Terapia para una enfermedad hereditaria
Queridos amigos, llegados a este punto de nuestra aventura, creo que estamos en disposición ya de conocer, en términos generales, en qué consiste el proceso de transformación integral del ser humano, cuál es el tratamiento para nuestra hereditaria enfermedad denominada Egolatría, Síndrome de Adán y Eva, o también “pecado original”.
Es ya el momento de saber de qué nos ha salvado Jesús de Nazareth en la aventura de la Redención.
Es ya momento de saber en qué va a consistir el proceso terapéutico al que debemos ser sometidos.
La divina terapia en un, digamos, 80% es pasiva, es decir, será aplicada en nosotros, sin que nosotros podamos hacer nada, sin que nosotros podamos contribuir activamente a su efectividad. Pero el 20% previo, si es activo, sí requiere de nuestro esfuerzo personal. El 20% activo del proceso es lo que habitualmente denominamos “ascética”, que viene del griego “askeetees”, el que se ejercita, el que se entrena, el atleta. El 80% pasivo se denomina “mística”, que también procede del griego “mystikos”, misterio.
La ascética, o parte activa, es nuestra parte del trato con Dios, lo que puedo poner yo. La mística es Su parte, lo que pone Él. Lo del 80% y 20%, es una proporción paretiana, para acordarnos, porque en realidad la proporción de ascética vs mística no supera el 1/100, lo que decía Jesús, el ciento por uno. Tú pones uno y Él te da cien.
En ese uno por ciento, el alma, principalmente lo que pone es, primero el reconocimiento de su lamentable situación, el reconocimiento de su enfermedad. El que no se reconoce enfermo, jamás admitirá que lo está y no creerá que sea necesario someterse a un proceso terapéutico. Lo segundo es reconocer la etiología de la enfermedad. El germen de nuestro mal lo llevamos dentro, en nuestros genes, forma parte de nosotros desde nuestra concepción. Venimos así de fábrica, es un mal hereditario.
En este sentido, la tradición cristiana habla de las tentaciones del demonio, y nuestra debilidad ante ellas. Es decir, es como si algo malvado, ajeno a nosotros, nos impulsara a pecar, cuando la auténtica realidad es que somos nosotros mismos, nuestra propia naturaleza la que nos induce a ella. Somos seres duales, constituidos, aparte de por un cuerpo, una Unidad de Carbono, por un “yo” ficticio producto de la mente y un “Yo Real” nuestra divina realidad dormida, el Alma. Esta dualidad es absolutamente trascendental tenerla diáfanamente clara, porque en ella radica todo el proceso, tanto de la ascética como de la mística.
La terapia que Dios ha de aplicar en nosotros es una terapia génica, en el origen de nuestra esencia, en nuestros genes. Una terapia de esta magnitud, a la fuerza va a resultar un proceso de total transformación, donde entrará un ser enfermo, y saldrá simplemente “otra cosa”, otro ser, que nada tendrá que ver con el que entró. No será una limpieza de suciedad, como un coche embarrado que entra por el túnel de lavado y sale reluciente, no, simplemente entrará un ser que en el proceso desaparecerá, para salir por el otro lado algo, alguien absolutamente nuevo. Teresa de Jesús lo asemeja magistralmente a la metamorfosis del gusano de seda, entra en el proceso un gusano, para transformarse y salir al final una blanca mariposa, “la mariposica”.
Esta terapia que será capaz de transformar el gusano en blanca mariposa, recibe un nombre, “Oración”.
Oración
La Oración como concepto no es difícil de definir, pues simplemente consiste en “vivir en presencia de Dios”. Si repasáis la entrada 50, “Presencia”, ahí está explicado. Solamente que no hago referencia a la Oración como concepto, pero vivir en Presencia, eso es orar.
La Oración es la actitud que permite al alma, al espíritu despertar y ponerse en comunicación con Dios. Es la base, la clave de la Vía Directa, de la terapia génica. Así como es la base, la clave de la Vida Interior. Decir Vida Interior es decir Oración. Y hablar de Oración es hablar de Vida Interior. No existe la una sin la otra.
Sin Oración no existe relación alguna con Dios, todos los canales están cerrados. Sin Oración, sólo existe lo que sucede dentro del confinador (Ver Entrada 27.- Teoría del confinador). Por eso, el camino que conduce hacia Dios, hacia la Divina Realidad es el camino de la Oración. Aunque en realidad no hay tal camino, sino que lo que se produce no es otra cosa que la apertura de puertas, de telones que nos permiten descubrir lo que existe delante de nuestras narices, y que no hemos tenido conciencia hasta ahora. La alegoría del Castillo Interior de Teresa de Jesús, obedece más fielmente a la realidad del proceso que experimenta la persona, porque no hay que ir a ninguna parte, aunque como símil sea útil, sino que hay que descubrir los secretos de nuestra propia casa, de nuestro propio Palacio, donde Dios habita, de lo que nosotros no teníamos ni noticia.
Orar no es exactamente lo mismo que rezar
Y ahora viene un tema de profunda confusión. La inmensa mayoría de los creyentes, el común de las gentes, confunde lastimosamente rezar con orar, la Oración con los rezos. Según esta penosa confusión, asimilan orar a sólo rezar un rosario, una jaculatoria, una novena o leer laudes o ir a misa. El error, el tremendo error no es que crean que esto es orar (que lo es, eso sí, según y cómo), sino que la Oración comienza y termina (sobre todo “termina”) con estas prácticas religiosas. El error es creer que la Oración es exclusivamente “ritualismo”. El error es creer que con frecuentar los sacramentos hemos cumplido, como si el simple hecho de recibir la sagrada forma o confesar los pecados tuviera un efecto mágico, y las frases absolutorias del cura tuvieran el efecto similar al de un conjuro. Lo del propósito de la enmienda, como cualquier frase hecha termina siendo eso, una frase hecha, sin valor postal.
