Hoy, 1 de Noviembre, es un día muy señalado para mí.
Es un día en el que nuestra amiga la muerte es la protagonista.
Cada cultura la trata de una forma diferente, pero en todos ellas, su sola mención nos provoca un escalofrío que recorre todos los centímetros de nuestra piel.
Pero además es el día de todos los santos de Dios. De “todos”.
Brindo por ellos.
Y para ello, os voy a explicar una bellísima historia, mezcla de la amargura de la muerte y de la esperanza del encuentro con el Espíritu Sagrado.
Escucha esta danza mientras lees: Ly-o-lay-ale-loya
http://www.youtube.com/watch?v=fMNMWZM1Jp8
Dejar caer el manto
El Sendero de Lágrimas (en inglés, Trail of Tears) se refiere al traslado de los choctaw en 1831 y los cheroquis en 1838 al Oeste de los Estados Unidos. Como consecuencia de esta migración se estima que murieron unos 4.000 indios cherokees. En el idioma cherokee, este evento se designa como «Nunna daul Isunyi», que en español podría traducirse como «el camino donde nosotros lloramos».
El Trail of Tears fue el resultado de la aplicación del Tratado de New Echota, un acuerdo firmado según provisiones del Acta de Remoción India de 1830, que intercambiaba territorios amerindios en el este por otros al oeste del río Mississipi, pero que nunca fue aceptado por los dirigentes elegidos por la tribu ni por la mayoría del pueblo cheroqui. A pesar de ello, el presidente Martin Van Buren hizo que se cumpliera, enviando tropas federales para reunir a unos 17.000 cheroquis en campamentos antes de ser enviados al Oeste. La mayoría de las muertes ocurrieron por enfermedad en esos campos. Después de reunirlos, las Fuerzas Armadas de EE.UU. jugaron un papel limitado en el viaje en sí, siendo la Nación Cherokee quien tomó la supervisión de la mayor parte de la emigración.
Los Cherokees no fueron los únicos nativos americanos a quienes se forzó a emigrar en esos años, y por ello la frase Trail of Tears a veces es usada para referirse a eventos similares sufridos por otros pueblos indígenas, especialmente por las Cinco Tribus Civilizadas. De hecho, la propia frase puede que se hubiese originado como descripción para el traslado de la Nación Choctaw.
Pues bien, los indios Cherokees refieren el hecho de morir como el momento de “dejar caer el manto”. Así explicaba Águila Blanca, el gran jefe de los 17.000 indios Cherokees deportados desde Carolina del Sur hasta la margen Oeste del Mississippi, a un niño de once años, “Pequeño dedo”, cómo su madre, “Estrella Silenciosa” dejó caer suavemente su manto, cuando la neumonía que sufría por el frío polar de aquel nefasto invierno de 1835 le arrebató la vida, y cómo sus lágrimas, derramadas al caer en tierra, se desecaban, y la sal, que representa el espíritu era arrastrada por la lluvia hasta los ríos que van a parar al Océano, donde el Espíritu Sagrado, que en él habita las acoge en su seno.
Este poético relato de Grian, titulado “El sendero de las lágrimas” es una muestra de cómo una vida profundamente espiritual es capaz de verle sentido al sufrimiento, y esperanza al incuestionable hecho de morir.
Nuestra visceral aversión occidental al riesgo nos aferra a la obsesión de asegurarlo todo, la casa, el coche, los electrodomésticos, la salud, la propia vida… por si acaso.
La Eternidad no se puede asegurar, ni con dinero, ni con rituales religiosos.
La Eternidad es un cara a cara con Dios, un “yo” ante el abismo que nos asusta como el que se enfrenta ante lo desconocido. Sólo si aprendemos durante esta vida a morir a nosotros mismos para aceptar dejarnos amar por Él, soltar los mandos de nuestra nave y “confiar” en Aquel del que recibimos la vida eterna, la muerte se transformará de miedo a la noche, a la esperanza de un nuevo amanecer.
