mi experiencia), lo más parecido a una película de terror. La doctrina
católica plantea un escenario en el que la probabilidad de que los humanos
pequemos mortalmente es virtualmente del 100% en algún momento de nuestra vida.
Si no tenemos un cura a mano para confesarnos y nos sorprende la muerte, de
nada nos sirve ni la muerte de Cristo, ni la redención, ni el bautismo, ni la
confirmación, ni las misas, ni nada. Estamos condenados al fuego eterno. En
este sentido el catecismo de Pio V (Ripalda y Astate) y el moderno de Juan
Pablo II, dicen lo mismo, sólo que éste con un lenguaje más actual.
Yo casi con seguridad que según el código
canónico, debo estar perfectamente condenado, porque de seguro que he cometido
faltas, según el referido código que son pecados mortales. La simple vida
matrimonial, si uno no acepta cargarse de hijos, casi te obliga a poner medios
de control los cuales, prácticamente todos suponen cometer pecados mortales en
la pareja.
Según este planteamiento, Dios amarnos nos
amará, pero si no nos confesamos con un cura, y no morimos en gracia de Dios,
Houston, tenemos un grave problema.
El planteamiento eclesiástico, en mi dudoso
entendimiento de las cosas, cuestiona comportamientos inherentes a la propia
naturaleza humana, porque hay muchas actitudes que muestran que somos débiles,
lleno de faltas y de torpezas, y esas debilidades se consideran pecaminosas.
¿Cuántas de las pobres víctimas mortales del
accidente de Santiago se habrán salvado, es decir, habrán muerto sin pecado
mortal? No lo sé y me da pavor imaginármelo, si nos atenemos a las exigencias
eclesiásticas. ¿De qué sirven nuestras oraciones para aquellos fallecidos que
ya están quemándose en el fuego eterno?
Un planteamiento de vida así es demoledor. Y
sin embargo, si uno lee el catecismo católico, la cuestión es que no tiene vuelta
de hoja. Es el tema de los novísimos.
Cada vez que abordo el tema de los novísimos
en la fe católica se me ponen los pelos como escarpias. Regresan viejos temas
aterradores que nos dejaban ateridos de pánico a los pobres catecúmenos de los
años sesenta. Es además un tema que ha neurotizado a multitud de generaciones
educadas a la antigua usanza preconciliar, donde el objetivo en la vida es “no
pecar”, pero no en el sentido de no matar, no cometer adulterio o no provocar
masacres genocidas, sino evitar a toda costa pensamientos impuros, tratar de no
cargarse de hijos (gravísimo problema para las parejas católicas), la
maledicencia, etc.
Y la cuestión no es que sea una aberración
luchar contra todo esto, sino el concepto “castigo eterno”, infierno. La infinitud,
la eternidad es algo incomprensible para la mente humana y el terror que se
infunde con un castigo “para siempre” es tan desolador, que lejos de estimular
hacer el bien, resulta ser paralizante, frustrante y sobre todo “contranatura”.
La fe católica, como los grandes palacios
medievales tiene dos caras. Una amable que promete el Cielo para los que
cumplen la ley de Dios, y el reverso tenebroso, equivalente a las mazmorras y
cámaras de tortura, que promete aterradores y eternos suplicios para los que no
cumplen la divina Ley.
El problema es que se juzga con el mismo
rasero al que comete un sólo pecado mortal, por ejemplo, usar preservativo
incluso dentro del matrimonio, como al que vive enriquecido gracias al tráfico
de drogas.
Os comparto una experiencia que viví hace
algunos años y que reavivó esta profunda herida con la Iglesia. Bien es verdad
que este tema lo tenía bastante olvidado, y la Iglesia en los encuentros
mediáticos del Papa no los menciona, porque sería de un efecto social muy
negativo para la feligresía. Pero ahí está agazapado. No lo expresan
claramente, pero tampoco dicen taxativamente que la otra vida no es tan
terrorífica.
No sé, pero a mí, que me considero débil y
limitado me tiene bastante preocupado. Aunque desde que escuché en el Fin de
Semana de Encuentro Matrimonial “Dios no hace basura”, empecé a creer que Dios
es bastante más misericordioso de lo que nos habían enseñado.
Pues resulta que va a ser que no. Al menos
esto es lo que dice la Virgen de Fátima a través de Lucía.
