Sobre Getsemaní se puede escribir mucho, sobre su contenido teológico, sobre las interpretaciones de los textos evangélicos, sobre el aspecto humano de un Jesús totalmente triturado por el fracaso de su misión. O podríamos pensar que como era Dios, y se sabía todo el guión de la película, pues la cosa no pasaría del miedo lógico al sufrimiento físico que le iba producir el martirio.
Los católicos nos sumergimos en estos días en una entristecedora secuencia de celebraciones donde toca estar mustios y flagelarnos por el hecho de ser los culpables de la pasión que tuvo que padecer el buen Jesús para redimirnos de nuestros pecados.
Todos los años es lo mismo. Lágrimas de Jueves Santo, pena amarga en Viernes Santo y alegría el Domingo de Resurrección. Todo esto, mientras en el ámbito profano, la gente aprovecha los días para descansar de la faena cotidiana. Incluso algunos piensan que tanta procesión es muestra de tradiciones atávicas de una sociedad que no ha evolucionado.
Cada cual se lo puede montar a su manera.
Pero mientras unos rezan plegarias, otros asisten a procesiones y otros critican todas estas manifestaciones de piedad popular, lo que realmente rememoramos en estos días es en definitiva “La Gran Decisión”.
La Gran Decisión
Getsemaní lo recordamos como la última oración de Jesús al Padre, desde la angustia de lo que sabía se avecinaba. Pero hay una frase que pasará toda nuestra vida y no habremos sabido experimentar, contemplar, saborear, meditar lo suficiente.
Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.» Mt 26, 39.
Jesús en ese momento fue realmente un hombre aterrorizado, muerto de miedo. Si por él hubiera sido, habría salido de allí, ocultándose entre los arbustos, en la oscuridad, para, con más calma, alejado de Jerusalem, haberse planteado una nueva estrategia.
Pero Él sabía que la suerte estaba echada, y huir suponía el fracaso total de la misión para la que había venido a este mundo.
Toda esta escena se puede enredar en más y más comentarios y meditaciones, pero prefiero en esta ocasión respetar el momento con silencio.
Oleadas de agonía
Cómo describir las oleadas de agonía que experimentó Jesús.
Se me ocurre que una buena forma es mediante la música.
Preparando la hora Santa para esta Pascua, os propongo, quien quiera, hacer lo siguiente.
Escuchar en silencio absoluto el tercer movimiento de la quinta sinfonía de Dimitri Shostakovich. e imaginar las escenas de la agonía al compás de la música.
Los católicos nos sumergimos en estos días en una entristecedora secuencia de celebraciones donde toca estar mustios y flagelarnos por el hecho de ser los culpables de la pasión que tuvo que padecer el buen Jesús para redimirnos de nuestros pecados.
Todos los años es lo mismo. Lágrimas de Jueves Santo, pena amarga en Viernes Santo y alegría el Domingo de Resurrección. Todo esto, mientras en el ámbito profano, la gente aprovecha los días para descansar de la faena cotidiana. Incluso algunos piensan que tanta procesión es muestra de tradiciones atávicas de una sociedad que no ha evolucionado.
Cada cual se lo puede montar a su manera.
Pero mientras unos rezan plegarias, otros asisten a procesiones y otros critican todas estas manifestaciones de piedad popular, lo que realmente rememoramos en estos días es en definitiva “La Gran Decisión”.
La Gran Decisión
Getsemaní lo recordamos como la última oración de Jesús al Padre, desde la angustia de lo que sabía se avecinaba. Pero hay una frase que pasará toda nuestra vida y no habremos sabido experimentar, contemplar, saborear, meditar lo suficiente.
Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplicaba así: «Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú.» Mt 26, 39.
Jesús en ese momento fue realmente un hombre aterrorizado, muerto de miedo. Si por él hubiera sido, habría salido de allí, ocultándose entre los arbustos, en la oscuridad, para, con más calma, alejado de Jerusalem, haberse planteado una nueva estrategia.
