“No tienen vino…”, le dijo María a su hijo, Jesús, en las bodas de Caná. Y convirtió Jesús, el agua en vino.
Sea esta manifestación primera de Jesús, reflejo del especial cuidado que muestra Dios por su mejor invento, el amor entre un hombre y una mujer. Cuando el vino del amor se acaba, los posos, el agua simple, puede ser transformada en vino nuevo de gran aroma y sabor.
Esta es la maravilla, el milagro que Dios obra en el ser humano, mostrando su manifestación en el amor recuperado de un hombre y una mujer que saben superar sus desilusiones.
Escribo esta entrada como una carta dirigida a una pareja, no a una persona individualmente. Porque la aventura del amor, es algo de dos, que grtacias a su amor, consiguen derribar esa barrera de dualidad, para transformarse en un solo corazón.
Todo lo dicho hasta ahora, la humildad, la pobreza, la entereza, la misericordia, etc... tiene en la relación de pareja el mejor exponente de la Divinidad. Por eso, si entre los esposos, entre los amantes, no existe un amor real, ¿qué se nos puede pedir en nuestra relación con los demás, si no sabemos expresar las virtudes del amor en la persona que más amamos en este mundo?
Es en la relación de pareja, donde primero ha de experimentar el ser humano su donación hacoia el otro, la "no dualidad", la fusión de dos almas en un solo corazón. (Ver la página de este blog, "te doy mi vida entera")
La pareja, una aventura desde la afectividad.
Es en la relación de pareja, donde primero ha de experimentar el ser humano su donación hacoia el otro, la "no dualidad", la fusión de dos almas en un solo corazón. (Ver la página de este blog, "te doy mi vida entera")
La pareja, una aventura desde la afectividad.
La relación de pareja, es una aventura de dos personas desde la afectividad. Aunque los psicólogos y entendidos en la materia traten de explicar qué es lo que detona la atracción entre dos personas, y en último extremo, qué despierta lo que suponemos entender como “amor” entre ellas, el hecho cierto es que ninguno de nosotros sabríamos decir, a ciencia cierta, por qué nos hemos enamorado el uno del otro. Surge, sin más.
Es cierto que cuando lo piensas un poco, la respuesta más o menos común es aquella de que nos enamora su persona, reflejada en su cuerpo, en los atractivos sexuales, que nos provoca lo que Ortega y Gasset denomina un incontrolado “embalamiento emocional”, y además, detalles, tales como su sonrisa, su trato afable, su sencillez, su espontaneidad, y así un largo etcétera que tan sólo son atributos que conseguimos ingenuamente identificar como ¿responsables? de una atracción, que en realidad surge sin saber realmente por qué.
La cosa realmente va de sentimientos. Experimentamos al encontrarnos con la persona amada “algo dentro de nosotros que no sabemos lo que es”, y que nos cautiva, nos rinde a sus pies, hasta el punto de desear entregar la vida entera a esa persona. Por eso estáis aquí, y por eso habéis decidido unir vuestras vidas.
Es por eso, que lo primero de lo que debemos ser conscientes es que el amor, a primera vista, es una reacción emocional que nos genera una pasión incontrolable hacia el otro. En realidad el amor en una catarata de sentimientos.
Y los hay de todo tipo, aunque los podríamos agrupar en cuatro categorías, la alegría, la tristeza, el temor y el enfado. El primero, la alegría, agrupa a todos los sentimientos positivos. Los tres siguientes, agrupan a los sentimientos negativos. En la relación de pareja surgen todos. Y no significa que un sentimiento negativo sea eso, negativo, ya que los sentimientos son la consecuencia lógica de la normal convivencia de las personas, donde no todo resulta como a nosotros nos gustaría.
El realidad los sentimientos no son ni buenos ni malos. Sentir ante una situación determinada un sentimiento de enfado o de tristeza ante nuestra persona amada no significa que nuestro amor haya disminuido lo más mínimo. Este es un tremendo error que a todos nos ha hecho caer en actitudes que han precipitado las, por otra parte, normales crisis de pareja; aunque algunas, dejándose llevar de la visceralidad que los sentimientos provocan, dan al traste con su relación.
