Este cuadro es la balsa de Medusa del pintor frances del XXI Théodore Géricault,
Representa como se puede ver los supervivientes de un naufragio, y de una forma muy expresiva, la actitud que cada uno muestra frente a la adversidad. Desde la desesperación, el abandono a la suerte, la angustia, el miedo, hasta la entereza de los que no pierden la esperanza de lograr ser encontrados por algún barco.
Representa como se puede ver los supervivientes de un naufragio, y de una forma muy expresiva, la actitud que cada uno muestra frente a la adversidad. Desde la desesperación, el abandono a la suerte, la angustia, el miedo, hasta la entereza de los que no pierden la esperanza de lograr ser encontrados por algún barco.
¡¡Dichosa la persona que ha tenido la suerte de naufragar, de fracasar!!
Decir esto, claramente es lo más estúpido que a uno se le puede ocurrir.
Lo suyo es decir ¡¡me encanta que los planes salgan bien!! Como Anibal Smith, jefe del Equipo A.
Pues resulta que en el proceso de purificación del alma, vivir una existencia de éxitos, en el extremo puede ser bastante contraproducente, lo que no significa que lo deseable sea fracasar y sufrir. La cosa hay que saber explicarla para que se pueda entender.
Uno de los valores que supuestamente la tribu nos debería enseñar es la capacidad de esfuerzo, y sobre todo la capacidad de encajar los contratiempos e incluso los grandes reveses que nos da la vida. Llámese esto fortaleza, o como ahora se ha dado en llamar, “resiliencia”, la capacidad de aceptar y soportar los resultados de nuestras acciones o de las circunstancias de la vida es uno de los elementos fundamentales que hacen de nuestra vida un valle de lágrimas, o un proceso de aprendizaje que de sentido a nuestra vida.
Esta conocida frase “me gusta que los planes salgan bien”, que siempre decía Anibal Smith al final de cada episodio de la serie El Equipo A, fumándose el puro de la victoria, es muy significativa del íntimo deseo que todos tenemos de que nuestros planes, nuestros proyectos e ideales, más o menos vayan saliendo adelante; no sin esfuerzo, no sin trabajo, no sin dificultades, pero que “al final” las cosas salgan adelante, y lo previsto, lo planeado, pueda ser una realidad a su debido tiempo.
Cuando esto no sucede, cuando fracasamos, y los proyectos se van al traste, sufrimos una profunda decepción que pone en cuestión nada más y nada menos que nuestra propia valía, autoestima y consideración de los demás. Porque cuando las cosas no salen, lo primero que se produce es una búsqueda de responsables y de culpables. A poco que uno esté implicado como la gallina con el huevo, o comprometido, como el cerdo con el bacon, de alguna forma le va a salpicar los fracasos de los planes.
El abismo entre nuestros ideales, convertidos en planes y proyectos, y lo que la realidad nos permite, supone una de las más importantes fuentes de frustración y de infelicidad del ser humano.
Cuando la tensión creativa no consigue superar los problemas y se tiene que rendir a la evidencia de que lo deseado es imposible, y por ello, hemos de echar mano de soltar gas en la tensión emocional, de modo que al rebajarla, es decir, al renunciar a la meta, aceptemos la cruda realidad, entonces, nos vemos incapaces de llevar las cosas adelantes, y decimos, “está bien”, renuncio a este o aquel proyecto”. “Reconozco mi incapacidad para superar las dificultades”, “Admito prescindir de los bienes y servicios que habría conseguido de haber poder alcanzado mi objetivo”.
Baja nuestra validez, nuestra autoestima, y nos arrugamos a una realidad hostil. Terminas por dejar de luchar, y que se hunda el mundo a tu alrededor.
Estamos pues ante la gran problemática de la gestión del fracaso.
El fracaso es una de las más importantes fuentes de decepción, sufrimiento y de angustia, tristeza y apatía que puede soportar el ser humano. Un viejo proverbio bíblico afirma que la sabiduría consiste en saber que es posible y que es imposible y saberlo diferenciar. Luchar por lo posible y aceptar lo que no se puede cambiar. Lo contrario, rendirse ante lo que es posible conseguir, y darse de cabezazos por aquello que es una quimera es de necios. Un necio es aquel que no sabe lo que debería, un terco, un imprudente, un presuntuoso, y alguien que desprecia lo que ignora. La conducta del necio conduce directamente al fracaso. Es la antítesis del sabio y del inteligente.