La vida humana es un amplio ciclo de nacimiento, crecimiento, madurez, envejecimiento y muerte. Hay una diferencia abismal entre aceptarlo y aceptarlo; entre aceptarlo con la mente, a aceptarlo con el corazón, con el hondón del ser, con nuestro espíritu, con el alma consciente.
El secreto de la paz interior ante el principal de nuestros eventos que es el tránsito a la Vida con mayúsculas, comienza con aprender a aceptar la caída de las hojas de los árboles. Aceptar que todo pasa, ver a Dios en todo lo que nos suceda y suceda; aprender a que nada permanece, como afirma Heráclito, sino sólo Él, y nosotros con Él. Aceptar vender lo que tenemos, aceptar nuestra cruz y seguirle.
En este “saber ver lo que sucede” se incluye el aprender a no juzgar, a no emitir juicios de valor, a sacarnos primero nuestra viga del ojo para después y en su caso sugerir que nuestro hermano se saque la brizna del suyo. Aprender a dejar nuestra ofrenda en el altar para irnos a reconciliarnos con quienes tenemos cuentas de conciencia. Aprender a no juzgar, para no ser juzgados.
De esta forma, contemplando la vida tal cual, aprendiendo a amar “lo que es”, ¿quién dijo miedo a un Padre que nos espera con los brazos abiertos? Porque así, el Juicio final (auténtico terror de tantos y tantos cristianos), será simplemente el final de todos los juicios.
Los que hayan optado por el imperio del egoísmo, Dios obedeciendo su libertad, les dejará viviendo en el mismo infierno en el que convirtieron sus vidas y las de los demás que tuvieran la desgracia de conocerles. O algo así.
Como caen las hojas de los árboles
“Ver cómo caen las hojas de los árboles”…
Nos dice que estamos en otoño.
El otoño es una estación del año que invita a la melancolía al ver como inexorablemente el esplendor de la vida que explosionó en primavera y alcanzó su esplendor en verano, poco a poco va apagándose, los árboles pierden sus hojas, el frío se adueña del ambiente, las aves migratorias emprenden su viaje a zonas más cálidas del Planeta, los días acortan, la oscuridad de la noche va adueñándose de nuestros días, y la tristeza de lo que fue y ya no es nos embarga el corazón. Tanto más es esto cuanto sabemos que irremediablemente el frío intenso y las nieves cubrirán con la llegada del invierno toda la faz de nuestra tierra.
Y la vida parece apagarse, morir.
Si nuestra tristeza no es absoluta es porque sabemos que tras el invierno, la primavera volverá a adornar nuestra vida y la naturaleza volverá a brillar con todo su esplendor.
Aprender a ver, a contemplar “cómo caen las hojas de los árboles” es una preciosa imagen de lo que debería ser toda nuestra vida.
Podréis decir que es una imagen bastante triste de la existencia regodearnos en cómo se nos va la vida de las manos.
A los veinte años de edad, a los treinta a los cuarenta no se nos puede pedir tener esta actitud ante la vida, con lo mucho que nos queda por vivir. Que un anciano se lo vaya pensando, todavía, ¡¡pero un joven!! Es demasiado exigir esto a alguien que tiene toda la vida por delante.
Carpe diem
¡Carpe diem! Decimos. Vivamos el momento. Esta frase, acuñada por Horacio, poeta allá por el 65 AC nos anima a vivir el presente, a no malgastarlo, porque es lo único que tenemos. “La vida es lo que sucede mientras nos lamentamos por nuestro pasado y nos preocupamos por nuestro futuro”. Esta frase es atribuida a John Lennon, pero en realidad es de Jesús de Nazareth, “bástale a cada día su afán”.