Pero cuidado. Lejos de mí subestimar la religiosidad de las gentes. A lo que me refiero es al hecho de que parece como si los pastores de la Iglesia actuaran respecto al estímulo de las prácticas religiosas de carácter ritual como sí la vida de fe se centrara casi exclusivamente en estas prácticas y concentraran en los creyentes el interés casi exclusivo en la ritualidad, como si sólo ella tuviera los efectos suficientes y necesarios como para “garantizar la salvación”, que parece que de eso va el empeño.
Para explicar esto mejor, voy a echar mano de un texto sagrado hindú, pues me da la sensación que ellos, los hindúes tienen más claro esto, que los propios cristianos. Según el Bhagavad Gita, el culto exotérico (que ven los demás), encierra un oculto deseo de éxito mundano en quien lo practica (para ser visto y admirado por su piedad). Nadie ve al que ora en su estancia a solas (por lo que no puede ser admirado), pero todo el mundo ve el que va al frente de las procesiones y participa en las solemnidades ocupando los primeros puestos (y puede serlo). Casualmente es lo mismo que Jesús advierte con el modo de rezar del fariseo y el publicano. (Lc 18, 10-13)
Sigue diciendo el Bhagavad Gita, que hay cuatro tipos de adoradores de Dios a saber: el cansado del mundo, el que busca conocimiento, el que busca felicidad y el hombre que alcanza el discernimiento espiritual. Este último es el mejor, porque no está embotado por deseos mundanos (que los demás tienen).
La práctica constante de ritos sacramentales con fe y devoción producen en la persona efectos duraderos en algo que no es ni su mente ni su cerebro, como un vórtice que comunica con una realidad inmaterial “allá fuera” (o “allá dentro”), distinto de algo generado por la propia imaginación y por algo que responde a las plegarias. Se puede pensar en los devas (deidades locales hindúes), o dioses locales (vírgenes y santos cristianos) que centran la fe de las gentes sencillas.
También se confunde frecuentemente la Oración con la petición de favores a Dios y a toda la corte celestial. Cierto es que los humanos somos seres muy necesitados de casi todo, pero partiendo de esta realidad, hemos centrado nuestras peticiones a Dios en aquello que son nuestros deseos de que las cosas nos salgan bien, En este sentido, uno de los objetivos de la Vida Interior y de la Oración es la gestión del fracaso, término que ahora se denomina “resiliencia” o de cómo afrontar la adversidad. Hablaremos de ello en próximas entradas.
Para afrontar el proceso de la Oración con amplitud de miras, sin lastres que nos lo condicionen, es absolutamente necesario “desaprender” cautelarmente y de modo temporal, todo lo aprendido en la catequesis y desmitificar los mitos que nos han enseñado, para conseguir desplazar el centro de gravedad de nuestra vida religiosa, de los mitos, creencias y prácticas rituales, las católicas incluidas (herencia ancestral de ritos atávicos que se pierden en la noche de los tiempos), para centrarnos en la “espiritualidad”, que es simple y llanamente la vía directa de la relación del ser humano con la Divina Realidad. Es lo que vimos al abordar el espinoso asunto del “Sueño del Planeta” (Entradas 24 y 25) y el derecho a poder poner en tela de juicio todo lo aprendido, no con intención de desecharlo, sino de hacerlo nuestro de verdad, en su caso.
Queridos amigos, llegados a este punto de nuestra aventura, creo que estamos en disposición ya de conocer, en términos generales, en qué consiste el proceso de transformación integral del ser humano, cuál es el tratamiento para nuestra hereditaria enfermedad denominada Egolatría, Síndrome de Adán y Eva, o también “pecado original”.
Es ya el momento de saber de qué nos ha salvado Jesús de Nazareth en la aventura de la Redención.
Es ya momento de saber en qué va a consistir el proceso terapéutico al que debemos ser sometidos.
La divina terapia en un, digamos, 80% es pasiva, es decir, será aplicada en nosotros, sin que nosotros podamos hacer nada, sin que nosotros podamos contribuir activamente a su efectividad. Pero el 20% previo, si es activo, sí requiere de nuestro esfuerzo personal. El 20% activo del proceso es lo que habitualmente denominamos “ascética”, que viene del griego “askeetees”, el que se ejercita, el que se entrena, el atleta. El 80% pasivo se denomina “mística”, que también procede del griego “mystikos”, misterio.
La ascética, o parte activa, es nuestra parte del trato con Dios, lo que puedo poner yo. La mística es Su parte, lo que pone Él. Lo del 80% y 20%, es una proporción paretiana, para acordarnos, porque en realidad la proporción de ascética vs mística no supera el 1/100, lo que decía Jesús, el ciento por uno. Tú pones uno y Él te da cien.
En ese uno por ciento, el alma, principalmente lo que pone es, primero el reconocimiento de su lamentable situación, el reconocimiento de su enfermedad. El que no se reconoce enfermo, jamás admitirá que lo está y no creerá que sea necesario someterse a un proceso terapéutico. Lo segundo es reconocer la etiología de la enfermedad. El germen de nuestro mal lo llevamos dentro, en nuestros genes, forma parte de nosotros desde nuestra concepción. Venimos así de fábrica, es un mal hereditario.
En este sentido, la tradición cristiana habla de las tentaciones del demonio, y nuestra debilidad ante ellas. Es decir, es como si algo malvado, ajeno a nosotros, nos impulsara a pecar, cuando la auténtica realidad es que somos nosotros mismos, nuestra propia naturaleza la que nos induce a ella. Somos seres duales, constituidos, aparte de por un cuerpo, una Unidad de Carbono, por un “yo” ficticio producto de la mente y un “Yo Real” nuestra divina realidad dormida, el Alma. Esta dualidad es absolutamente trascendental tenerla diáfanamente clara, porque en ella radica todo el proceso, tanto de la ascética como de la mística.