Ser conscientes de que nuestra relación está fuertemente condicionada por los sentimientos, de lo primero que una pareja debería tomar conciencia es que no puede dejarse arrastrar por el impulso que ellos nos provocan. Y la única forma de poder evitar estas situaciones que nos ponen fuera de control, es aprender a identificarlos, a eliminar los escrúpulos que nos hacen sentirnos culpables por experimentarlos (hablamos de los sentimientos negativos), pero sobre todo, a saber compartirlos con nuestra pareja. Es a esto lo que denominamos “diálogo de pareja”. Esta es la clave de la relación matrimonial.
El conocimiento de uno mismo
La relación de pareja está basada en un profundo conocimiento del otro. Pero este es un proceso lento, y que requiere una tremenda dosis de sinceridad. La vida nos obliga a recubrirnos de sucesivas capas de defensa contra un mundo que nuestros mayores nos advierten que es hostil, de modo que nos vemos obligados a basar las relaciones humanas en la desconfianza, en el supuesto de que el otro nos va a tratar de engañar, porque como diría aquel, “en este mundo todo el mundo va a lo suyo, excepto yo, que voy a lo mío”.
Desde la experiencia que todas las parejas tenemos de cómo hemos evolucionado en este sentido, hemos de reconocer, que desde nuestro primer flechazo hasta la situación en la que nos vemos al decidir unir nuestras vidas de un modo indefinido, en principio, para toda la vida, pasamos, a fuerza de vernos y de convivir, por un lento proceso de conocimiento. Y llegamos a creer o considerar que, tras haber compartido todo tipo de temas de conversación, y de explorar y compartir nuestros cuerpos a todos los niveles, hemos alcanzado un conocimiento del otro, lo suficiente como para creer que hemos logrado eliminar todas las barreras de la desconfianza.
Esto sería cierto, si se cumpliera una premisa, desconocida para casi todos, y es que apenas nos conocemos a nosotros mismos. Somos el fruto por un lado de nuestro carácter genético, que nos viene dado por herencia de nuestros padres, y por la aleatoriedad de la recombinación genética de ambos, pero por otra, somos fruto de la educación. Y es la educación que recibimos, la que genera algo que mucha gente desconoce, y es lo que Buda expresa de la siguiente forma: “yo soy lo que mi pensamiento ha elaborado sobre mí”. Es decir, yo creo ser la idea que me he forjado de mí mismo. Es una idea forjada a lo largo de muchos años de infancia y adolescencia en la que nos hemos visto forzados a tratar de ser aquello que nos permita ser aceptado por los demás. Habitualmente esto lo logamos identificando nuestra mejor cualidad, aquella que los demás nos reconocen como la mejor, por la que nuestros padres nos premian con un regalo, o con un beso, y nuestros familiares con un bonito regalo de reyes o de cumpleaños. Esa cualidad, a fuerza de exagerarla, se convierte en prácticamente en una caricatura de nosotros mismos, en una imagen que siendo verdadera en origen, termina convirtiéndose en una falsedad, en una máscara, en una armadura por la que todos nos admiran, hasta que nos convierte en un ridículo recuerdo de lo que fuimos cuando éramos inocentes. El delicioso librito de Robert Fisher, “el caballero de la armadura oxidada”, es un precioso relato de lo que todos somos, y de cómo liberarnos de esa grotesca imagen de nosotros mismos en lo que la vida nos convierte, a fuerza de exagerar lo que creemos son nuestras mejores cualidades, para ocultar en el fondo nuestra verdadera identidad. Os animamos a que lo leáis con atención, porque pocos autores han sabido describir tan magistralmente el alma humana como en este pequeño libro.
Las consecuencias de nuestra propia ignorancia
Desconocer quiénes somos realmente está en la raíz de todas nuestras desgracias. La imagen que damos a los demás es en el fondo esa armadura que trata de protegernos de ese mundo que nos parece hostil, de modo que incluso con la persona amada, ese recelo no desaparece completamente. Tanto es así, que el mundo nos inunda con una riada de mensajes de tinte sombría en relación con la relación de pareja, reduciendo el amor humano a un sentimiento que en sí mismo es tan voluble como una veleta. Un sentimiento que en el mejor de los casos, los psicólogos reconocen que no dura más allá de los cuatro años de convivencia, y que termina ineludiblemente con una trágica desilusión, a la que muchas veces no sabemos encontrarle salida, y que provoca el cien por cien de las rupturas de las parejas y de los matrimonios. Y si no rompe la relación, la confina a un lánguido estado de entente cordial y de rutinaria convivencia, tanto más cuanto haya hijos por media, a la que ni los deseos más apasionados de revitalizarla por la vía más directa que es la sexualidad consiguen lograrlo.