Si bien el sentido positivo de estos mensajes es “vive el presente” porque es lo único que tienes, y deja el futuro a tu Padre que está en los Cielos, “como hacen los lirios del campo”, la adulteración de estas máximas es “vivamos que mañana moriremos” Es decir, aferrémonos a esta vida porque es lo que tenemos. No hay más cera que la que arde.
Efectivamente, a pesar de todas nuestras creencias y prácticas religiosas, vivimos “como si…” esta fuera la única vida que tenemos. Porque es la única que conocemos.
El vértigo ante la Eternidad
El infinito, la eternidad, la trascendencia del ser es algo inconmensurable, que rompe todas las reglas, todas las doctrinas, todos los sistemas de pensamientos y todas las liturgias.
Cuando el ser humano se enfrenta realmente ante la eternidad, es en el trance de la muerte. Hasta entonces, podemos pensar, reflexionar, ver cómo otros seres humanos mueren; unos más allegados, otros conocidos y otros, simples estadísticas de las tragedias jaleadas por los medios de comunicación.
Hasta entonces, los humanos podemos llegar a creer que dominamos nuestro destino, que nuestras prácticas religiosas se comportan como nuestro seguro de trascendencia. Pero cuando llega el momento, resulta que puede que todo se derrumbe como un frágil castillo de naipes, por muy sólida que hayamos considerado que es nuestra fe.
En el momento de la muerte, tonterías las justas. Si la fe que afirmamos tener está tan sólo sostenida por una más o menos estructurada práctica religiosa, puede que de repente nos encontremos ante un abismo con una sensación de vértigo jamás imaginada.
En el mundo de lo tangible, solemos tener la creencia de que “esto está controlado”. La Ciencia casi lo explica todo, y la Medicina, “casi” lo cura todo. Las ciencias positivas y la filosofía y psicología social nos han dado la falsa sensación de ser los dueños de nuestra vida. Doctrinas filosóficas como la teoría del superhombre de Nietzsche, nos han hecho creer capaces de todo lo que nos propongamos. La alimentación exagerada de la autoestima nos está dando la falsa sensación de totipotencialidad sin necesidad de un Dios al que acudir. Huelga explicar las consecuencias que ello está provocando.
Pero, inmersos en esta falsa sensación de superpoder personal, lo que no ha podido pasar al terreno de las ciencias positivas ha sido el mundo de lo sutil, de lo trascendente, de lo eterno. Ahí ha habido teorías para todos los gustos, y ahí ha sido donde las religiones han forjado todo un sistema dogmático que han ofrecido a sus seguidores explicación sobre lo que hay después de la vida terrenal.
Pues bien, si algo hay extremadamente cercano al ser humano y que está rodeado de autentico temor porque nos sitúa en la frontera entre el mundo material y el “otro”, es la muerte.
La muerte está considerada en Occidente, a pesar de la fe cristiana, como un suceso horrible, el fin, la aniquilación, la destrucción de la vida, tanto que la Medicina busca como objetivo final la propia inmortalidad física. La muerte es uno de los cuatro jinetes de la Apocalipsis. Aunque bien es verdad que en general, las grandes religiones monoteístas proclaman la vida eterna, ésta ha estado muy centrada en el riesgo cierto de, si no obedecemos las reglas y normas de moral dictadas por el Magisterio, el riesgo de toparnos con el espantoso infierno es bastante probable. No sé si el temor a la muerte (porque es pánico lo que tenemos) lo es por el trance doloroso del óbito, o por lo que nos espera al morir en pecado mortal, por no saber qué será de nosotros, si aprobaremos o no el Examen Final. Es el dilema entre un Padre bueno o un Juez implacable.
El problema, por tanto es extremadamente serio, como para tomárselo a broma. Pues la base de todos los sentimientos que nos genera el hecho de morir es el miedo a, realmente no saber qué hay detrás del umbral, aunque recitemos el Credo todos los domingos en misa.
La diferencia entre abordar la muerte con serenidad o con miedo depende de hasta qué punto nos creemos lo que decimos que creemos.