La terapia que Dios ha de aplicar en nosotros es una terapia génica, en el origen de nuestra esencia, en nuestros genes. Una terapia de esta magnitud, a la fuerza va a resultar un proceso de total transformación, donde entrará un ser enfermo, y saldrá simplemente “otra cosa”, otro ser, que nada tendrá que ver con el que entró. No será una limpieza de suciedad, como un coche embarrado que entra por el túnel de lavado y sale reluciente, no, simplemente entrará un ser que en el proceso desaparecerá, para salir por el otro lado algo, alguien absolutamente nuevo. Teresa de Jesús lo asemeja magistralmente a la metamorfosis del gusano de seda, entra en el proceso un gusano, para transformarse y salir al final una blanca mariposa, “la mariposica”.
Esta terapia que será capaz de transformar el gusano en blanca mariposa, recibe un nombre, “Oración”.
Oración
La Oración como concepto no es difícil de definir, pues simplemente consiste en “vivir en presencia de Dios”. Si repasáis la entrada 50, “Presencia”, ahí está explicado. Solamente que no hago referencia a la Oración como concepto, pero vivir en Presencia, eso es orar.
La Oración es la actitud que permite al alma, al espíritu despertar y ponerse en comunicación con Dios. Es la base, la clave de la Vía Directa, de la terapia génica. Así como es la base, la clave de la Vida Interior. Decir Vida Interior es decir Oración. Y hablar de Oración es hablar de Vida Interior. No existe la una sin la otra.
Sin Oración no existe relación alguna con Dios, todos los canales están cerrados. Sin Oración, sólo existe lo que sucede dentro del confinador (Ver Entrada 27.- Teoría del confinador). Por eso, el camino que conduce hacia Dios, hacia la Divina Realidad es el camino de la Oración. Aunque en realidad no hay tal camino, sino que lo que se produce no es otra cosa que la apertura de puertas, de telones que nos permiten descubrir lo que existe delante de nuestras narices, y que no hemos tenido conciencia hasta ahora. La alegoría del Castillo Interior de Teresa de Jesús, obedece más fielmente a la realidad del proceso que experimenta la persona, porque no hay que ir a ninguna parte, aunque como símil sea útil, sino que hay que descubrir los secretos de nuestra propia casa, de nuestro propio Palacio, donde Dios habita, de lo que nosotros no teníamos ni noticia.
Orar no es exactamente lo mismo que rezar
Y ahora viene un tema de profunda confusión. La inmensa mayoría de los creyentes, el común de las gentes, confunde lastimosamente rezar con orar, la Oración con los rezos. Según esta penosa confusión, asimilan orar a sólo rezar un rosario, una jaculatoria, una novena o leer laudes o ir a misa. El error, el tremendo error no es que crean que esto es orar (que lo es, eso sí, según y cómo), sino que la Oración comienza y termina (sobre todo “termina”) con estas prácticas religiosas. El error es creer que la Oración es exclusivamente “ritualismo”. El error es creer que con frecuentar los sacramentos hemos cumplido, como si el simple hecho de recibir la sagrada forma o confesar los pecados tuviera un efecto mágico, y las frases absolutorias del cura tuvieran el efecto similar al de un conjuro. Lo del propósito de la enmienda, como cualquier frase hecha termina siendo eso, una frase hecha, sin valor postal.
Pero cuidado. Lejos de mí subestimar la religiosidad de las gentes. A lo que me refiero es al hecho de que parece como si los pastores de la Iglesia actuaran respecto al estímulo de las prácticas religiosas de carácter ritual como sí la vida de fe se centrara casi exclusivamente en estas prácticas y concentraran en los creyentes el interés casi exclusivo en la ritualidad, como si sólo ella tuviera los efectos suficientes y necesarios como para “garantizar la salvación”, que parece que de eso va el empeño.
Para explicar esto mejor, voy a echar mano de un texto sagrado hindú, pues me da la sensación que ellos, los hindúes tienen más claro esto, que los propios cristianos. Según el Bhagavad Gita, el culto exotérico (que ven los demás), encierra un oculto deseo de éxito mundano en quien lo practica (para ser visto y admirado por su piedad). Nadie ve al que ora en su estancia a solas (por lo que no puede ser admirado), pero todo el mundo ve el que va al frente de las procesiones y participa en las solemnidades ocupando los primeros puestos (y puede serlo). Casualmente es lo mismo que Jesús advierte con el modo de rezar del fariseo y el publicano. (Lc 18, 10-13)
Sigue diciendo el Bhagavad Gita, que hay cuatro tipos de adoradores de Dios a saber: el cansado del mundo, el que busca conocimiento, el que busca felicidad y el hombre que alcanza el discernimiento espiritual. Este último es el mejor, porque no está embotado por deseos mundanos (que los demás tienen).
La práctica constante de ritos sacramentales con fe y devoción producen en la persona efectos duraderos en algo que no es ni su mente ni su cerebro, como un vórtice que comunica con una realidad inmaterial “allá fuera” (o “allá dentro”), distinto de algo generado por la propia imaginación y por algo que responde a las plegarias. Se puede pensar en los devas (deidades locales hindúes), o dioses locales (vírgenes y santos cristianos) que centran la fe de las gentes sencillas.
También se confunde frecuentemente la Oración con la petición de favores a Dios y a toda la corte celestial. Cierto es que los humanos somos seres muy necesitados de casi todo, pero partiendo de esta realidad, hemos centrado nuestras peticiones a Dios en aquello que son nuestros deseos de que las cosas nos salgan bien, En este sentido, uno de los objetivos de la Vida Interior y de la Oración es la gestión del fracaso, término que ahora se denomina “resiliencia” o de cómo afrontar la adversidad. Hablaremos de ello en próximas entradas.
