¿Vives o has vivido en un país, región o zona geográfica donde el clima sea templado, lluvioso y con una muy abundante cantidad de días nublados, donde se pasan meses sin ver el sol? En cualquier caso, imagínate un país donde jamás despeja, y lo habitual es vivir envuelto en la niebla, bruma, o como mucho con el cielo cubierto completamente de nubes. La cuestión es que los habitantes de ese país, no ven jamás el sol. Saben de su existencia, porque se imaginan que si hay día y noche, será porque alguna luminaria sale y se pone cada doce horas, más o menos.
Uno se acostumbra a vivir así, a la larga, de modo que ya ni se hace cuentas de que el sol sale y se pone. Es lo normal vivir permanentemente en la bruma.
Si alguno más o menos lanzado, decide subir los montes colindantes, a riesgo de su vida, porque muchos dicen que con la niebla uno se pierde y jamás encuentra el camino de regreso, y despreciando el riesgo decide subir, a ver si hay suerte y consigue perforar las nubes para encontrar ese sol que las crónicas de los antiguos dicen que existe y da la luz. Si al final consigue subir y alcanzar altura suficiente para ver el cielo azul, verá el sol por primera vez.
Imagínate el estremecimiento que una persona puede sentir ante un espectáculo como ese, si jamás antes ha logrado ver la luz del sol.
El nacimiento de Jesús del seno de María, del seno de nuestra alma es exactamente eso, como descubrir la luz del sol por primera vez en nuestra vida.
Vivimos habitualmente en la bruma, en la Nube del desconocer, un romance de autor desconocido que simboliza esa barrera que separa el alma de la Divina Realidad, esa nube de desconocimiento imposible de perforar, porque nuestra mente no está diseñada para imaginar a Dios.
Con el lastre cultural que arrastramos los cristianos, te propongo el siguiente ejercicio. ¿Cuál es el primer sentimiento que experimentas, al pronunciar la palabra “Dios”?
Este ejercicio nos lo propuso un entrañable amigo nuestro, sacerdote, en un seminario de Encuentro Matrimonial que vivimos hace años mi esposa Paloma y yo, denominado “Presencia”. La respuesta del común de la gente fue como poco de temor, si no de miedo. De verdad, créeme. Luego, dos segundos más tarde, la mente entra en acción y aporta la carga doctrinal correspondiente para matizar ese temor y neutralizarlo, más o menos con el consabido Dios es amor, y etc, etc. Pero lo que vale es el primer sentimiento.
Esto sucede cuando uno vive permanentemente sometido a las inclemencias del tiempo, un tiempo desapacible, lluvioso, con tormentas, y donde jamás despeja para poder ver el sol. Para esa pobre gente, el sol no existe, o si existe, como si no existiera, “para el caso que nos hace…”; acaso le digan los educadores que está ahí y que da calor, pero el hecho cierto es que “no me cuentes milongas”, que lo que yo percibo es la lluvia, la nieve, el frío y demás inclemencias. Como “Dios” es lo que está arriba, y lo que yo recibo de arriba es todo menos luz y calor, para el común de las gentes, el primer sentimiento que experimenta cuando suena la palabra Dios es temor, miedo, recelo, castigo.
La única forma de desterrar ese sentimiento, por no decir “ese resentimiento”, es lograr perforar esa tremenda nube del desconocer que nos atenaza, que nos mantiene esclavos de una situación ciertamente horrenda, donde las invocaciones al Altísimo más van dirigidas a que no se ensañe con nosotros a fuerza de desgracias. Puro cristianismo veterotestamentario, como dijimos en la entrada 48 al hablar de la Medicina del Alma al estilo antiguo testamento.
Pero para eso hay que volver a nacer; somos árboles demasiado retorcidos y esclerosados por el tiempo y las adversidades, como para que de la noche a la mañana el cielo despeje y decidamos que “hoy vamos a ser felices y vamos a contemplar el sol”, que por cierto es el mensaje navideño, “sean ahora felices, reúnanse en familia, gástense la paga en regalos, y tras desearse felices fiestas y próspero año nuevo, el día veintiséis, disuélvanse”.
Y volver a nacer supone una transformación tan profunda, que nadie lo puede realizar por sus propias fuerzas. Así que para empezar, no importa que el pesebre de nuestro corazón esté sucio, digamos que muy sucio. Con un poco de paja fresca y un buey que de calor al Niño, es suficiente. O sea, con un poco de buena voluntad, con el deseo sincero de, reconociéndonos enfermos, digamos al Médico del Alma, Señor, cúrame de mi ceguera, de mi enfermedad, es suficiente. Pero eso sí, no podemos ir con Dios de farol.
Mientras el esfuerzo es exclusivamente personal, control mental, técnicas de auto dominio, etc, mal asunto. Esto es lo que nos vende la New Age, y no conduce a ninguna parte salvo a una mejora moderada de la propia autoestima, y algo de paz interior que se solivianta con el primer contratiempo serio que suframos. No somos nosotros los que buscamos a Dios, es Él el que sale al encuentro, el que llama a nuestra puerta, el que nos visita, como visitó el ángel a María. Nosotros sólo tenemos que decir “Sí”.