Esta situación de armisticio afectivo nos lleva a pactar una tibia actitud de vivir como casados, pero con las actitudes de solteros. Es decir, yo hago mi vida y tú la tuya, porque cuando tratamos de profundizar un poco, saltan chispas que nos crispan y volvemos a las peleas y discusiones que tanto daño los hacen. Y esto el mundo lo acepta como rigurosamente normal. Es la vida, decimos, y lo que es una tragedia emocional, la Sociedad nos insta a verlo como algo natural, que el amor surge y se apaga, que no es para siempre, que no es para toda la vida; y si un matrimonio llega a viejo, es porque han sabido amoldarse a una diplomática convivencia, como los erizos, ni contigo ni sin ti, a medio camino entre no tener frío y no pincharnos con nuestras púas.
La única forma de salir de este callejón sin salida es la de tomar conciencia de algo fundamental, que el amor no es un sentimiento, sino una decisión. Esto es sorprendente lo miréis como lo miréis, porque este no es el mensaje de la Sociedad, sino el contrario, El que basa el amor, no en un impulso visceral, sino en una decisión tomada voluntariamente. Es una respuesta consciente, no un impulso inconsciente.
La única forma de hacer sólida y perdurable una relación es tomando conciencia de que el verdadero amor se manifiesta ante las crisis. De hecho, las crisis (de todo tipo), son en el fondo una bendición, porque es la única forma de es estimular nuestra voluntad y nuestra valentía. De las crisis nace la iniciativa de superarlas, o de dejarnos arrastrar por la derrota (sólo los peces muertos nadan a favor de la corriente, dice un viejo refrán veda). Pero quien supera una crisis, se supera a sí mismo, sin quedar superado, afirma Albert Einstein.
Quien atribuye a las crisis sus fracasos y sus penurias, violenta su propia capacidad como ser humano y respeta más a los problemas que a su propia capacidad de superación. La crisis pone a la pareja frente a frente de su propia capacidad para superarse a sí misma. Sin crisis no hay desafíos, y la vida se convierte en una lánguida rutina. La única crisis de las personas y de las parejas es la tragedia de no querer luchar por superarlas.
El amor es por tanto la muestra más evidente de la capacidad de superación del ser humano, y se demuestra realmente ante la adversidad. Lo demás, la fase de romance de una pareja de enamorados, no deja de ser un “estado de estupidez transitoria”, que afortunadamente desaparece con el brutal encontronazo que es la primera crisis matrimonial o de pareja.
Es esto así, de forma que cuando una pareja consigue cerrar un ciclo completo de convivencia, puede enorgullecerse a sí misma de que realmente “se ama”. Y el ciclo consiste en atravesar tres fases muy concretas, el romance (con el viento a favor de los sentimientos positivos de felicidad), la desilusión (con la aparición de los sentimientos negativos que provocan las crisis de relación), y el júbilo (el resultado de haber sabido superar la crisis para volver a disfrutar de un merecido romance).
La superación de las crisis radica en aceptar el duro camino del conocimiento de uno mismo, para ofrecer ese sorprendente descubrimiento al otro, para lograr saber quiénes somos realmente y aceptarnos plenamente. Lo contrario genera desconfianza, rechazo, o como mucho un estado de una tibia tolerancia mutua. “Te soporto”.
La clave de esta superación se denomina “diálogo”.
Nuestra capacidad de escucha
El diálogo entre las personas se basa en dos elementos fundamentales, la capacidad de escucha y la capacidad de confiar en el otro.
Para que exista una conversación, no hace falta ninguna de estos dos requisitos. Para transmitirnos información sobre cómo ha ido el día, o qué pienso sobre la paz mundial, no hace falta nada más que hablemos en mismo idioma para entendernos; Inglés, Español o Francés. Pero esas conversaciones no requieren nada más que no tener timidez de expresar nuestras opiniones, y tener una opinión razonablemente formada sobre los temas de charla.