El tema se me reabrió durante el V Encuentro
Internacional de la Familia, allá en julio de 2006 en Valencia.
Me produjo tal impacto emocional, que decidí
plantear abiertamente la cuestión a mis amigos sacerdotes.
Les escribí el siguiente mensaje, con una
carta en la que les expliqué el problema que me suscitó la lectura del opúsculo
de Lucía sobre las revelaciones de Fátima.
Queridos amigos sacerdotes…
En aquella hora del Rosario en la playa de la
Malvarosa me sucedió algo que ya creía haber olvidado.
Cayó en mis manos una propaganda sobre la
Virgen de Fátima que tenía un opúsculo sobre las declaraciones de Lucía. Es un
opúsculo titulado “El mensaje de Fátima”, “habla Lucía”, editado en 1997 con
censura eclesiástica.
Durante la hora y media de espera antes del Rosario,
me dediqué a leer completamente el folletito. A medida que lo iba leyendo,
comenzaban a regresar a mi memoria los viejos fantasmas que atenazaron mi niñez
y juventud, de un modo progresivamente violento; hasta generar en mí no sé si
indignación, si estupor, si renovado pánico. En cualquier caso, la lectura del
texto generó en mí un auténtico sentimiento de “terror”.
No podía creer que “otra vez”, la tradicional
dialéctica utilizada por la Iglesia de terror al infierno, volviese a
difundirse de nuevo entre los creyentes.
A modo de ejemplo, reflejo literalmente los
siguientes fragmentos del texto:
De la primera aparición:
…
-Pregunté entonces: ¿Yo
iré al cielo?, - preguntó Lucía a la Señora-.
-"Si irás"
-¿Y Jacinta?
-"ira también"
-¿Y Francisco?
-"También ira, pero tiene que rezar antes muchos rosarios"
-"Si irás"
-¿Y Jacinta?
-"ira también"
-¿Y Francisco?
-"También ira, pero tiene que rezar antes muchos rosarios"
Entonces me acordé de
dos amigas de mi hermana que habían muerto hacia poco.
-¿Está María de las Nieves en el cielo?
-"Sí, está"
-¿y Amelia? de 18 ó 20 años
-"estará en el purgatorio hasta el fin del mundo".
-¿Está María de las Nieves en el cielo?
-"Sí, está"
-¿y Amelia? de 18 ó 20 años
-"estará en el purgatorio hasta el fin del mundo".
Y de la tercera aparición:
…
Al decir estas últimas palabras abrió de
nuevo las manos. El reflejo de la luz parecía penetrar la tierra y vimos como
un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas como si
fuesen brasas trasparentes y negras o bronceadas, de forma humana, que
fluctuaban en el incendio llevada por las llamas que de ellas mismas salían,
juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todos los lados, semejante a la
caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni equilibrio, entre
gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer
de pavor.
Los demonios se distinguían por sus formas
horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero trasparentes
como negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la
vista a nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza:
-"Habéis visto el infierno, donde van
las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el
mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se
salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra terminará pero si no dejan de
ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzara otra peor".
Me pregunto qué habrá podido hacer el pequeño
Francisco para estar amenazado de pasar varios cientos de años en el purgatorio
a sus doce añitos, más o menos, salvo que se líe a rezar tres rosarios diarios
como poco. Y la otra pobre Amelia, a sus 18 años, para quedarse el ese
enigmático lugar cientos, miles, o millones de años, hasta el fin del mundo, o
del Planeta…, vaya usted a saber.
Demonios, infiernos, sufrimientos eternos y
horribles… Todo el cortejo de
imaginarios que han salpicado las creencias de aterrorizados católicos como
método disuasorio empleado desde tiempos inmemoriales por la Iglesia para
evitar la comisión de pecados. Es decir, mientras en los grandes encuentros
mediáticos del Papa se proclama la misericordia del Señor, como en las J.M.J. como la actual en
Río de Janeiro, por otro lado Fátima
advierte que como “te muevas un pelo, no sales en la foto celestial”. Y no por
cometer genocidios ni crímenes de lesa humanidad, sino pecados tan ridículos
como faltar sin justificación a misa un domingo, o unos malos pensamientos, o
tocamientos, o usar el preservativo, como método de planificación familiar para
no cargarte de hijos. Etc.