Se nos despiertan todas las alarmas, y desde lo más profundo de nosotros, todo nuestro ser se revuelve ante el hecho de la aniquilación de lo que creemos, hemos sido hasta ahora.
Se muere nuestro yo. Me muero “yo”. Pero ¿quién soy yo?
Me llamo “yo”
Aunque no os lo creáis, este es el quid de la cuestión. Quién soy yo. Quién es ese que veo ante el espejo. ¿Un cuerpo mortal, una mente que se pregunta sobre sí misma, un espíritu callado?
Hace 2500 años que los grandes pensadores, entre ellos Gaitama Sidharta Buda, se dieron cuenta de que “yo soy lo que mi pensamiento ha elaborado sobre mí”. Desde entonces sostienen esta misma afirmación. Ese yo es como el simpático muñeco de guiñol, del que Fidel Delgado suele hacer una semejanza a cómo somos nosotros, (somos "yo", pero poco, y que me creo puedo hace lo que quiero, cuando no tengo ni idea de que estoy unido al brazo que me da la vida y el movimiento.
Y hace 2000 años el Maestro Jesús nos dijo que somos ramas de una Vid que nos da la vida. La rama se puede creer que es ella la que vive y da fruto. Es categóricamente lo que todos creemos en el fondo cuando en realidad todo depende de la savia que recibe de la Vid, quiera o no.
Cuando el joven rico dijo a Jesús que él ya cumplía la ley y los mandamientos, le dijo en lenguaje actual, más o menos esto:
“Maestro, yo voy a misa todos los domingos y fiestas de guardar, yo confieso mis pecados cada tres meses, yo rezo por la mañana y por la noche mis oraciones, yo pongo una equis en la declaración de la Renta, yo no robo, trato de no hace daño, de honrar a mis padres, de educar a mis hijos, rezo el rosario de vez en cuando, no digo palabrotas ni veo revistas guarras”.
“Muy bien, chavalote. Fenómeno –le respondió Jesús-. Pero te falta un pequeño detalle…
“¿Cuál, Maestro?” –contesta el joven asombrado-.
Simplemente, deja de ser tú, y renuncia a todas tus riquezas, admite tu cruz y me sigues. Ah, y que sepas que no tendrás dónde reclinar la cabeza”.
El joven, que tenía un “yo”, con todos sus “mis”, bastante apañao, se acongojó y dijo “jopé, cualquiera deja todo lo que he conseguido con mi esfuerzo y con el sudor de mi frente (mis títulos, mi casa, mi coche, mis acciones del banco, mis éxitos profesionales, mis, mis, mis) a cambio de no tener dónde reclinar la cabeza. El Maestro está como una chota”. Y se fue con su “yo apañao” y todos sus “mis”.
Pero resulta que cuando uno se enfrenta a la muerte se da cuenta por primera y lamentablemente última vez en su corta vida de que su “yo apañao” no le sirve para cruzar el umbral, que aquí se queda, que se “acabó la vaina”.
Posible el Maestro tenía razón.
Saber vivir el morir
Se puede describir lo anteriormente dicho y sus consecuencias con esta forma gráfica de escribir la frase “saber vivir el morir”. Creer en el hecho de que el hombre es algo más que cuerpo y mente, radica la inconmensurable diferencia entre saber vivir el proceso de la muerte como un tránsito en un fluir continuo de la vida desde un estadio de vida física a vida espiritual, “V”, o como el fin de todo, “M”.
Esta es otra de las grandes lecciones que he recibido de mi gran maestro Fidel Delgado Mateo.
La “V” describe la vida como una fase de nacimiento, entrada en el mundo físico para progresivamente experimentar el proceso ascendente paulatino en dirección hacia la inevitable salida de este mundo, de modo pausado (con preparación psicológica y espiritual), hasta salir.