Pero cuando se trata de compartir al otro nuestro interior, la cosa cambia. El que se lanza a compartirlo, realmente necesita una fuerte dosis de confianza, pero el que la recibe necesita otra no menos fuerte dosis de capacidad de escucha.
Empecemos por la escucha.
Escuchar no es tan sólo enterarnos de lo que el otro nos dice, sino de interiorizarlo, de saber ponernos en su piel, hasta alcanzar una profunda comprensión de cómo se está sintiendo la otra persona al tratar de expresarnos algo tan duro de compartir como una debilidad, un sentimiento negativo del que muchas veces nos sentimos culpables, y que en ocasiones nos salpica esa misma culpabilidad. No es fácil saber escuchar. Lo que sucede habitualmente es que mientras el otro nos habla, nuestro cerebro está simultáneamente elaborando la respuesta, tanto más cuanto lo que nos comparta nos huela a acusación velada de nuestra actitud. Es por eso, que cuando una pareja dialoga, realmente no ha de intercambiar ni opiniones ni juicios de valor, porque eso lo único que precipita es la discusión y al final el conflicto y la crisis, que es en lo que todos terminamos si nos centramos solamente en exponer nuestra particular visión de la situación.
Saber escuchar los sentimientos del otro, sin juzgar, comprendiendo lo difícil que es lanzarse a compartir algo así, es la clave de que al final pueda llegar la reconciliación y el perdón. Y eso exige una dosis, a veces muy alta de voluntad de amar. Pero no queda otra. Todos lo sabemos por propia experiencia.
El riesgo de confiar
Si escuchar supone una actitud valiente y serena, confiar es todavía más valiente. Supone tener fe en el otro; supone arriesgar nuestra propia autoestima y dejársela en bandeja al otro, en la confianza de que me va a aceptar tal cual, en mi desnudez total y en mi debilidad.
Pero confiar supone algo totalmente imprescindible, ser muy consciente de la naturaleza de nuestro mensaje. No podemos confiar que el otro nos acoja, si lo que lanzamos es una acusación, una imputación incriminatoria, tal que al otro le ponga contra las cuerdas y a la defensiva. Es por ello que la condición fundamental para que el diálogo pueda surgir es que los dos de la pareja sean conscientes de que lo que se confía y se ha de acoger con espíritu de escucha es una serie de sentimientos que una determinada situación nos general.
Compartir los sentimientos a nivel consciente tiene el fabuloso beneficio de que los dos saben que están compartiendo algo donde los juicios y las imputaciones aún no han envenenado el diálogo, por lo que el diálogo es sincero, porque compartimos lo más profundo que surge en nosotros. Si esto se consigue, y nuestra mente no nos juega una mala pasada incordiando el compartir con interpretaciones de valor, entonces la vía para solucionar el problema quedará expedita. Si no, si nos deslizamos en el resbaladizo terreno de los juicios “porque tú”, “porque yo”, más vale dejarlo, porque no habremos resuelto nada. El que debía haber confiado habrá salido herido y desengañado, y el que debía haber escuchado sólo se habrá limitado a rechazar con contra argumentos lo que debería haber sido una sincera manifestación de sentimientos.
Si el compartir de sentimientos tiene éxito, entonces ambos sabrán lo que fluye realmente por el interior más íntimo del otro, y estará abonado en terreno para resolver con amor la situación.
El plan de Dios para la pareja
Lo que hemos tratado de expresar hasta ahora es la lógica del amor. Es una lógica que a juzgar por los lamentables resultados que obtenemos en nuestras relaciones humanas, lo único que ello nos demuestra es que vivimos encerrados en nosotros mismos, y nuestra capacidad de amar no rebasa las situaciones en las que el amor es una expresión de un sentimiento positivo de alegría y placer, pero que se desvanece cuando las lógicas dificultades que encierra la convivencia salen a la luz.
Los seres humanos en relación a todo esto del amor, nos hemos dividido en dos grandes grupos, los que sentimos la presencia de la divina realidad en nuestras vidas y los que no. Es la diferencia entre los que consideramos la vida como un don sagrado y los que la consideramos un azar del devenir de una naturaleza caprichosa, que nos ha situado en este mundo sin saber muy bien por qué.