Desde pequeño esta ambigüedad de la doctrina
me ha atormentado. Cómo es posible que Dios nos ame como “abba” a sus hijitos pequeños y por otro lado
un mal pensamiento o faltar a misa un domingo fuera motivo de condenación
eterna. Es como si te condenaran al corredor de la muerte tanto por cometer el
atentado del 11-M como por robar un Chupachups de una tienda de frutos secos.
Aunque creo que el castigo divino no tiene comparación por ser eterno. Al menos
eso interpretábamos los pobres catecúmenos allá por los años sesenta al
estudiar el catecismo Ripalda (que creía superado, pero veo que no), que a la
vista de las revelaciones de Fátima no iba demasiado descaminado respecto de la
justicia divina.
¿Qué he hecho para sobrevivir? Olvidar esta
aterradora imagen de Dios y de la eternidad, y entender que “no es posible
semejante barbaridad escatológica”. Que Dios no puede hacer una basura tan
despreciable como nuestros pobres corazones. Lo que no implica que el pecado
quede sin castigo. Etc. Etc. Es decir, he vivido tratando de ser una buena
persona, y esperar a qué Dios no sea demasiado severo contra mis debilidades y
limitaciones, que no “grandísimas culpas” cometidas con dolo, alevosía y ensañamiento como se me obliga a
reconocer en el “yo pecador”.
Bueno, pues resulta las palabras de la Virgen
de Fátima, por lo que cuenta Lucía, son verdad. A poco que te desvíes de la
senda del Rosario te arriesgas, como poco, a pasarte una prolongada temporada
en el purgatorio (cientos o miles de años sufriendo no sé qué tormento, con la
única esperanza de que al final serás salvo… ¡menos mal!).
Y los salmos proclaman “dichoso el que teme
al Señor”, es decir, el que vive aterrorizado por la sola ida de morir sin
estado de Gracia porque el castigo es indescriptible e inimaginable, tanto si
es temporal como eterno.
Perdonad, queridos sacerdotes, pero yo no he
podido ni puedo soportar esta permanente amenaza a mi integridad como persona y
como ser inmortal que soy. He luchado durante los últimos treinta años por
borrar esta lúgubre imagen de mis novísimos, porque me es imposible vivir en la
permanente angustia de una condenación eterna por el hecho de caer en
debilidades inherentes, por otra parte a mi naturaleza humana, de la que no
puedo deshacerme, aunque trate cada mañana de luchar para crecer, aprender y
ser cada día mejor.
Si esta visión escatológica del ser humano es
la que sostiene la Iglesia Católica, lo siento pero percibo como mucho más
natural la visión oriental basada en la reencarnación, donde el hombre tiene un
largo camino que recorrer hacia Dios, a través de una sucesión de vidas en este
mundo y periodos en el plano espiritual donde aprender es un horizonte
continuo.
Yo creía que en estos últimos años esta
visión aterradora del futuro del ser humano se había suavizado bastante, entre
otras cosas porque es el mensaje que “parece se da” urbi et orbi. Pero estos
textos marianos como el de Fátima, con censura eclesiástica de 1997, afirman
todo lo contrario. Al Cielo a través del terror al infierno, no incitando a
hacer el bien, sino a no hacer el mal y a mortificarse con latigazos, silicios
y castigos corporales de corte medieval (a los que también hace referencia el
opúsculo de Lucía) para dominar el demonio que llevamos dentro, y etc, etc.
Si esto es cierto, yo no puedo vivir así,
sintiéndome en el corredor de la muerte. Si lo que escribe Lucía, la Iglesia lo
acepta como cierto, como palabras salidas de la boca de la Virgen María, yo no
puedo vivir así.
No tengáis miedo… dice el Señor.
Jn. 14, 27 Os dejo la
paz, mi propia paz. Una paz que no es la que el mundo da. No estéis
angustiados, no tengáis miedo.
