Él se llama al gusto de cada uno. Uno sólo existe, que los sabios llaman con diferentes nombres. (Viejo proverbio Veda)
Dios, como buen Padre de todos los seres humanos, hace las cosas como mejor ha creído debe hacerlas. Y el hecho es que ante la tremenda biodiversidad de los seres humanos, en culturas, razas, lenguas, costumbres, climas y escenarios naturales, se ha mostrado a lo largo de los siglos de diferentes formas, y gusta de ser llamado de diferentes formas y de ser tratado según la idiosincrasia de cada pueblo, de cada nación.
La sexta y la séptima puerta no están demasiado alejadas entre sí.
La sexta puerta es la que nos enseñan desde niños, donde nuestros formadores nos introducen para, en comunidad, aprender a caminar en ese lento y largo camino que supone salir de nosotros mismos para encontrarnos con nuestro Creador.
En cada cultura, en cada nación, en cada raza y costumbre ancestral, la forma y diseño del camino que marca la sexta puerta, es diferente, es distinto. Las hierofanías, o manifestaciones divinas a los seres humanos, se viven de diferente forma, y se celebran también de diferente forma.
En todo esto, tiene un papel esencial la casta sacerdotal, el grupo de personas consagradas y formadas especialmente para guiar al pueblo en ese lento y largo caminar. Son personas avanzadas por formación y por actitud ante la vida. Son nuestros directores espirituales, que sabiamente nos guían por un camino ciertamente difícil y complejo.
De alguna forma se comportan como los aviones nodriza que tiran de los veleros de vuelo sin motor, para que podamos levantar un vuelo, que por nuestras propias fuerzas no sabríamos, ni tendríamos capacidad.
Es por eso, que la sexta puerta es tan necesaria como que sin ella, difícilmente un ser humano sería capaz de encontrar la auténtica puerta de salida, la séptima.
Digamos que es, o sirve de antesala, de preparación para el auténtico camino.
Es la que permite iniciarnos en la fe, en la fe del joven rico, la de aquel que centra todo en aprender dogmas, ritos y prácticas religiosas, así como se esfuerza en aplicar a su vida un código moral acorde con lo que habitualmente denominamos “Ley de Dios”.
En ese sentido funcionan las diferentes confesiones religiosas, como escuelas para el aprendizaje de la fe, pero sobre todo para vivir la fe en comunidad, sólo es imposible, y sabiamente guiados por nuestros educadores y pastores en esa fe que profesamos, con todas las peculiaridades que imprimen cada una de las confesiones religiosas, los católicos por un lado, los musulmanes por otro, los hindúes por otro y los budistas por otro, por poner ejemplos de todos conocidos.
Naves diferentes en un mismo Mar
Dentro de nuestras comunidades, es como si navegáramos tranquilamente guiados por nuestro comandante del barco en el que vamos andando la larga travesía de la vida.
Esto lo ilustra el sufismo (rama mística del Islam) con una bella alegoría, escrita por Niffari el egipcio.
Hay naves en el mar que transportan viajeros; son las confesiones religiosas, con sus dogmas y organizaciones. Las naves naufragan y sus restos (las tablas) se hunden; es decir, incluso las buenas obras que no llegan a la abnegación total y toda fe que no es el conocimiento unitivo de Dios. La liberación hacia la eternidad es el acto de lanzarse al mar, a riesgo, de poner en peligro la propia vida. Porque “el mar” es el Océano de Dios.
Las naves son organizaciones humanas creadas a partir de las directrices de sus fundadores. Pero como humanas, sufren muchos avatares a lo largo del tiempo. Hay épocas en las que son perseguidas, y otras en las que gozan de relativa tranquilidad; unas épocas disfrutan de esplendor y poderío, y otras en las que toca quedar en el ostracismo. Y como organizaciones humanas, bien es verdad que basadas en el amor a Dios (se llamen como se llamen), sufren la necesaria convivencia del trigo y la cizaña, donde las ovejas tienen que convivir en medio de lobos mimetizados con pieles de ovejas. Y esto es un continuo sufrir para las gentes sencillas.
Pero las cosas son así, y no vamos a discutir esto. Por eso hay veces que naufragan o parecen naufragar.
En no pocas ocasiones, lo peor que les puede pasar a las organizaciones religiosas es salir triunfantes de la época de persecución, y de la noche a la mañana (más o menos), convertirse en las dueñas de los imperios, como le sucedió al cristianismo en tiempos de Constantino.