La “M” describe la vida como una montaña rusa de subidas y bajadas, dominada por la constante del Miedo. Miedo a vivir y miedo a morir, bien por los temores proyectados por las reglas impuestas por la tribu e incrementados por nuestro particular imaginarium. Miedo al fin y al cabo.
Para una cantidad inimaginable de seres humanos, el motor de la vida es el miedo.
La vida se escribe para millones de personas con “M” de miedo y de muerte, a pesar de la promesa de una vida eterna, y que nadie tiene en el fondo claro que existan garantías de morir en gracia de Dios, condición sinequanon para entrar en el Reino de los Cielos. Y esa “M” es como un muñeco de cuerda al que todos los días se la damos para recibir nuestra dosis de susto diario, que nos mantiene despiertos y vigilantes, porque no sabemos ni el día ni la hora.
Para saltar de la “M” a la “V”, para saber vivir la muerte, el alma tiene que estar despierta, ha de tomar conciencia de sí misma. En este sentido, la vida de fe ofrece algo más que el puro ritualismo de las prácticas religiosas (no basta con considerarse “católico practicante” ¿qué será eso?). Una vida reducida en ir a misa los domingos y no putear demasiado al vecino no es suficiente para encaminarnos hacia la senda de Dios.
La muerte nos enfrenta de bruces con el abismo insoldable del Océano de Dios. Sólo el que haya tenido en vida experiencia personal de Dios puede enfrentarse a la muerte con la serenidad de alguien que sabe hacia dónde se encamina, que hay Alguien esperándole “al otro lado” con los brazos abiertos.
El Maestro tenía razón: “vende todo lo que tienes, toma tu cruz y me sigues”.
Esto es morir a uno mismo. “El que quiera ganar su vida la perderá, y el que la pierda, la ganará”.
«El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Mateo 11.
Son tantos los pasajes del Evangelio que nos están diciendo que tenemos que saber morir antes de morir para comprobar que la muerte no existe, que posiblemente ni nos hemos dado cuenta.
“Saber morir antes de morir, para comprender que la muerte no existe”
Esta frase de Eckhart Tolle, y todo el Evangelio de Jesús nos dan un mensaje clarísimo. Tenemos que experimentar la muerte de nosotros mismos, antes de morir. Este es el fundamento de la séptima puerta.
Esto puede parecer un contrasentido, una aberración, una rayada mental, pero no es ni más ni menos que “la senda estrecha”, entrar por la séptima puerta, que tanto fastidia a los que estamos llenos de nuestras cosas de mi “yo” de “mis” riquezas. Es la senda de la “morti-ficación”.
Preguntas sin respuestas
En un día como hoy, en el que la Iglesia católica celebra la fiesta de todos los santos, el cura nos decía en misa que estamos celebrando la memoria de aquellos santos, católicos por supuesto, anónimos, que son tal mogollón, que no caben en el santoral oficial.
En este punto, confieso que es donde se me plantean bastantes preguntas a los que la Iglesia católica no me ha dado respuestas; primero de todo porque simplemente plantearlas es ya de por sí religiosamente incorrecto, y se me puede poner en el disparadero de que se me niegue la comunión por el simple hecho de planteármelas.
Pero en sus respuestas a mí, me va la vida.
Un día y no hace más que unos pocos meses escuché nada menos que de boca de un obispo la tristemente famosa frase “no hay salvación fuera de la Iglesia”. Me quedé de nuevo electrizado al despertárseme en mí los viejos fantasmas que me han aterrorizado en mi educación preconciliar.
Este hombre sin despeinarse, acaba de cargarse a las cuatro quintas partes de la Humanidad. Les niega la salvación a cinco mil millones de personas que o no son católicos, o sabiendo de la existencia de la Iglesia, han tenido la mala suerte de haber nacido en el seno de una sociedad que no es cristiana.
Otro día, cayó en mis manos un opúsculo editado en 1997, sobre las revelaciones de la Virgen de Fátima. No podía creer que “otra vez”, la tradicional dialéctica utilizada por la Iglesia de terror al infierno, volviese a difundirse de nuevo entre los creyentes.