No tengo miedo, estoy aterrorizado. Parece
mentira, ¿verdad? Pues a la luz de lo que he leído, vuelvo a tener miedo,
porque soy un ser humano cansado de confesarme y reconocer debilidades y
defectos por los que según Fátima debo estar irremisiblemente condenado al
fuego eterno. Pero si el pobre pastorcillo Francisco casi se eterniza en el
purgatorio, imaginaos yo!!! Y cualquier otro ser humano en este Planeta a poco
que tenga un par de defectos y debilidades humanas. Y os aseguro que no he
matado, robado, injuriado, desobedecido, violado, ni agredido a nadie en mi
vida. O al menos no soy consciente de ello. Y cuando he ofendido a alguien he
tratado de pedirle perdón, antes de presentar mi ofrenda ante el altar
Todo esto, así contado suena a chiste, casi
es ridículo que tengamos este discurso en 2006. Pero tratándose de la eternidad
no tiene ni pizca de gracia.
Yo no tengo miedo de que me caigan 30 años de
cárcel por saltarme un semáforo rojo. Sé que me pueden poner una multa o
quitarme puntos del carné de conducir, pero en ningún caso me puede caer 30
años de cárcel.
El otro día vi un documento en Power Point
sobre cómo los musulmanes castigaban a un niño de doce años por robar una pieza
de fruta de un mercado (tendría hambre el pobre), aplastándole el brazo con la
rueda de un camión. ¡Qué salvajada! Exclamamos los civilizados cristianos
occidentales. Pues lo siento, las declaraciones de la Virgen de Fátima me
parecen mucho más salvajes, tal y como se expresan en el documento escrito por
Lucía, testigo directo de las apariciones.
Y ahora viene vuestra interpretación, la
exégesis y hermenéutica eclesiástica combinada para explicar que “si pero no”, “no pero sí”, “ni sí ni no”,
“depende”, “es el lenguaje de la época”, para salir airosos de una pregunta
tremenda que os hago a vosotros, sacerdotes católicos, y para la que sé no
tenéis respuesta.
¿Son ciertas las palabras de la Virgen que os
he referido?
Si es que sí, entonces creo honestamente que
por una razón u otra, el 99% de católicos lo tenemos bastante crudo, pues
vivimos en el corredor de la muerte casi con seguridad a tenor del código moral
que plantea Fátima -salvo que nos pasemos el día entero rezando rosarios-, por
el hecho de ser seres humanos llenos de debilidades inherentes a nuestra
naturaleza, al defecto de fábrica con el que hemos nacido todos. Y no quiero ni
pensar en el resto de la Humanidad.
Si es que no (que creo es lo más probable),
entonces la Iglesia Católica está sosteniendo una gran mentira.
Y no veo posible ninguna media tinta,
queridos amigos.
O sí o no. No vale un no pero sí, un sí pero
no, un ni sí ni no…, como la Iglesia acostumbra a resbalarse como una anguila
de cuestiones comprometidas.
Y argumentar la respuesta con texto teológico
de quinientas páginas no vale para el común de los mortales.
Yo creo que al final, por simple higiene
mental y espiritual, al común de la gente estos temas les importan un carajo,
salvo personas santísimas que sepan cumplir perfectamente el código de Fátima o
mortales como yo que tratamos de ver inútilmente una coherencia lógica en el
sistema de creencias que nos han enseñado, y/o tienen la puñetera manía de
pensar, defecto imperdonable para un buen creyente.
Termino.
Quisiera, desearía no sentir lo que siento,
ni expresar lo que expreso, y centrarme exclusivamente en el mensaje de amor,
paz y esperanza que el Papa Benedicto XVI nos ha transmitido en el V Encuentro
Mundial de las familias, y que Juan Pablo II no se cansaba de lanzar, pero la
lectura del secreto de Fátima el viernes por la noche me ha relanzado a mis
cincuenta años (¡!) a los peores años de mi infancia, cuando no pasaba
semana que no me confesara de los mismos pecados veniales y mortales que un
chiquillo de once años ¿puede cometer?, ni día que no rezara el rosario con mi
madre para purgar mis atrocidades, como las del pobre Francisco (por las que
era según la Virgen merecedor de pasarse unos cuantos cientos de años en el
purgatorio).
Hasta que dije “¡basta ya!”. Y dejé de rezar el rosario y de confesarme. Ya ni me
acuerdo cuando fue la última vez que me confesé hace ya muchos años.