No obstante consideremos o veamos la vida de una forma o de otra, fruto muchas veces de la educación recibida o de las experiencias que cada cual haya vivido, el hecho cierto es que todos consideramos el amor como uno de los motores fundamentales de la vida humana, por no decir, el fundamental, pues como diría Gandhi, ““la ley que rige la Humanidad es el amor. Si la violencia nos hubiera regido, nos habríamos extinguido hace muchísimo tiempo”. Esta sentencia, que a alguno nos puede sorprender, tal y como están las cosas, es un hecho innegable, con independencia de los avatares que la vida nos depara.
Pues bien, los que vivimos la vida como algo sagrado, sentimos que el amor es la expresión de Dios en nuestra vida. Los que viven la vida como una serie de acontecimientos al azar, y al amor como fruto de la actividad neuronal y de los neuropéptidos de nuestro sistema endocrino, pues lógicamente no ven a Dios por ninguna parte, y con esa perspectiva viven su vida.
Para los segundos, a la vida hay que descubrirle su gracia, y en eso la capacidad de inventiva del ser humano no tiene límites, pero más tarde o más temprano, hay un concepto que se planta frente a nosotros, para el que no hay respuesta, la Eternidad. De modo que en lo profundo, la vida no deja de ser una broma de mal gusto.
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Para los primeros, Dios da el sentido total y completo de nuestra vida que es disfrutada como experiencia de la presencia de Dios en nosotros. Esta vivencia supone encontrarle un sentido auténticamente sagrado. Es ver cómo Dios, manifestado en nosotros como el amor que experimentamos en nosotros y derramamos a los demás, realmente tiene un plan para nosotros; plan que lo podemos aceptar o no. En esto consiste el libre albedrío.
Para los primeros, Dios da el sentido total y completo de nuestra vida que es disfrutada como experiencia de la presencia de Dios en nosotros. Esta vivencia supone encontrarle un sentido auténticamente sagrado. Es ver cómo Dios, manifestado en nosotros como el amor que experimentamos en nosotros y derramamos a los demás, realmente tiene un plan para nosotros; plan que lo podemos aceptar o no. En esto consiste el libre albedrío.
Dios tiene un plan para cada uno de nosotros como persona. Pero en la pareja, ese plan es conjunto para los dos. Ver nuestra vida de pareja como el plan que Dios tiene para nosotros dos, nos abre un horizonte ilimitado, donde lo que hemos explicado anteriormente, pasa de una simple lógica humana, para convertirse en la expresión del amor de Dios en nuestra vida juntos. Esto se traduce en una toma de conciencia definitiva: Dios sueña para nosotros una vida íntima y responsable, donde el amor no es la consecuencia que sentir cómo tú me haces feliz, sino el deseo, la donación de mi ser, porque mi sueño es hacerte feliz a ti. Eso es amor, donación total del uno para el otro. Es ser consciente de mi deseo de darte mi vida entera, sin paliativo.
Desde esta perspectiva adquiere todo el sentido lo que de denomina “la Carta Magna del Amor”, escrita por San Pablo en la primera carta a los corintios, capítulo 13. Si no tengo amor nada soy, aunque pudiera entregar mi vida, aunque hablara todas las lenguas. Porque el amor lo perdona todo, es paciente, es servicial, es humilde, es misericordioso. Porque el amor que recibimos de Dios va más allá de la capacidad natural del ser humano para amar. Es algo que sobrepasa y que nos convierte en seres eternos, en la misma esencia que nuestro Padre celestial.
Y ese es el ideal del amor humano, visto desde la perspectiva de los que creemos en Dios, en un Dios que es Padre, y se hace presente en nuestras vidas en cada momento, en cada acontecimiento, en cada instante.
Nuestro matrimonio como sacramento.
Cuando vivimos nuestro matrimonio siendo conscientes de que nuestro amor es la manifestación de Dios en nuestras vidas, y a su vez nosotros, como matrimonio, somos conscientes de que somos la manifestación de Dios ante los demás, es cuando nuestra relación de pareja, e incluso, nuestros hijos somos la donación que hacemos de nuestro amor al mundo, adquiere una dimensión sagrada, se convierte en un signo sagrado, en una manifestación del Dios al mundo.