A modo de ejemplo, reflejo literalmente los siguientes fragmentos del texto, que se puede encontrar tal cual en esta dirección web:
http://www.mariavirgen.com.ar/apariciones/virgen_fatima.htm
De la primera aparición:
…
-Pregunté entonces: ¿Yo iré al cielo?, - preguntó Lucía a la Señora-.
-"Si irás"
-¿Y Jacinta?
-"ira también"
-¿Y Francisco?
-"También ira, pero tiene que rezar antes muchos rosarios"
Entonces me acordé de dos amigas de mi hermana que habían muerto hacia poco.
-¿Está María de las Nieves en el cielo?
-"Sí, está"
-¿y Amelia? de 18 ó 20 años
-"estará en el purgatorio hasta el fin del mundo".
Y de la tercera aparición:
…
Al decir estas últimas palabras abrió de nuevo las manos. El reflejo de la luz parecía penetrar la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en este fuego los demonios y las almas como si fuesen brasas trasparentes y negras o bronceadas, de forma humana, que fluctuaban en el incendio llevada por las llamas que de ellas mismas salían, juntamente con nubes de humo, cayendo hacia todos los lados, semejante a la caída de pavesas en grandes incendios, pero sin peso ni equilibrio, entre gritos y lamentos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor.
Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero trasparentes como negros tizones en brasa. Asustados y como pidiendo socorro levantamos la vista a nuestra Señora, que nos dijo con bondad y tristeza:
-"Habéis visto el infierno, donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os digo se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra terminará pero si no dejan de ofender a Dios en el reinado de Pío XI comenzara otra peor".
Me pregunto qué habrá podido hacer el pequeño Francisco para estar amenazado de pasar varios cientos de años en el purgatorio a sus doce añitos, más o menos, salvo que se líe a rezar tres rosarios diarios como poco. Y la otra pobre Amelia, a sus 18 años, para quedarse el ese enigmático lugar cientos, miles, o millones de años, hasta el fin del mundo, o del Planeta…, vaya usted a saber.
Demonios, infiernos, sufrimientos eternos y horribles… Todo el cortejo de imaginarios que han salpicado las creencias de aterrorizados católicos como método disuasorio empleado desde tiempos inmemoriales por la Iglesia para evitar la comisión de pecados. Es decir, mientras en los grandes encuentros mediáticos del Papa se proclama la misericordia del Señor, por otro lado Fátima advierte que como “te muevas un pelo, no sales en la foto celestial”. Y no por cometer genocidios ni crímenes de lesa humanidad, sino pecados tan ridículos como faltar sin justificación a misa un domingo, o unos malos pensamientos, o tocamientos, o usar el preservativo, como método de planificación familiar para no cargarte de hijos. Etc.
Desde pequeño esta ambigüedad de la doctrina me ha atormentado. Cómo es posible que Dios nos ame como “abba” a sus hijitos pequeños y por otro lado un mal pensamiento o faltar a misa un domingo fuera motivo de condenación eterna. Es como si te condenaran al corredor de la muerte tanto por cometer el atentado del 11-M como por robar un Chupachups de una tienda de frutos secos. Aunque creo que el castigo divino no tiene comparación por ser eterno. Al menos eso interpretábamos los pobres catecúmenos allá por los años sesenta al estudiar el catecismo Ripalda (que creía superado, pero veo que no), que a la vista de las revelaciones de Fátima no iba demasiado descaminado respecto de la justicia divina.
¿Qué he hecho para sobrevivir? Olvidar esta aterradora imagen de Dios y de la eternidad, y entender que “no es posible semejante barbaridad escatológica”; que Dios no puede hacer una basura tan despreciable como nuestros pobres corazones. Lo que no implica que el pecado quede sin castigo. Es decir, he vivido tratando de ser una buena persona, y esperar a qué Dios no sea demasiado severo contra mis debilidades y limitaciones, que no “grandísimas culpas” cometidas con dolo, alevosía y ensañamiento como se me obliga a reconocer en el “yo pecador”.