No podía, no puedo vivir así, sintiéndome
permanentemente amenazado en el corredor de la muerte. Y esto me plantea un
serio problema de fe, que yo creía superado cuando leí y escuché “Dios no hace
basura”. Esta fue mi Redención (gracias
a la que derramé muchas lágrimas a Dios y a vosotros –sacerdotes y parejas de Encuentro
Matrimonial- de agradecimiento y transformé mis miedos en esperanza), a la que
la Virgen de Fátima parece negarse. No sé si la Virgen del Carmen o la de
Guadalupe pensarán lo mismo o serán más condescendientes con las debilidades
humanas, vaya usted a saber.
Y más allá de todo esto, amo profundamente a
María de Nazareth. Os lo aseguro.
Qué el Cielo me juzgue en la hora de mi
muerte.
Como veis, la reflexión que os expongo parece
sacada de un debate trentino o decimonónico. Me parece tan ridículo hablar de
estas cosas, pero ahí está el folletito de la Virgen de Fátima… Con estos temas
está en juego la eternidad de la gente, y la mía personalmente ¿Qué hacemos?
¿Ni caso? ¿De verdad que ni caso? ¿Empezamos a darle las escatológicas,
teológicas y hermenéuticas vueltas para que al final lo que es no sea y lo que
no es, sea? ¿Soy un extremista intransigente con las creencias? ¿Soy un pecador
que pretendo justificarme? ¿Estaré perdiendo mi fe con estas cosas? O como me
decía un buen amigo mío “no pienses Alfonso, que te va a castigar Dios…”
Sé que os pongo en un incómodo compromiso que
sin vuestras hermenéuticas armas no podéis responder.
La respuesta
de los sacerdotes a quien escribí fue un amable encogimiento de hombros, en
definitiva un no sabe, no contesta, concluyendo en un “Dios es Amor”, como la
primera encíclica de Ratzinger. Un ni sí ni no, sino todo lo
contrario. Es decir, que lo que pone el catecismo, es decir, lo que dice Fátima
es cierto.
Esta es,
para mí y en mi experiencia, la gran tempestad en mi Vida interior.
Para un
católico al que le da por pensar en todo esto, el tema es simplemente
terrorífico; porque es muy difícil zafarse del moldeado que a uno le hacen en
su más tierna infancia.
Luego uno
descubre cosas interesantes, como por ejemplo que en el Antiguo Testamento,
Yaveh se venga de los humanos, no con el fuego eterno, sino con matanzas “de
proporciones bíblicas”, como habitualmente se dice. Que los israelitas se ponen
a adorar a Baal, pues mueren como castigo en una batalla contra los filisteos
noventa mil (pongo por caso). O manda el diluvio, o azufre del cielo, o la
división de lenguas, pero Yaveh, que yo sepa no envió a nadie al infierno, al
fuego eterno. Esto es una novedad ni siquiera neotestamentaria, sino de la
doctrina de la Iglesia.
Lógicamente
algo hará Dios con los que han convertido esta vida en un infierno (que
haberlos haylos y muchos), pero de ahí a que el destino sea sí o sí el fuego
eterno… ¿quién lo sabe?
Teresa de
Jesús, cuando recibió la visión del infierno, que relata en el capítulo 32 del
“libro de la vida”, efectivamente vio un escenario demoledor y asqueroso, pero…
“no vio a nadie en él”. Yo al menos lo he leído y no refiere en él criatura
alguna.
Conclusión
Para poner
tu nave a son de mar, y saber soportar los terribles envites de las
incertidumbres que plantea la vida presente y la futura, sólo cabe una opción.
La fe, es decir, Confiar en Aquel que es imposible lleve cuenta de todas tus
debilidades.
Si llevas cuentas de los delitos, Señor,
¿Quién podrá resistir?, pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto. (Salmo 129, 3)
El modelo
doctrinal estándar de la Iglesia ha tratado de envasar al vacío el mensaje de
Jesús. A través de un destilado doctrinal de dos mil años, los padres de la Iglesia
han tratado de racionalizar y codificar para las gentes sencillas (el común de
las gentes), lo que nos quiso transmitir Jesús de Nazareth. Y el elaborado es
un código doctrinal que lo tiene todo, la esperanza de la Gloria y el terror de
las mazmorras infernales. Y en medio nosotros, pobres mortales, que no tenemos
nada que hacer si no tenemos un cura al lado capaz de lavar nuestros
repugnantes delitos, tales como usar un preservativo, o tener un mal
pensamiento.