Esto convierte nuestro matrimonio en un “sacramento”, un signo sagrado, una manifestación del amor de Dios al mundo.
Es así de sencillo de comprender con el corazón, con el alma, aunque la mente se quede rascándose la cabeza, tratando de encajar los ritos católicos con esta verdad espiritual.
Esta meditación nos introduce en un lenguaje que está más allá de las cosas, más allá de los trajines de este mundo, incluida la ceremonia de la boda, que la mayoría de la gente asocia con eso de casarse por la Iglesia.
Aquí es donde se produce la gran ceremonia de la confusión.
Si una pareja lee esta carta y admite la ilación de la meditación de cada uno de los epígrafes anteriores al referido al plan de Dios para la pareja, pero en esta se encasquilla y no comprende lo que significa que Dios esté presente en sus vidas, entonces, no merece la pena seguir leyendo, y por supuesto, la ceremonia de una boda católica será una gran impostura. En este caso, es mucho más honesto casarse por lo civil; es legal y totalmente admisible en la sociedad.
Pero si la presencia de Dios en nuestras vidas tiene sentido, entonces eso de casarse por la Iglesia adquiere todo el sentido también. Pero tenemos que hacer el esfuerzo de comprender qué pinta la Iglesia, católica en nuestro caso, en todo esto.
La práctica es que a fuerza de banalizar la fe, los propios católicos nos hemos dividido en dos conjuntos que sólo refleja la inconsistencia de una fe popular basada tan sólo en rituales. Somos los católicos practicantes (los que vamos a misa los domingos), y los no practicantes, a los que les caen mal los curas y los obispos.
Los católicos no practicantes en realidad no son nada salvo personas que tiene una partida de bautismo en una iglesia de la que ni se acuerdan. Los católicos practicantes son los que practican una religión como la del joven rico, que se presentó a Jesús para preguntarle que tenía que hacer además de cumplir los preceptos de la Torá (de la Iglesia en nuestro caso).
El las bodas católicas, el riesgo de que todo quede en un costosísimo acto social es extremadamente alto, tanto si se es un católico practicante como no practicante. Porque lo que da sentido al matrimonio católico como sacramento, no es la pomposa ceremonia religiosa, sino la toma total y absoluta de conciencia de que la pareja vive un amor sagrado, capaz de aportar todos los valores que hemos referido sobre todo en los momentos difíciles, en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las penas, en la riqueza y en la pobreza.
Que una pareja reconozca profundamente el amor de Dios en sus vidas, tanto personal como conyugal, de modo que sienta, perciba cómo ambos son expresión de Dios a los hombres, es lo que les convierte en sacramento del amor de Dios. Porque el sacramento comienza para los católicos con la ceremonia, ciertamente, pero se convierte en un continuo presente vivido en cada momento de nuestras vidas. Nos convierte en páginas vivas del Evangelio ante los demás, ante mucha gente para los que nuestra pareja será la única página que puedan leer del Evangelio de Jesús.
Esta evidencia, esta realidad es la que nos convierte en cristianos auténticos, aquellos que aceptan ese pequeño matiz que Jesús le propuso al joven rico, y que éste, temeroso de las riquezas a las que tenía que renunciar, se volvió triste a sus asuntos y negocios.
Si esta reflexión tiene sentido para una pareja, entonces todo lo demás relacionado con las expresiones de tipo litúrgico tienen sentido, y todo lo que la Iglesia católica expresa en la doctrina y en la predicación de los sacerdotes tiene también todo el sentido. Pero si no, plantearse casarse por el rito católico no procede.
Conclusión
Este es nuestro modo de vivir como personas y como pareja, así como padres de familia.
Así lo hemos recibido, lo hemos experimentado en nuestra vida, y así os lo trasmitimos, en un intento de que, algo quede en vuestro corazón que os permita, si queréis, hacerle un sitio de honor a Dios en vuestras vidas, de modo lo que os queda por vivir, sea un gran acontecimiento de una nueva realidad donde la Divinidad inunda todos los poros de vuestro corazón.
Que así sea.
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