Para afrontar el proceso de la Oración con amplitud de miras, sin lastres que nos lo condicionen, es absolutamente necesario “desaprender” cautelarmente y de modo temporal, todo lo aprendido en la catequesis y desmitificar los mitos que nos han enseñado, para conseguir desplazar el centro de gravedad de nuestra vida religiosa, de los mitos, creencias y prácticas rituales, las católicas incluidas (herencia ancestral de ritos atávicos que se pierden en la noche de los tiempos), para centrarnos en la “espiritualidad”, que es simple y llanamente la vía directa de la relación del ser humano con la Divina Realidad. Es lo que vimos al abordar el espinoso asunto del “Sueño del Planeta” (Entradas 24 y 25) y el derecho a poder poner en tela de juicio todo lo aprendido, no con intención de desecharlo, sino de hacerlo nuestro de verdad, en su caso.
Lo primero que uno descubre al comenzar a hacer realmente Oración es que intuye que orar, lejos de ser una práctica religiosa más, tiende a convertirse en una actitud ante Dios y ante la propia vida; que orar, además de suponer un tiempo necesariamente limitado de recogimiento interior, tiende a ser un estado anímico, espiritual de Presencia de Dios, que termina siendo permanente y constante, hagas lo que hagas. Dios pasa de ser alguien a quien pedir cosas en el contexto de un rito religioso, a una Presencia inexplicable en cada vez más tiempo de la propia vida habitual y cotidiana. Dios pasa de ser Alguien que precisa un momento solemne para ponernos en su presencia, a “Algo” que comienza a inundar todos los rincones de nuestra vida, que nos envuelve, como los brazos de una madre envuelven en cuerpecito de un recién nacido, sin que él sepa realmente qué es lo que le da calor y protección. Además la vida en comunidad propicia de momentos para hacerle presente entre nosotros (en plural), mediante las solemnidades. “Cuando dos o más os reunáis en mi nombre, allí estaré Yo, en medio de vosotros”. (Mt. 18, 20)
En otras palabras, no tienes que ir a misa para hacer presente a Dios en tu vida, sino que, por tener presente a Dios en tu vida, tienes la necesidad de participar con la comunidad en ese momento sagrado que es la Eucaristía, donde Él se hace presente en medio de todos; lo cual te da fuerzas para seguir cultivando personalmente esa presencia mediante el espíritu de Oración personal, constante. Es lo del huevo y la gallina. Nadie se pone de acuerdo, porque los dos son necesarios. Si pudiera explicar esto en términos sistémicos, la cosa va de la generación de un bucle reforzador donde espiritualidad y ritualidad se refuerzan mutuamente; pero la una sin la otra se agotan en sí mismas.
Oración y meditación
Uno de los puntos de más confusión respecto de la Oración es su relación o no con la meditación oriental. Para aclarar esto, transcribo literalmente un párrafo del libro de Alice Bailey, “Del intelecto a la intuición”.
Consideradas correctas las teorías delineadas en los capítulos precedentes, será útil establecer con claridad la meta definitiva que persigue el hombre culto cuando empieza a practicar la meditación y diferenciar entre la meditación y lo que el cristiano llama plegaria. Es esencial tener una idea clara de estos puntos, si queremos progresar en forma práctica, pues la tarea del investigador es ardua; necesita algo más que un entusiasmo pasajero y un esfuerzo momentáneo, para dominar esta ciencia y aplicar eficazmente su técnica. Vamos a considerar primeramente el último de los dos puntos mencionados y compararemos los métodos de la plegaria y de la meditación. La Oración puede describirse, quizás, con los versos de J. Montgomery:
Plegaria es el sincero deseo del alma,
expresado o inexpresado,
el movimiento del fuego oculto,
que se estremece en el pecho.
Expone la idea del deseo y del requerimiento; la fuente del deseo es el corazón. Pero debe tenerse en cuenta que el deseo del corazón puede ser la adquisición de algo que la personalidad ambiciona, o las posesiones trascendentales y celestiales que el alma anhela. Sea lo que fuere, la idea básica es demandar lo que se desea, y así entra el factor anticipación, y también algo se adquiere finalmente, si la fe del peticionante es suficientemente intensa.
La meditación difiere de la Oración en que es, ante todo, una orientación de la mente, orientación que produce comprensión y reconocimiento, y se convierten en conocimiento formulado. Existe una gran confusión en la mayoría de las personas sobre esta diferencia. Bianco de Siena hablaba realmente de meditación, cuando dijo: "¿Qué es la Oración, sino la elevación de la mente directamente a Dios?".
Las personas polarizadas en su naturaleza de deseos, siendo predominantemente de tendencia mística, demandan lo que necesitan, se esfuerzan por adquirir en la plegaria virtudes largo tiempo anheladas; ruegan a la Deidad que los escuche y mitigue sus dificultades; interceden por sus seres queridos y quienes los rodean; importunan a los cielos por las posesiones materiales o espirituales, que consideran esenciales para su felicidad. Aspiran y ansían cualidades, circunstancias y factores condicionantes, que simplifiquen sus vidas o los liberen, para alcanzar lo que creen ser la libertad para una mayor utilidad; agonizan orando, para obtener alivio en sus enfermedades y padecimientos, y tratan de que Dios responda a su demanda mediante alguna revelación. Pero este pedir, demandar y esperar, son las principales características de la Oración, predominando el deseo e implicando el corazón. La naturaleza emocional y la parte sensoria del hombre busca lo que necesita, y el campo de las necesidades es grande y real; el acercamiento se hace por medio del corazón.