Es por eso, que cuando la sexta puerta, y el camino por el que transita, no da más de sí, hay determinados individuos que intuyen que aquí no se puede acabar el desafío, y siguen buscando por otras vías. Las naves naufragan y sus restos (las tablas) se hunden; es decir, incluso las buenas obras que no llegan a la abnegación total y toda fe que no es el conocimiento unitivo de Dios. Entonces no queda otra que lanzarse al mar.
Y ese lanzarse al mar, es ni más ni menos que encontrar la séptima puerta. Porque el mar es el Océano de Dios.
Uno sólo existe.
Navegar a bordo de las naves de las religiones nos hace creer que el mar por el que navegamos en nuestra nave nosotros, es diferente que el mar por el que navegan las otras naves; o que nuestra nave es más chuli que las otras. Tanto es así que en no pocas ocasiones las naves se lían a pepinazos, desplegando sangrientas batallas navales. La Historia de los humanos está salpicada de estos incidentes.
En cualquier caso, el océano es el mismo, el mar es único. Uno solo existe, que los sabios llaman con diferentes nombres, como dice el viejo proverbio veda.
Cuando nuestra nave hace aguas, o cuando vemos que no sabe a dónde va, puede que sólo quede una salida, tirarse al mar, lo que no deja de ser un atrevimiento, una idea de locos. Nadie en su sano juicio nos aplaudirá la idea, y la tripulación de la nave (o sea, la casta sacerdotal), mucho menos. Es igual que en el ejemplo del avión, lo más insensato es creer que en caso de emergencia, es preferible mantenerse sentados, porque esa es la mejor salida, cuando lo que el cuerpo te pide (eso es, el cuerpo), es salir pitando por una de las escotillas de emergencia.
Pues bien, supongamos que se nos ocurre tirarnos al agua, o quedarnos en nuestro asiento, es decir, introducirnos por la séptima puerta.
Esto es, introducirnos en los terrenos de la espiritualidad pura, sin adornos, sin vestiduras.
Lo primero que uno ve cuando intenta adentrarse en los terrenos de la espiritualidad es que siente como pierde solidez el suelo que pisa. Dentro del barco de la fe que le enseñaron sus padres, se puede estar al menos tranquilo y seguro, si como el joven rico cumple con “la Ley y los profetas”. Pero el paso definitivo hacia la senda estrecha supone un salto en el vacío, un vacío donde no tendremos dónde reclinar la cabeza. Las seguridades eclesiásticas ya no funcionan, o al menos la seguridad que aportan no es tan evidente. Aquí ya no vale con ir a misa y rezar un rosario, o meditar en posición de loto y asistir a clases de yoga. Supone el abandono total en brazos de Alguien que sentimos nos ama, y dejarnos guiar por cañadas oscuras, a ciegas. Y eso pasa de basarse en una práctica tangible con ritos y ceremonias, para exigirte toda tu vida. Lo que haces, como dice Niffari, es tirarte al agua, cuestionándote ¿me ahogaré? Es el miedo de Pedro al tratar de caminar sobre las aguas como Jesús. Esto es muy importante, es ver como Jesús se acerca a ti, que estás cómodamente instalado en tu barca, y te dice, tírate al agua que caminarás como yo. Tú lo haces, pero como ya sabemos que eso es imposible, el miedo te hace hundirte... ¡sálvame que me hundo!
Y cosa curiosa, cuando estás en el agua palmoteando para no ahogarte, te encuentras que también hay otros del mismo barco o de otros, que también se han tirado. Han decidido hacer lo mismo.
Como todos los ejemplos, lo del mar y los barcos, o lo del avión y las puertas de emergencia, no dejan de ser un símil más o menos ajustado, más o menos útiles para entendernos. La Séptima Puerta es simplemente una forma de hablar. Si a ti se te ocurre una que te venga mejor al pelo, que se dice, pues ánimo. Todos los símiles son un “como sí…”, para entendernos. Ya lo referí en una ocasión, hasta la Biblia es un "como sí...", para entendernos, un "a ver cómo le explico yo a estos de qué va el Reino de los Cielos", se diría a sí mismo Dios.
Lo que realmente importa no es la imagen plástica que nos ofrece el ejemplo, sino el trasfondo. Y el trasfondo no es otro que el hecho de que la séptima puerta es única y común para todos los seres humanos. Porque supone la relación directa del ser humano con su Creador, sin intermediarios, sin ceremonias, sin ritos ni prácticas religiosas concretas, por otro lado, totalmente necesarias para nuestra vida en comunidad.
La séptima puerta es Dios y yo. Sólo eso.
La séptima puerta es la relación del Amado con la amada.