Pero más allá de comportamientos necios en el extremo, por lo general, nos movemos en un mix de situaciones en las que nos vemos comprometidos con proyectos casi imposibles, pero por causa de nuestra situación laboral o social, no podemos negarnos a trabajar, frente a proyectos que sería tan fácil lograr, pero que por prejuzgar gigantes donde sólo hay molinos, dejamos aparcados, con lo que renunciamos a excelentes oportunidades.
Pero así se escribe la historia.
La palabra “fracaso” es relativamente moderna en nuestra lengua. Se empieza a encontrar un siglo después del descubrimiento de América. No es que antes no se fracasase. Es que al fracaso se le llamaba de otras maneras. La palabra procede del italiano fracassare, que tenía el significado de romperse algo estrepitosamente. Pasó al español para denominar el naufragio (sinc. de navis y frango, frangere fractum) de un barco o de una flota. Fracaso se llamó al destrozo por la tempestad de la Armada Invencible; y siguió significando fracasar, romperse una nave contra los escollos. De ahí pasó por vía de metáfora a significar toda ruina y destrozo irrecuperable. Además del verbo quassare, ahí está el verbo casso, cassare, cassatum, que significa casar (casación), anular, invalidar. En terminología judicial, cassare es anular, casar, invalidar, dejar sin efecto.
Decepción, por otra parte, es la contrariedad o pesar causado por un desengaño. Yo me creía que… pero me he dado cuenta de que…
Citas varias:
Decir esto, claramente es lo más estúpido que a uno se le puede ocurrir.
Lo suyo es decir ¡¡me encanta que los planes salgan bien!! Como Anibal Smith, jefe del Equipo A.
Pues resulta que en el proceso de purificación del alma, vivir una existencia de éxitos, en el extremo puede ser bastante contraproducente, lo que no significa que lo deseable sea fracasar y sufrir. La cosa hay que saber explicarla para que se pueda entender.
Uno de los valores que supuestamente la tribu nos debería enseñar es la capacidad de esfuerzo, y sobre todo la capacidad de encajar los contratiempos e incluso los grandes reveses que nos da la vida. Llámese esto fortaleza, o como ahora se ha dado en llamar, “resiliencia”, la capacidad de aceptar y soportar los resultados de nuestras acciones o de las circunstancias de la vida es uno de los elementos fundamentales que hacen de nuestra vida un valle de lágrimas, o un proceso de aprendizaje que de sentido a nuestra vida.
Esta conocida frase “me gusta que los planes salgan bien”, que siempre decía Anibal Smith al final de cada episodio de la serie El Equipo A, fumándose el puro de la victoria, es muy significativa del íntimo deseo que todos tenemos de que nuestros planes, nuestros proyectos e ideales, más o menos vayan saliendo adelante; no sin esfuerzo, no sin trabajo, no sin dificultades, pero que “al final” las cosas salgan adelante, y lo previsto, lo planeado, pueda ser una realidad a su debido tiempo.
Cuando esto no sucede, cuando fracasamos, y los proyectos se van al traste, sufrimos una profunda decepción que pone en cuestión nada más y nada menos que nuestra propia valía, autoestima y consideración de los demás. Porque cuando las cosas no salen, lo primero que se produce es una búsqueda de responsables y de culpables. A poco que uno esté implicado como la gallina con el huevo, o comprometido, como el cerdo con el bacon, de alguna forma le va a salpicar los fracasos de los planes.
El abismo entre nuestros ideales, convertidos en planes y proyectos, y lo que la realidad nos permite, supone una de las más importantes fuentes de frustración y de infelicidad del ser humano.
Cuando la tensión creativa no consigue superar los problemas y se tiene que rendir a la evidencia de que lo deseado es imposible, y por ello, hemos de echar mano de soltar gas en la tensión emocional, de modo que al rebajarla, es decir, al renunciar a la meta, aceptemos la cruda realidad, entonces, nos vemos incapaces de llevar las cosas adelantes, y decimos, “está bien”, renuncio a este o aquel proyecto”. “Reconozco mi incapacidad para superar las dificultades”, “Admito prescindir de los bienes y servicios que habría conseguido de haber poder alcanzado mi objetivo”.
Baja nuestra validez, nuestra autoestima, y nos arrugamos a una realidad hostil. Terminas por dejar de luchar, y que se hunda el mundo a tu alrededor.