No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. (Jn 15, 16)
Presencia
El nacimiento de Jesús en nuestra alma supone experimentar la presencia de Dios en nuestra vida.
¿Por qué hacemos prácticas religiosas? ¿Por qué asistimos a actos de culto, rezamos oraciones y hacemos actos de piedad? Por la sencilla razón de que lo normal en nuestra vida es que estemos ocupados con nuestros asuntos, el trabajo, la familia, el ocio, asuntos varios que acaparan la práctica totalidad del tiempo de vigilia (el que no pasamos dormidos). La norma nos dice que debemos centrar nuestra mente y espíritu en Dios en determinados momentos del día o de la semana. Así se recomienda rezar por la mañana y por la noche, asistir a misa, un rosario de vez en cuando, y así una serie de buenas costumbres que hacen que “de vez en cuando” nos acordemos de Dios o de la Virgen. Practicas todas ellas para intentar que en algún momento Dios se haga presente. Terminada la jaculatoria o el rosario o la misa, volvemos a nuestros asuntos, el ama vuelve a dormirse y hasta la próxima vez.
Los consagrados asumen la obligación de rezar la liturgia de las horas, un devocionario católico que aplica el rezo de laudes a las 6 de la mañana o al amanecer, tercia a las 9, sexta a las 12, nona a las 3 de la tarde, vísperas a las 6 de la tarde o al anochecer, completas al acostarse, y en algunas congregaciones, maitines a media noche, lo que obliga a interrumpir el sueño nocturno.
Con este ritmo de oración, la presencia de Dios en uno, se incrementa notablemente.
En parte el esfuerzo personal, en parte la acción directa del Espíritu Santo en nosotros, el caso es que en un momento determinado, la persona siente y percibe cómo pasa de acordarse de Dios durante los rezos y actos de culto, para experimentar que permanentemente, constantemente, Dios está presente en su vida de todos los días, a lo largo de las horas y de los minutos.
A partir de ese momento, la toma de plena consciencia de Dios, del Eterno, de la Divina Realidad en todo momento hace que el alma experimente esa fusión, esa unidad con Él. Es un estado en el que no hacen ya falta recitar jaculatorias y rezar oraciones predefinidas. Porque simplemente Es, Está en ti, y aunque los trabajos cotidianos te impiden mirar al sol a la cara (además de que es imposible soportar su mirada, como es imposible mirar directamente al sol sin quedarse ciego), sin embargo sientes la cálida envoltura de su luz y su calor. Ese sentir la cálida envoltura del calor, de abrigo de Dios, se traduce en la vida diaria (hablo por mí mismo), en una diría yo que “extraña paz”, una serenidad permanente, a pesar de los avatares de la vida cotidiana. Es un saber que estás en brazos del Padre, que Él te cuida y te ama intensamente. Te sientes protegido, envuelto con sus manos. Y sobre todo, empiezas a comprender qué significa “la voluntad de Dios”, absolutamente nada que ver con cómo la entiende el común de las gentes.
Hoy es Nochebuena. Celebramos los cristianos el nacimiento de Jesús del seno de María.
Supongamos por un solo instante que lo que sucede es nuestro nacimiento en Él.
En realidad no nace Él en ti (siempre ha estado contigo, dentro de ti; otra cosa es que tú no te hayas coscado), sino que tú naces en Él, es decir tomas literalmente consciencia de Su presencia en ti, Dios se hace presente. (Jn 3, 5). Y eso, aunque te quedes asombrado como Nicodemo. ¿Cómo puede ser eso?
En realidad el “Sí, hágase en mí” de María es tu propio renacimiento a una nueva vida, la vida del Reino de Dios. Cuando te das cuenta, eres consciente de lo que ello supone, ya nadie te tiene que decirlo, porque eres tú el que “vendes todo lo que tienes, tomas tu cruz y le sigues” (parábola de la perla o del tesoro escondido).
Mientras esa presencia no se experimenta, decir "presencia de Dios" es simplemente una idea teológica, académica, doctrinal, argumento para las homilías, pero nada más; útil para hacer una tesis doctoral y sacar "cum laude", pero nada más.
Mientras esa presencia no se experimente, no suceda en tu interior, año tras año oirás la misma tan dulce como lejana música celestial (hasta celebrarás la misa del gallo), que asociarás al consabido y comercial “espíritu navideño” tan al gusto de Santa Claus, pero tan ajena a lo que sucedió y sucede en el pesebre de Belén (en tu alma dormida, en ti). Y así, el 7 de Enero volver a tus asuntos. “Mañana (la próxima Navidad) le abriremos, para lo mismo responder mañana (la próxima Navidad)”.
Pero si tu “Sí” es cierto y veraz, como el de María, si te sientes como el recién nacido en las manos del Padre, a partir de aquí, nadie te puede contar qué es Dios, porque tú le habrás experimentado, y le sentirás contigo permanentemente, continuamente, en todo momento, de día y de noche, reces o no reces, porque esa presencia se llama "oración".
Esa nueva vida se llama “Presencia de Dios”, o “Estado de Oración”.
Feliz Nochebuena, feliz Nueva Vida, feliz Navidad, amig@.
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