La sexta puerta es la Comunidad y su forma de organizarse para mantener una adecuada cohesión interna. Es la Iglesia y sus constituciones. Y como diría un muy buen amigo mío, así como un ejército existe porque existe otro (del cual ha de defenderse), o un Estado existe porque existe otro (porque si no sería absorbido por aquel), una Iglesia, una Comunidad existe, porque existe otra, porque los humanos nos organizamos en comunidades, porque estamos sujetos a las leyes de los sistemas, que obliga a reunirnos, a agruparnos en torno al concepto “organización” para que de ella emane una nueva entidad que nos de cohesión y nos haga sentir la pertenencia en torno a un objetivo final.
Así, los humanos, en torno a lo religioso, nos hemos organizado desde tiempos inmemoriales en comunidades (en latín "eclesia"). Todas, si se basan en el camino hacia la divina realidad, tienen el mismo fin (aunque parezca que no). Pero están enraizadas en las costumbres, mitos y tradiciones de sus lugares de origen, donde su fundador vivió y les enseñó “el camino”.
Y así se escribe la historia.
Pero, cuando la séptima puerta es descubierta, es cuando uno cae en la cuenta "Fiat lux", de que en ese escenario que se abre ante nosotros, las diferencias de factura que se nos muestra en los escenarios de la sexta puerta, se desvanecen, y uno comprende que fiat lux, “Uno sólo existe”.
En ese punto de encuentro, que es el umbral de la séptima puerta, es cuando uno toma consciencia de la auténtica realidad del ser humano y de su Creador.
La prueba de que has conseguido vislumbrar la séptima puerta consiste en sentir que aún siendo tú católico, protestante, ortodoxo, musulmán, budista o monista advaita, eres consciente de que “nada” te separa de otros ajenos a tu comunidad religiosa, salvo las formas de expresión comunitaria. Porque para todos, Dios es uno, aunque cada cual le llame de diferente forma, e incluso le sienta de diferente forma.
Todo lo que nos separa los unos de los otros, es factura humana, aunque venga del magisterio de las organizaciones religiosas.
Los puristas de la fe dirán que los dogmas son esenciales en todo esto. Así, si una persona no cree que Jesús es el Mesías, no tiene nada que hacer con los cristianos.
Yo leí una vez una frase que me hizo pensar…:
“La verdad une, la mentira separa”.
Si creer en Jesús como Mesías, o en Krisna como Avatar de Dios, de la forma que lo plantean la Iglesia católica o el hinduismo, es una fuente de separación entre los que caminan hacia Dios, algo no funciona en este planteamiento. Que sea fuente de separación entre los que buscan a Dios y los que lo ignoran, entra dentro de lo previsto, casi que es lo suyo, pero de ninguna forma puede ser fuente de división entre un musulmán y un cristiano, o entre un hindú y un católico...
Bueno, sí lo es, si cada uno se queda en los confines de su religión organizada. Pero si dan el paso hacia la séptima puerta, puede que el concepto dogmático de “Mesías”, o de Avatar, pierda su trascendental importancia, para convertirse en una realidad, sin más; una realidad no dogmática, sino vivencial, si al leer el Evangelio, se reconoce en la figura de Jesús de Nazareth, a Aquel que muestra el camino directo hacia Dios, de la misma forma que se puede reconocer en las enseñanzas de Buda o de Lao Tse o del Corán o del Bhagavad Gita.
La importancia que tenga para ti Jesús o Buda o Lao-Tse, no debe ser una importancia apriorística, sino a posteriori, tras comenzar a vivir y experimentar sus enseñanzas.
Cuando se reconoce en las bienaventuranzas de Jesús, o en las siete verdades de Buda, el camino hacia la Divina Realidad, qué más darán los dogmas, cuando realmente se está siguiendo los pasos de los Maestros, y se está caminando por la senda estrecha que conduce a la unión íntima con el Creador.
Estamos ante el mismo caramelo con diferentes envoltorios. Quitados los envoltorios que hacen parecer que estamos ante diferentes caramelos, el caramelo es Uno.
En fondo de todo es el Amor.
Si algo, por muy sagrado que pueda parecerte, te separa del otro, ten por seguro que “hay algo raro”, "hay gato encerrado", algo no va bien. Y si eso, te incita a verlo como tu enemigo, entonces, “apaga y vámonos”. Dos personas que buscan a Dios, jamás pueden sentirse separadas por algo tan accesorio para el Amor, como los dogmas, los ritos y las creencias.
El Amor vivido en plenitud destruye todas estas barreras, hasta hacer ver a tu propio enemigo, como alguien a quien amar intensamente; hace que pongas la otra mejilla cuando alguien te abofetea.
El Amor no entiende de gilipolleces, y mucho menos si esas gilipolleces atizan el fuego de la discordia entre los seres humanos.