Pero Él sabía que la suerte estaba echada, y huir suponía el fracaso total de la misión para la que había venido a este mundo.
Toda esta escena se puede enredar en más y más comentarios y meditaciones, pero prefiero en esta ocasión respetar el momento con silencio.
Oleadas de agonía
Cómo describir las oleadas de agonía que experimentó Jesús.
Se me ocurre que una buena forma es mediante la música.
Preparando la hora Santa para esta Pascua, os propongo, quien quiera, hacer lo siguiente.
Escuchar en silencio absoluto el tercer movimiento de la quinta sinfonía de Dimitri Shostakovich. e imaginar las escenas de la agonía al compás de la música.
Es un movimiento “largo”, un adagio lamentoso de unos quince minutos de duración, muy lento, prácticamente con sólo la cuerda, que de este modo evoluciona en sucesivos crescendos como olas que se acercan a la playa y rompen. En concreto, yo he identificado tres oleadas a lo largo de todo el tercer movimiento, cada una más intensa que la anterior, hasta que llega la tercera oleada de angustia, terror, de pánico, donde se alcanza el clímax de intensidad sonora máxima. Es el momento en el que Jesús no puede más y ruega al Padre, aparte de Él el cáliz que ha de beber. Pero no obstante, se haga su voluntad. Tras lo cual, la intensidad musical va desvaneciéndose hasta el final del movimiento, en el que se percibe una resignada aceptación, donde el la lucha deja paso al silencio y a la paz. Una paz tensa, por lo que ha de llegar. La Paz que resulta de la Gran Decisión, por la que Jesús comprende que no es posible volver a la vida, sin perderla primero.
37 «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. 38 El que no toma su cruz y me sigue detrás no es digno de mí. 39 El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará. Mt 10, 37-39
Lo que Él predicó en su momento, debía materializarlo él mismo con su propia inmolación, y eso hizo, aunque le costara, como hombre que era, sangre, sudor y lágrimas.
Gracias a esa Gran Decisión de Getsemaní, todo fue cumplido.
Fue una decisión que coronaba tres años de predicación que, vistos desde una perspectiva pragmática de coste beneficio, hasta ese momento fue un completo desastre.
La lógica de Dios vuelve a ser desconcertante (ver la entrada 61). La gran misión de Dios hecho hombre impresionaba haber terminado en un completo fracaso. Nadie le entendió y al final salvo unos atemorizados discípulos que muertos de miedo se escondieron en sus madrigueras, nadie le defendió ante los acusadores.
Desde la perspectiva humana, todo quedó en nada. Sólo el extraño fenómeno de la resurrección es lo que pudo alterar el curso de los acontecimientos.
¿Por qué Dios nos somete, somete al alma a morder el polvo del fracaso, de la noche oscura, para luego elevarla a los cielos?
Es un tema de meditación profunda, que Jesús, en el huerto también se cuestionó, mientras sudaba gotas de sangre.
Los soldados podían ya prender a Jesús, porque del pobre de Nazareth, ya no quedaba nada sino el recuerdo, porque lo que fue apresado era Dios mismo, la Divina Majestad residente en un cuerpo dispuesto al más severo de los suplicios.
La Paz
Desde este momento, hasta que el Pobre de Nazareth muere en la cruz, no encontraremos en los Anales de la historia del mundo un espectáculo de grandeza y belleza semejantes; no descubriremos en Él ningún rictus de amargura, ninguna respuesta brusca, ninguna reacción violenta, ninguna mirada hostil, ningún nerviosismo o agitación interior… ¡nada!
Vestido de una paz inalterable y de una belleza desconocida, que sólo podía venirle de otro lado, el Pobre de Nazareth fue avanzando serenamente en la peregrinación del dolor y del amor… hasta el final.
(Ignacio Larrañaga. El Pobre de Nazareth. Ed. San Pablo. Pag. 318)
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