Estamos pues ante la gran problemática de la gestión del fracaso.
El fracaso es una de las más importantes fuentes de decepción, sufrimiento y de angustia, tristeza y apatía que puede soportar el ser humano. Un viejo proverbio bíblico afirma que la sabiduría consiste en saber que es posible y que es imposible y saberlo diferenciar. Luchar por lo posible y aceptar lo que no se puede cambiar. Lo contrario, rendirse ante lo que es posible conseguir, y darse de cabezazos por aquello que es una quimera es de necios. Un necio es aquel que no sabe lo que debería, un terco, un imprudente, un presuntuoso, y alguien que desprecia lo que ignora. La conducta del necio conduce directamente al fracaso. Es la antítesis del sabio y del inteligente.
Pero más allá de comportamientos necios en el extremo, por lo general, nos movemos en un mix de situaciones en las que nos vemos comprometidos con proyectos casi imposibles, pero por causa de nuestra situación laboral o social, no podemos negarnos a trabajar, frente a proyectos que sería tan fácil lograr, pero que por prejuzgar gigantes donde sólo hay molinos, dejamos aparcados, con lo que renunciamos a excelentes oportunidades.
Pero así se escribe la historia.
La palabra “fracaso” es relativamente moderna en nuestra lengua. Se empieza a encontrar un siglo después del descubrimiento de América. No es que antes no se fracasase. Es que al fracaso se le llamaba de otras maneras. La palabra procede del italiano fracassare, que tenía el significado de romperse algo estrepitosamente. Pasó al español para denominar el naufragio (sinc. de navis y frango, frangere fractum) de un barco o de una flota. Fracaso se llamó al destrozo por la tempestad de la Armada Invencible; y siguió significando fracasar, romperse una nave contra los escollos. De ahí pasó por vía de metáfora a significar toda ruina y destrozo irrecuperable. Además del verbo quassare, ahí está el verbo casso, cassare, cassatum, que significa casar (casación), anular, invalidar. En terminología judicial, cassare es anular, casar, invalidar, dejar sin efecto.
Decepción, por otra parte, es la contrariedad o pesar causado por un desengaño. Yo me creía que… pero me he dado cuenta de que…
Citas varias:
- Es raro, muy raro, que nadie caiga en el abismo del desengaño sin haberse acercado voluntariamente a la orilla. Concepción Arenal.
- Un pesimista es un optimista bien informado. Anónimo..
- Un pesimista es un optimista con experiencia. François Truffaut
- Un optimista ve una oportunidad en toda calamidad; un pesimista ve una calamidad en toda oportunidad. Winston Churchill.
- El pesimismo es un asunto de la inteligencia; el optimismo, de la voluntad. Antonio Gramsci.
- Una vida en que no cae una lágrima es como uno de esos desiertos en que no cae una gota de agua: sólo engendran serpientes. Emilio Castelar
- "No es cierto que todo tiempo pasado fue mejor. Lo que pasaba era que los que estaban peor todavía no se habían dado cuenta.".(Quino, Mafalda)
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Cuando las cosas se tuercen, cuando nos enfrentamos a los primeros reveses en nuestra empresa personal, cuando el cansancio y hasta el agotamiento hacen mella en nosotros, corremos el riesgo de que se asiente en nuestro corazón la decepción. Y cuando esto ocurre, se apodera en nosotros una percepción de la realidad como si la línea de no retorno la hubiéramos ya superado, y entonces, entendemos que nuestra meta es inalcanzable, nos decepcionamos, nos desanimamos y terminamos literalmente “tirando la toalla” y diciendo “¿para qué el esfuerzo? Entonces, la tensión creativa que nos había animado a trabajar deja paso a una tensión emocional que llega a hacerse insoportable. En ese momento, dejamos de luchar, damos la empresa por fracasada y abandonamos.
Lo que realmente duele en el alma no es el significado objetivo que pueda tener el fracaso o el desengaño, que cualquier ser inteligente puede comprender a poco que piense un poco. La cuestión radica en la percepción afectiva del fracaso. Va de sentimientos negativos.
Los sentimientos negativos son un auténtico dolor de muelas, porque te generan un malestar interno muy desagradable, que muchas veces somatizamos en algún órgano diana donde se descargan. Así si es el estómago, la persona termina con una úlcera, si el corazón, con taquicardias y palpitaciones; si las arterias, como es mi caso, con tensión alta; si la cabeza, con jaquecas y cefaleas de tensión, etc. Da igual que el problema sea más o menos grave, la cuestión es cómo se vive.