Este tema es
para mí, y para mucha gente obsesivo, y me malicio que es o puede ser al menos
en parte, fuente de la principal diáspora que sufre la Iglesia católica en la
actualidad. Porque este planteamiento como el expuesto por Fátima, simplemente
no puede ser verdad, porque excluye simplemente a toda la Humanidad. Lo pone
dificilísimo para los creyentes católicos, imaginémonos cómo lo tendrán de
crudo los cristianos separados, y por supuesto los no cristianos. Este
planteamiento literal condena al 99% de la humanidad al infierno.
Y ahora viene la Gran Paradoja.
Si Dios
sabía esto, por qué se tomó la molestia de crearnos, para al final, su Creación
terminar en un completo y absoluto desastre. Porque si no lo sabía, entonces no
estamos hablando de Dios.
La respuesta
canónica, o como se llame, tomada con pinzas para las cejas es lo del libre
albedrío.
La única
forma de liberarse de esta tempestad es simplemente olvidarte de ella, olvidar
los terrores infernales y plantarle cara a la vida con la confianza de que Él
te guiará afrontando todas las dificultades, ganando barlovento, navegando a
fil de roda, afrontando peligros y adversidades, y teniendo plena confianza en
Dios, en Jesús, y en todo ese mundo sutil que nos acoge con amor y no con odio
ni venganza demoníaca, aceptar todo lo que nos pueda suceder en esta vida, viviendo
como personas de buena voluntad y sincero corazón.
¿Que tienes
debilidades y pecados? Por supuesto. El que esté libre que tire la primera
piedra, pero una cosa es afrontar el proceso de rehabilitación moral con la
alegría del Padre que te acoje, que con el pánico de que como no lo hagas, como
no te portes bien, ese mismo Padre misericordioso, te puede mandar al carajo
infernal por un solo mal pensamiento justo antes de morir sin confesarte.
Respecto de
los seres humanos que realmente viven haciendo daño a los demás, nadie es capaz
ni tiene el derecho a juzgar qué tiene Dios deparado para ellos. Que si pecados
mortales o veniales… ¿Y tú qué sabrás, necio?
Creemos
saber y conocer el comportamiento de Dios. Imbéciles, idiotas, ingenuos,
soberbios, altaneros, déspotas manipuladores de conciencias.
Bastantes dramas
y adversidades nos regala la vida, para que también tengamos que estar
obsesionados por un “quítame allá esas pajas”.
La paz del
alma jamás puede venir aceptando tamaña versión de los hechos infernales. No
pueden pretender incrementar el Pueblo de Dios amenazando con los terrores de
Fátima a las pobres ovejas.
La clave de
todo se llama confianza.
“Si ante una adversidad
la aceptas como lo mejor que te puede pasar, entonces, y sólo entonces, podrás
afirmar que tienes algo de fe”, dice Consuelo Martín.
Esto
significa que la fe consiste en confiar en que, te suceda lo que te suceda,
todo tiene un sentido, un para qué; que ahora no comprendes, pero que
guardándolo en tu corazón, en algún momento podrás comprender. Porque tienes
plena confianza de que Él te guía por cañadas oscuras, pero también te conduce
hacia fuentes tranquilas y verdes pastos.
Pero no
puedes estar obsesionado con los abismos infernales, porque el miedo terrible
sólo consigue paralizarte. No puedes revisar al caer la noche, cuántos pecados
mortales has cometido hoy, como recomienda el catecismo Ripalda, porque la
angustia, el pánico que esta obsesión provoca te paraliza, te atrofia, y sólo
te permite demenciarte y en el extremo fanatizarte y obligarte a confesar tus
terroríficos pecados casi todos los días.
Lo cual es
absurdo.
Vive la vida
con la alegría del perdón por tus debilidades, como también tú sabrás perdonar
las debilidades de los demás, y no con el pánico infernal que destroza las
conciencias.
Sólo
reconoce que tienes un serio problema si consideras que tú estás contribuyendo
con tu actitud de vida a que este mundo sea un infierno.
Pero si eres
una persona de buena voluntad y sincero corazón, ¡¡adelante!!, pon tu barco
proa a la tempestad, a fil de roda, ganando barlovento, que la mano que te guía,
te sacará de la mar enorme, para conducirte hacia mares de suave brisa y
vientos favorables.