Lo antedicho contiene cuatro tipos de plegaria:
1. Para beneficios materiales y ayuda.
2. Para virtudes y cualidades del carácter.
3. Para otros, es decir, Oración intercesora.
4. Para iluminación y comprensión divinas.
Se observará en el análisis de estos cuatro tipos de plegaria, que todos tienen su raíz en la naturaleza de deseos, y el cuarto lleva al aspirante a un punto donde puede terminar la Oración y comenzar la meditación. Séneca debió haber comprendido esto cuando dijo: "La Oración no es necesaria, salvo para pedir por un buen estado de la mente y por la salud (plenitud) del alma."
Plegaria es el sincero deseo del alma,
expresado o inexpresado,
el movimiento del fuego oculto,
que se estremece en el pecho.
Expone la idea del deseo y del requerimiento; la fuente del deseo es el corazón. Pero debe tenerse en cuenta que el deseo del corazón puede ser la adquisición de algo que la personalidad ambiciona, o las posesiones trascendentales y celestiales que el alma anhela. Sea lo que fuere, la idea básica es demandar lo que se desea, y así entra el factor anticipación, y también algo se adquiere finalmente, si la fe del peticionante es suficientemente intensa.
La meditación difiere de la Oración en que es, ante todo, una orientación de la mente, orientación que produce comprensión y reconocimiento, y se convierten en conocimiento formulado. Existe una gran confusión en la mayoría de las personas sobre esta diferencia. Bianco de Siena hablaba realmente de meditación, cuando dijo: "¿Qué es la Oración, sino la elevación de la mente directamente a Dios?".
Las personas polarizadas en su naturaleza de deseos, siendo predominantemente de tendencia mística, demandan lo que necesitan, se esfuerzan por adquirir en la plegaria virtudes largo tiempo anheladas; ruegan a la Deidad que los escuche y mitigue sus dificultades; interceden por sus seres queridos y quienes los rodean; importunan a los cielos por las posesiones materiales o espirituales, que consideran esenciales para su felicidad. Aspiran y ansían cualidades, circunstancias y factores condicionantes, que simplifiquen sus vidas o los liberen, para alcanzar lo que creen ser la libertad para una mayor utilidad; agonizan orando, para obtener alivio en sus enfermedades y padecimientos, y tratan de que Dios responda a su demanda mediante alguna revelación. Pero este pedir, demandar y esperar, son las principales características de la Oración, predominando el deseo e implicando el corazón. La naturaleza emocional y la parte sensoria del hombre busca lo que necesita, y el campo de las necesidades es grande y real; el acercamiento se hace por medio del corazón.
Lo antedicho contiene cuatro tipos de plegaria:
1. Para beneficios materiales y ayuda.
2. Para virtudes y cualidades del carácter.
3. Para otros, es decir, Oración intercesora.
4. Para iluminación y comprensión divinas.
Se observará en el análisis de estos cuatro tipos de plegaria, que todos tienen su raíz en la naturaleza de deseos, y el cuarto lleva al aspirante a un punto donde puede terminar la Oración y comenzar la meditación. Séneca debió haber comprendido esto cuando dijo: "La Oración no es necesaria, salvo para pedir por un buen estado de la mente y por la salud (plenitud) del alma."
Esta distinción entre Oración y Meditación que hace Bailey, en el fondo es poner frontera a un continuo. Ella denomina oración a la pregaria, donde nosotros lo calificamos de rezos, para pasar a la meditación, donde la mística cristiana lo asume como Oración en estado puro.
Lo que pasa es que la práctica cristiana de la Oración como rezo, como plegaria, le ha arrebatado el auténtico y profundo sentido que es la simple presencia del alma ante Dios, en silencio. Es por eso, que el auténtico significado de la Oración, como vía directa hacia Dios, no está en la Oración como plegaria, como súplica, destinada a satisfacer nuestros propios deseos, sino en la Oración de silencio, de quietud, de contemplación, destinada a simplemente pedirle a Dios, “hágase tu voluntad”, que es el objetivo final del camino de perfección expuesto magistralmente por nuestros místicos cristianos.
En resumen, orar es una actitud, y no una acción, que manifiesta nuestra propia identidad, íntimamente fusionada con la divinidad, en silencio.
La experiencia dice y confirma que en todo este proceso hay dos fases críticas, que condicionan absolutamente que la persona pueda entrar por la “senda estrecha” del camino interior, o se quede merodeando los arrabales del Castillo Interior.
La primera fase, en realidad es un instante, un momento en el que “caemos en la cuenta”, “somos conscientes”, “tomamos conciencia” de qué va esto. Es ser conscientes de “la situación”, del verdadero sentido de la vida, y el descubrimiento de la Vida Interior, del Camino, de la Vía directa hacia Dios. La tradición cristiana la ha denominado habitualmente “la llamada” (el Sí de María al ángel) . Es lo que afirma Jesús de que “somos llamados”. La segunda parte de la frase es inquietante, porque dice “pero pocos los elegidos”. Según este aserto, Dios nos llama, nos llama en repetidas ocasiones, pero nuestra respuesta es bastante escasa. Es decir, la vida nos está dando permanentes signos de que “hay algo más allá” de lo que ven nuestros ojos, de lo que nos alcanza la vista y comprende o intuye nuestro pensamiento, nuestra mente. Pero resulta que nuestro acomodo en este mundo hace que estemos tan atareados, que nuestra atención -permanentemente ocupada con asuntos “tan importantes” como sacar adelante nuestro trabajo o seguir la evolución de la Bolsa, cómo vamos a pagar la hipoteca del piso, la enfermedad de los abuelos, las noticias siempre preocupantes del periódico, el desarrollo de la liga de fútbol o a dónde iremos de vacaciones este año-, nos impide ver otra cosa que no sean nuestras cuitas.