En una ocasión participé en un comentario sobre si los problemas de una persona deficiente mental son mayores o menores de los que pueda tener un Ministro de Hacienda. Y la respuesta, que parecería obvia, sería que el Ministro las tendrá mucho mayores que el deficiente, pero terminó siendo que acaso, las preocupaciones de éste sean mayores que las del Ministro, y no significa que él no las tenga. Pero la cuestión no es medir el cúmulo de problemas de modo objetivo, en cuyo caso hasta la pregunta hecha resulta absurda, sino la percepción subjetiva. Porque nadie diría que perder una rebeca vieja en la lavandería de la residencia sea más grave que el colapso de Lehman Brothers que afectó a la economía del Planeta. Sin embargo, al deficiente le puede quitar el sueño durante un mes, dónde estará la rebeca, y probablemente, sin minorar la gravedad de la situación, lo más seguro es que al Sr. Ministro el colapso bursátil le haya quitado el sueño bastantes noches, aunque habrá sabido encajar el problema.
El problema que se está empezando a detectar es que el enfado y la preocupación por perder una rebeca en la lavandería no es ya cosa de personas deficientes mentales, sino de jóvenes y adultos perfectamente educados y normales. ¿Quién no ha sorprendido a sus hijos ya mayores, por encima de los veinte años enfadarse y discutir porque uno está viendo el partido del domingo y el otro o la otra quiere ver una película de su actor favorito? ¡Qué preocupación tan espantosa es no poder ver el episodio de la serie televisiva, o un Barça - Sevilla! ¡O no poderse comprar una sudadera de marca, como la compañera de instituto! Son auténticos dramas que casi incitan al suicidio. Parece mentira. Pero yendo a situaciones con más calado, tales como los embarazos no deseados, hacen que la Sociedad responda, para que la mujer no se frustre y se tire por la ventana, promulgando una ley donde el producto de la concepción no se considera un ser humano (ya me dirán qué es si no), y por tanto no hay problema en deshacerse de él. O los soldados occidentales que están en misiones militares, que al ver una explosión de una granada que hiere a un compañero, sufren un estrés post traumático de tal calibre, que con veinte años se quedan totalmente incapacitados para tener una vida normal. ¿Qué hubiera ocurrido si los que vivieron la Segunda Guerra Mundial (generación que levantó posteriormente Europa), hubieran respondido psicológicamente de una forma tan débil, sembrando el continente con millones de zombies autistas?
La Resiliencia (del latín “resilio”, volver atrás, recuperarse tras una tensión deformante), es un concepto de la Ingeniería que se define como una magnitud que cuantifica la cantidad de energía por unidad de volumen que absorbe un material al deformarse elásticamente debido a una tensión aplicada. En otras palabras, la resistencia del material a la presión. Pasado el término a la Psicología, se definiría como la capacidad de aquellas personas que, a pesar de nacer y vivir en situaciones de alto riesgo, se desarrollan psicológicamente sanos y exitosos, es decir, la capacidad para resurgir de la adversidad, adaptarse, recuperarse y acceder a una vida significativa y productiva.
La Sociedad actual nos ha abrazado en una burbuja de bienestar tan algodonosa, que en general, la capacidad que tenemos de recuperarnos ante la adversidad es bastante pobre; en muchos casos nula. Además, nos indignamos con Dios por permitir todo tipo de males, tales como el seísmo de Sumatra, o que se me pierda el bolígrafo. Porque todo es una tragedia, a día de hoy.
La capacidad de encajar los problemas va en función de la madurez e inteligencia. Hay muchas definiciones de inteligencia, aunque siempre se ha entendido como la capacidad de pensar, aprender y comprender. Esta última es muy buena y sorprendente: “la capacidad de manejar y gestionar la incertidumbre”.