Bueno, pues resulta las palabras de la Virgen de Fátima, por lo que cuenta Lucía, son verdad. A poco que te desvíes de la senda del Rosario te arriesgas, como poco, a pasarte una prolongada temporada en el purgatorio (cientos o miles de años sufriendo no sé qué tipo de tormento, con la única esperanza de que al final serás salvo… ¡menos mal!).
Yo honestamente hablando, no puedo vivir así. Este tipo de extremos doctrinales, hacen de ellos una exigencia demasiado dura como para creer en ellos. Lo lamento muchísimo.
Estas son de esas cosas que hacen del dogma católico en algunos aspectos una prisión espiritual e intelectual, que obliga a asumir una serie de creencias que, realmente, no creo que aporten valor añadido al hecho de emprender el Camino de regreso a casa.
Mi maduración en la fe, me ha llevado paradógicamente a esta situación anímica, espiritual. Lejos de ser un piadoso católico, me he convertido en un rebelde ante un cuerpo doctrinal que en determinadas cosas es agobiante, no me deja respirar, y por otro, me ha hecho descubrir mis moradas internas, donde Dios habita.
Madurar en mi camino por la sexta puerta de la Comunidad católica me ha dirigido directamente a la séptima, pero en la séptima puerta resulta que además de a los místicos cristianos como William Law, San Juan de la Cruz, Teresa de Jesús o Meister Eckhart, me he encontrado con Lao Tse, Sankara, Rumi o Buda.
Es por ello que cuando leo y medito los textos de Buda, o de Lao Tse, o el calvario de los Indios Cherokees, concluyo con un “no puede ser”. No puede ser que todos estos hombres y mujeres y sus seguidores que se cuentan por miles de millones, que han vivido honestamente, por el hecho de no haberse topado con la Iglesia católica, tengan que estar condenados al infierno.
Y si no es así, ruego encarecidamente a la Iglesia católica que lo explique de una puñetera vez y se desdiga de tantas erróneas consideraciones, que sólo aportan dudas y temores. Lógicamente, la respuesta será la callada.
Esto es lo que me ha convertido en un cristiano de frontera, católico practicante con un pie en el seno de la Iglesia católica, pero con el otro en los territorios de aquellos a los que la Iglesia llama infieles o paganos, y que les tiene vedado el Reino de los Cielos.
Tengo una especial simpatía por los Indios americanos. Me pregunto si en mis vidas anteriores, en alguna de ellas, fui uno de esos cherokees o sioux, que cabalgó por las anchas praderas a lomos de un veloz caballo. El hecho de la reencarnación no es algo que lo perciba como imposible; es más, me parece que es una forma de materializar ese purgatorio que nadie sabe explicar lo que es ni en qué consiste. ¿Qué pasa si esta vida que vivimos es nuestro proceso de purgar por las vidas anteriores en las que no nos portamos del todo bien? ¿Qué pasa si la reencarnación es un proceso continuo de perfeccionamiento interior? Tras leer casi todos los libros de Brian Weiss, reconozco la reencarnación como una seria posibilidad. No la afirmo, pero tampoco la niego.
El Espíritu de Dios, necesariamente tiene que cubrir toda la faz de la Tierra, y tiene que abrazar a todos los seres humanos sin excepción, a pesar de que esta no sea la doctrina oficial de la Iglesia católica, para la que tan sólo los católicos (y a haciendo un gran esfuerzo, el conjunto de los cristianos), tienen derecho a gozar de Dios.
Es por ello que este día tiene que ser realmente la fiesta de todos los Santos de Dios, sin excepción, y una motivación para desterrar los terrores de una fe tan sincera como ingenua.
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