Filosofía perenne.
¿Cuál es el punto de encuentro de todos aquellos que han descubierto que existe una séptima puerta?
Existe un concepto algo vago, porque es todo menos un cuerpo de doctrina, que constituye el punto de encuentro de todos aquellos seres humanos que han descubierto la séptima puerta. Se denomina “Filosofía perenne”.
La noción de Filosofía perenne (en latín, philosophia perennis) sugiere la existencia de un conjunto universal de verdades y valores comunes a todos los pueblos y culturas. El término fue usado en primer lugar en el siglo XVI por Agostino Steuco en su libro titulado: De perenni philosophia libri X (1540), en el que la filosofía escolástica es vista como el pináculo de la sabiduría cristiana a la cual todas las demás corrientes filosóficas apuntan de una manera u otra.
La idea fue posteriormente, y de forma magnífica, asumida por el filósofo y matemático alemán Gottfried Leibniz, quien la usó para designar la filosofía común y eterna que subyace tras todas las religiones y, en particular, tras las corrientes místicas dentro de ellas. Este término fue popularizado de forma más reciente por Aldous Huxley en su libro de 1945: La Filosofía Perenne. La expresión "filosofía perenne" también se ha usado como una traslación del concepto hindú de Sanatana Dharma, la "verdad o norma eterna e inmutable".
Así pues, en la Filosofía perenne, los humanos que sabemos de esa séptima puerta, podemos darnos la mano entre unos y otros, con independencia de qué “sexta puerta” podamos proceder, y en la que estemos, por razón de convivencia con nuestros semejantes, incardinados.
Los puritanos e integristas nos acusarán de sincretismo religioso, o de gnósticos, o de vaya usted a saber qué herejía. Pues que nos acusen. Qué se le va a hacer. Afortunadamente ya no existe el riesgo de ser quemado en la hoguera (que yo sepa).
En la Filosofía perenne caben las enseñanzas de Buda, cabe el Evangelio de Jesús, cabe el Tao te King, y cabe la subida al Monte Carmelo y la Noche Oscura de San Juan de la Cruz. Posiblemente no quepa el catecismo de la Iglesia católica (o sí, quién sabe). Pero sí cabe plenamente la Biblia.
Y solamente caminando por las sendas de la Vida Interior que abre la Séptima Puerta, el alma podrá constatar la validez real de todos estos libros sagrados, y de los Grandes Maestros que están detrás de ellos.
Lo demás son discusiones bizantinas, útiles tan sólo para que los exégetas y los hermeneutas no se aburran.
En el fondo todo depende de las restricciones que le pongamos a nuestra alma y a nuestro corazón; de la rigidez de pensamiento, de la ortodoxia que apliquemos a las cosas de Dios, y del tipo de jaula en el que confinemos el Amor.
¿Tenemos que dejar entonces nuestras comunidades de origen? Radicalmente no. Porque tenemos la responsabilidad de ser "Luz del mundo", para indicar la Séptima Puerta a aquellos que no la hayan encontrado. Yo me considero católico practicante (para entendernos), porque nací en el seno de una familia católica, y he crecido en la fe de mis mayores, y a mucha honra, y defenderé mi comunidad ante quien se ponga por delante. Pero eso no quita para que me sienta igualmente hermanado con mis hermanos de otras confesiones,, que busquen sinceramente a Dios, siempre que no se me pongan estúpidos con sus peculiaridades, esas que nos separan los unos de los otros. Y lo mismo digo con mis hermanos católicos, siempre que no se pongan estrechos con nuestras peculiaridades doctrinales.
Por tanto, la Séptima Puerta es simplemente la invitación a entrar que Jesús le hace al joven rico. Nada de lo que practicaba el joven era malo, al contrario, pero le faltaba un pequeño detalle. Dejar todo, vaciarse de sí mismo, vender lo que tenía a los pobres, y desnudo de sí, entrar por la Séptima Puerta, donde la filosofía de vida que impera es la filosofía eterna, perenne, la que conduce directamente hacia Dios.
La Filosofía perenne es la filosofía de vida de “Todos los Santos de Dios”.
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Querido hermano..me identifico plenamente con su pensamiento, yo he llegado a esta filosofía perednne por mi mismo, a la cual la llame razón radical o razón Divina. Razón la cual me llevo a ver que todo es Dios, y que todas las religiones son la epidermis de algo mas profundo y verdadero. Leeré su blog...me gustaría ser su amigo y compartir pensamientos. Gracias. En facebook estoy en J.T Fhasdi, y en la verdad sin dogmas la verdad de la razon. Un afectuoso abrazo.
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