Esta definición permite comprender por qué las preocupaciones de una persona deficiente o de pocas luces son mucho mayores que las de una persona razonablemente inteligente como un político. Saber manejar la incertidumbre significa no sólo saber escenificar las situaciones, comprender las causas del proceso de desarrollo del problema y sus consecuencias; imaginar las diferentes alternativas de solución y sus correspondientes repercusiones a corto, medio y largo plazo, sino poseer un al menos relativo control sobre los resortes que permiten tomar decisiones. Cuando se posee esto, uno puede triangular su posición respecto del mundo que le rodea, y sabe perfectamente donde está y a dónde ha de ir. Y si tiene restricciones a la decisión, al menos sabe cuáles son y hasta donde alcanza su responsabilidad en todo el problema. Esto tranquiliza al menos y te permite mediante puntos de referencia absolutos, conocer tu posición relativa respecto de todo lo demás. Esto minimiza extraordinariamente la incertidumbre y con ello su manifestación subjetiva, el desasosiego y la preocupación. Y en el extremo, si la cosa sale mal y se cosecha un fracaso, la percepción subjetiva estará filtrada por el razonamiento que permite poner las cosas en su sitio y calibrar tu nivel de responsabilidad y de inocencia. Y la vida sigue. Pero si no se tiene esta capacidad, o uno se ofusca en exceso, las cosas pierden su evidencia y surgen en nosotros multitud de fantasmas, los molinos se convierten en gigantes y nos montamos una película de la de Dios. Lo real se distorsiona en fantasías, obsesiones y distorsiones de la percepción con lo que nos montamos un mundo paralelo con pocas conexiones con lo real. Desconectamos de la realidad y juzgamos lo que pasa según el guión de la película de terror que nos hemos montado. Nos sentimos perseguidos, cuando no es así; nos sentimos subestimados, cuando no es así; nos sentimos despreciados, cuando no; nos sentimos no válidos, cuando no. Y nos defendemos… de “este que es un mal nacido”, cuando no; el otro es un sinvergüenza, cuando no… Etc.
En suma, todo se cuece en nuestro interior, y en nuestra capacidad de metabolizar los “inputs” que nos llegan continuamente.
Y cuando la cosa se escapa de nuestro control, siempre queda gastar el último cartucho; echarle unos rezos a Dios, o a Jesús, o a la Virgen (preferentemente la de mi pueblo, con la que tengo más confianza, porque es la del lugar), o al santo de mi devoción. Estamos ante un Dios que sirve para resolver nuestras cuitas, al que se acude, para conseguir satisfacción de nuestros deseos, tanto los lícitos (no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal, danos el pan de cada día) como nuestros deseos espúreos y antojadizos. Nos hemos aprendido muy bien aquello de “pedid y se os dará”, de modo que la asociación biunívoca de Oración con rezos de súplica es prácticamente generalizada. Es aquello de que nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que no truena.
La gestión de la incertidumbre y del fracaso es una de las potencias más importantes, tanto para encarar la vida de este mundo, como para afrontar la relación con la Divinidad. Porque un planteamiento a nivel de suplicatorio es tan sincero, por una parte, pues arranca de nuestras fatigas en esta vida, como ingenuo, porque revela una fe muy inmadura, muy material, muy centrada en mí y mis problemas. Supone un condicionar la paz interior, y en el extremo, la propia felicidad, a que “nuestros planes salgan bien”. De no ser así, aparte de experimentar la decepción y el desengaño con el mundo, y el enfado porque no nos hace felices, experimentamos la decepción y el desengaño respecto del propio Dios. Es como si Dios rompiera con nuestros contratiempos un pacto tácito de “yo me porto bien, voy a misa, rezo mis oraciones, y Tú me concedes mis peticiones”. Otro ejemplo perfecto de cómo nuestra fe es “tan sincera como ingenua”.
Pero la Vida, que es muy sabia, nos somete con estas cosas a otra dura lección, la que se deriva de ver cómo las cosas pierden su evidencia. Lejos de ser otra guarrada del Altísimo, es lo mejor que nos puede pasar para que dejemos el mundo de la piruleta, donde creemos que las cosas pasan “según yo”, para saber ver que lo que sucede “es lo que ha de ser”.
Saber encajar los fracasos, decimos que supone una cura de humildad, es decir, nos obliga a reconocer que no todo nos sale bien, y sobre todo y darnos cuenta de que no somos tan supremos como pensábamos. Es el camino para saber reconocer nuestras limitaciones, para rendirnos a la evidencia de que controlamos nuestra vida mucho menos de lo que pensábamos. Es un torpedo a nuestra soberbia por debajo de la línea de flotación. El principio de nuestro aprendizaje en ponernos en manos de la Providencia.
Es la Lección número uno.
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