Es un problema de actitud de escucha. ¿Por qué unas personas sienten esta necesidad de búsqueda más allá de las cosas, aunque no sepan cómo ni por qué, y otras, la mayoría, están tristemente afincadas en su pequeño mundo, con sus alegrías y penas, con sus problemas y conflictos y con sus momentos de disfrute? Es un misterio que en muchas ocasiones la vida resuelve de un modo súbito. Cuántos santos han tenido una vida anterior disoluta, llena de vanidades y en un “momento” dado, “han tomado conciencia” de “la situación”, de lo que es la vida; y esto a causa de un accidente, una enfermedad muy grave, un trauma psicológico, etc. Lo vimos en la Entrada 43.- Tratamientos de choque.
Algunos de estos santos, como Santo Tomás de Aquino, parece que así le pasó. Cuenta Toni de Melo en su libro “el Canto del pájaro”, que tantos años Tomás de Aquino escribiendo la Summa Teológica, para en un instante, recibir una iluminación que le hizo comprender realmente de qué iba esto de la Vida Interior, y con ello comprender las toneladas de papel que se podría haber ahorrado. Dice de Melo, que desde entonces no volvió a escribir.
Es un misterio por qué a unas personas le ocurre este cambio radical y a otras no. Yo creo que sólo Dios lo sabe. Y no creo que Dios nos discrimine a unos de otros. La respuesta a la “elección”, depende de nuestra particular actitud ante la vida. Y por experiencia, se puede afirmar que el cambio no consiste en comenzar a ir a misa, cuando antes se estaba alejado. Muchísima gente está cómodamente afincada en sus prácticas religiosas, acordes con los mandamientos eclesiásticos, sin ser conscientes de lo qué están haciendo, pues lo hacen de un modo completamente inercial.
Este cambio radical es como el acto de cruzar un umbral, una puerta. No está en nosotros entrar por la Puerta, o iniciar el camino. Pero sí está el desearlo, el estar predispuesto. El único esfuerzo que se nos pide es el de predisposición, querer, desear abrirnos al Eterno. Consuelo Martín ilustra esta situación con el ejemplo de los monjes tibetanos, en los que se le obliga a los postulantes a monjes a esperar un indeterminado tiempo delante de la puerta cerrada del lamasterio, hasta que, una vez probada su paciencia, se abre.
Así, comenzamos a profundizar en las Sendas de la Vida Interior, y ciertamente avanzamos, hasta que nos situamos delante de otra puerta cerrada, de una barrera. Es la puerta de la vida contemplativa, ante la que debemos aprender a saber esperar y resistir las inclemencias de la espera. Porque todo consiste en un reforzamiento de la voluntad de amar.
No intentemos abrir la puerta. Se abre por dentro, en un momento en el que nuestro espíritu está maduro y fortalecido para la siguiente etapa de nuestro camino.
El paradigma de la paciencia se demuestra al darnos cuenta de que nuestro “yo” no tiene nada que hacer en el proceso de la Sabiduría.
Lo que nos detiene en la Puerta es la lucha de nuestro “yo” por prevalecer. Estamos perdidos si cedemos. Porque la Puerta no la abre “yo”. La abre mi verdadera identidad, la que trasciende el tiempo y el espacio y está encapsulada en nuestro pequeño ser terrenal. Se abre cuando dejo de creer lo que he creído que soy.
La cerradura de la Puerta se denomina, una vez más, “pensamiento”.
Mientras crea que soy lo que pienso, la Puerta estará cerrada.
El pensamiento no es vencido a la primera, plantea batalla hasta el mismo día de nuestra muerte, aunque nada que ver de la situación al principio que la del final, lógicamente. El pensamiento es una fábrica de dividir; hace añicos lo que pilla, porque todo lo analiza, lo escudriña mientras soñamos despiertos.
El pensamiento nos mantiene distraídos. Cuando cesa, experimentamos una extraña sensación de vacío, en medio de ninguna parte. Hay que entender que de una forma u otra, mientras estamos en estado de vigilia fisiológica y psicológica, el pensamiento es el rey y señor de nuestra conciencia. Quitarle de en medio para dar paso a simplemente “nada”, supone experimentar una sensación muy extraña, e incluso hasta desagradable. Es un “no tener dónde reclinar la cabeza”, dónde fijar nuestra atención.
Esta sensación es un poco como la que experimentó Pedro al tratar de caminar sobre las aguas:
Pero al instante les habló Jesús diciendo: «¡Animo!, que soy yo; no temáis.» Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas.» «¡Ven!», le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!» Mt 14, 27-30
Una vez abierta la Puerta, la segunda fase es simplemente toda tu vida. Porque con esa toma de conciencia, lo que haces es descubrir que existe una senda que te conduce a tus más recónditas simas internas, o darte media vuelta y en vez de mirar de murallas para fuera, te das cuenta de que habitas en un imponente castillo con una alta torre del homenaje en el centro, y una vía que conduce a tus moradas interiores. A partir de entonces, todo consiste en empezar a caminar hacia dentro por esa senda estrecha, por pasadizos angostos, en empezar a subir y pasar de una estancia a otra, de una morada a otra, camino de la torre del homenaje. Pon el símil que quieras. Lo único cierto es que la segunda fase supone emplear lo que te queda de vida, en abrir tu alma a la Divina Realidad.
En esta segunda fase, que supone lo que te queda de vida, Larrañaga explica cómo a la actitud de Oración le sucede lo que podríamos llamar respuesta reforzadora, tanto en sentido positivo como negativo. Cuanto más se ora, tanto más se necesita orar, pero cuanto menos se ora, también se termina por dejar de verle sentido y necesidad a la Oración. Desplazado Dios de nuestra vida, termina por hacerse realidad la expresión de Nietzsche “Dios ha muerto”. Dios muere, pero nacen monstruos tales como el absurdo, la nausea, la angustia y la soledad.
Salvados de nosotros mismos
La tradición cristiana afirma que Jesús nos ha redimido, nos ha salvado. ¿Pero de qué? ¿De las acechanzas del maligno? ¿De un infierno seguro al que iríamos si no hubiese vivido con nosotros esos tres maravillosos años que terminaron en un completo fracaso, la cruz, para resucitar al tercer día?
Dios nos salva de nosotros mismos. Yo soy mi enemigo. Yo soy mi auténtico peligro. Yo soy mi propio demonio. En mí está y reside ese infierno tan temido tras el juicio final. Es un infierno que consiste en quedarme como estoy tras mi muerte, porque yo así lo he decidido. Nadie me juzga, y menos Dios; soy yo el que prefiero dar media vuelta y volver a mis asuntos, es decir, a mi infierno de todos los días, a mi particular valle de lágrimas, con el que he de batallar con mis propias armas, porque he despreciado el apoyo, la ayuda, el auxilio de mi Señor.
Así que para poder ser salvados “de las llamas de mi infierno”, algo dentro de mí tiene que morir, algo dentro de mí tiene que ser extirpado como un cáncer metastásico. Y eso, como médico que soy, os aseguro que duele y se pasa muy mal; y si no preguntadle a algún paciente de cáncer sometido a cirugía, quimio o radioterapia.
Para eso vino Dios al mundo; para eso la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
Para eso la Palabra expuso su mensaje y nos demostró con su propia muerte en la cruz (causada porque yo no la recibí, porque yo preferí ignorarle), cómo algo dentro de nosotros tiene que morir también en la cruz de nuestra propia inmolación, para renacer de nuestras propias cenizas, como el gusano de seda tiene que morir para que nazca la blanca mariposa.
La vida de Oración es todo un drama. Nadie lo niega. Los de Cursillos de Cristiandad nos saludamos con la expresión festiva “de colores” (estoy de colores, como diciendo que me siento feliz, y en lenguaje barriobajero, un tanto soez, pero tremendamente expresivo -como lo son todos los tacos-, “estoy de puta madre, tío”). Esta frase, como santo y seña está bien, pero la procesión va por dentro. Estoy de colores, porque camino de la mano de mi Padre que, aún por cañadas oscuras, me guía y no permitirá que resbale mi pie y me precipite en el abismo. En este sentido, por supuesto que me siento de colores, pero el proceso, no por ello va a ser ni fácil, ni agradable. Que nadie se engañe, porque morir a uno mismo, para nadie resulta ser un plato de gusto.
¡Se siente!
La Oración es todo un proceso que pasa por diferentes etapas. Teresa de Jesús y Juan de la Cruz lo describen magistralmente. Podéis echar un vistazo a las páginas de este blog dedicadas a las Moradas del Castillo Interior y a la Noche Oscura. Pero lo abordaremos en próximas entradas, en detalle.
Tan sólo, y para terminar por hoy, un apunte. Jesús nos dio la receta de la auténtica Oración de Presencia en el Padre. Lo trataremos en próximas entradas, pero vaya por delante de que todo lo que podamos comentar, está magistralmente condensado en uno de los capítulos más impresionantes el Evangelio, por no decir, de toda la Biblia, que dice mucho más que todas las obras de teología ascética y mística que se han escrito y se puedan escribir en el futuro.
En resumen, orar es una actitud, y no una acción, que manifiesta nuestra propia identidad, íntimamente fusionada con la divinidad, en silencio.
La experiencia dice y confirma que en todo este proceso hay dos fases críticas, que condicionan absolutamente que la persona pueda entrar por la “senda estrecha” del camino interior, o se quede merodeando los arrabales del Castillo Interior.
La primera fase, en realidad es un instante, un momento en el que “caemos en la cuenta”, “somos conscientes”, “tomamos conciencia” de qué va esto. Es ser conscientes de “la situación”, del verdadero sentido de la vida, y el descubrimiento de la Vida Interior, del Camino, de la Vía directa hacia Dios. La tradición cristiana la ha denominado habitualmente “la llamada” (el Sí de María al ángel) . Es lo que afirma Jesús de que “somos llamados”. La segunda parte de la frase es inquietante, porque dice “pero pocos los elegidos”. Según este aserto, Dios nos llama, nos llama en repetidas ocasiones, pero nuestra respuesta es bastante escasa. Es decir, la vida nos está dando permanentes signos de que “hay algo más allá” de lo que ven nuestros ojos, de lo que nos alcanza la vista y comprende o intuye nuestro pensamiento, nuestra mente. Pero resulta que nuestro acomodo en este mundo hace que estemos tan atareados, que nuestra atención -permanentemente ocupada con asuntos “tan importantes” como sacar adelante nuestro trabajo o seguir la evolución de la Bolsa, cómo vamos a pagar la hipoteca del piso, la enfermedad de los abuelos, las noticias siempre preocupantes del periódico, el desarrollo de la liga de fútbol o a dónde iremos de vacaciones este año-, nos impide ver otra cosa que no sean nuestras cuitas.
Es un problema de actitud de escucha. ¿Por qué unas personas sienten esta necesidad de búsqueda más allá de las cosas, aunque no sepan cómo ni por qué, y otras, la mayoría, están tristemente afincadas en su pequeño mundo, con sus alegrías y penas, con sus problemas y conflictos y con sus momentos de disfrute? Es un misterio que en muchas ocasiones la vida resuelve de un modo súbito. Cuántos santos han tenido una vida anterior disoluta, llena de vanidades y en un “momento” dado, “han tomado conciencia” de “la situación”, de lo que es la vida; y esto a causa de un accidente, una enfermedad muy grave, un trauma psicológico, etc. Lo vimos en la Entrada 43.- Tratamientos de choque.
Algunos de estos santos, como Santo Tomás de Aquino, parece que así le pasó. Cuenta Toni de Melo en su libro “el Canto del pájaro”, que tantos años Tomás de Aquino escribiendo la Summa Teológica, para en un instante, recibir una iluminación que le hizo comprender realmente de qué iba esto de la Vida Interior, y con ello comprender las toneladas de papel que se podría haber ahorrado. Dice de Melo, que desde entonces no volvió a escribir.
Es un misterio por qué a unas personas le ocurre este cambio radical y a otras no. Yo creo que sólo Dios lo sabe. Y no creo que Dios nos discrimine a unos de otros. La respuesta a la “elección”, depende de nuestra particular actitud ante la vida. Y por experiencia, se puede afirmar que el cambio no consiste en comenzar a ir a misa, cuando antes se estaba alejado. Muchísima gente está cómodamente afincada en sus prácticas religiosas, acordes con los mandamientos eclesiásticos, sin ser conscientes de lo qué están haciendo, pues lo hacen de un modo completamente inercial.
Este cambio radical es como el acto de cruzar un umbral, una puerta. No está en nosotros entrar por la Puerta, o iniciar el camino. Pero sí está el desearlo, el estar predispuesto. El único esfuerzo que se nos pide es el de predisposición, querer, desear abrirnos al Eterno. Consuelo Martín ilustra esta situación con el ejemplo de los monjes tibetanos, en los que se le obliga a los postulantes a monjes a esperar un indeterminado tiempo delante de la puerta cerrada del lamasterio, hasta que, una vez probada su paciencia, se abre.
Así, comenzamos a profundizar en las Sendas de la Vida Interior, y ciertamente avanzamos, hasta que nos situamos delante de otra puerta cerrada, de una barrera. Es la puerta de la vida contemplativa, ante la que debemos aprender a saber esperar y resistir las inclemencias de la espera. Porque todo consiste en un reforzamiento de la voluntad de amar.
No intentemos abrir la puerta. Se abre por dentro, en un momento en el que nuestro espíritu está maduro y fortalecido para la siguiente etapa de nuestro camino.
El paradigma de la paciencia se demuestra al darnos cuenta de que nuestro “yo” no tiene nada que hacer en el proceso de la Sabiduría.
Lo que nos detiene en la Puerta es la lucha de nuestro “yo” por prevalecer. Estamos perdidos si cedemos. Porque la Puerta no la abre “yo”. La abre mi verdadera identidad, la que trasciende el tiempo y el espacio y está encapsulada en nuestro pequeño ser terrenal. Se abre cuando dejo de creer lo que he creído que soy.
La cerradura de la Puerta se denomina, una vez más, “pensamiento”.
Mientras crea que soy lo que pienso, la Puerta estará cerrada.
El pensamiento no es vencido a la primera, plantea batalla hasta el mismo día de nuestra muerte, aunque nada que ver de la situación al principio que la del final, lógicamente. El pensamiento es una fábrica de dividir; hace añicos lo que pilla, porque todo lo analiza, lo escudriña mientras soñamos despiertos.
El pensamiento nos mantiene distraídos. Cuando cesa, experimentamos una extraña sensación de vacío, en medio de ninguna parte. Hay que entender que de una forma u otra, mientras estamos en estado de vigilia fisiológica y psicológica, el pensamiento es el rey y señor de nuestra conciencia. Quitarle de en medio para dar paso a simplemente “nada”, supone experimentar una sensación muy extraña, e incluso hasta desagradable. Es un “no tener dónde reclinar la cabeza”, dónde fijar nuestra atención.
Esta sensación es un poco como la que experimentó Pedro al tratar de caminar sobre las aguas:
Pero al instante les habló Jesús diciendo: «¡Animo!, que soy yo; no temáis.» Pedro le respondió: «Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas.» «¡Ven!», le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: «¡Señor, sálvame!» Mt 14, 27-30
Una vez abierta la Puerta, la segunda fase es simplemente toda tu vida. Porque con esa toma de conciencia, lo que haces es descubrir que existe una senda que te conduce a tus más recónditas simas internas, o darte media vuelta y en vez de mirar de murallas para fuera, te das cuenta de que habitas en un imponente castillo con una alta torre del homenaje en el centro, y una vía que conduce a tus moradas interiores. A partir de entonces, todo consiste en empezar a caminar hacia dentro por esa senda estrecha, por pasadizos angostos, en empezar a subir y pasar de una estancia a otra, de una morada a otra, camino de la torre del homenaje. Pon el símil que quieras. Lo único cierto es que la segunda fase supone emplear lo que te queda de vida, en abrir tu alma a la Divina Realidad.
En esta segunda fase, que supone lo que te queda de vida, Larrañaga explica cómo a la actitud de Oración le sucede lo que podríamos llamar respuesta reforzadora, tanto en sentido positivo como negativo. Cuanto más se ora, tanto más se necesita orar, pero cuanto menos se ora, también se termina por dejar de verle sentido y necesidad a la Oración. Desplazado Dios de nuestra vida, termina por hacerse realidad la expresión de Nietzsche “Dios ha muerto”. Dios muere, pero nacen monstruos tales como el absurdo, la nausea, la angustia y la soledad.
Salvados de nosotros mismos
La tradición cristiana afirma que Jesús nos ha redimido, nos ha salvado. ¿Pero de qué? ¿De las acechanzas del maligno? ¿De un infierno seguro al que iríamos si no hubiese vivido con nosotros esos tres maravillosos años que terminaron en un completo fracaso, la cruz, para resucitar al tercer día?
Dios nos salva de nosotros mismos. Yo soy mi enemigo. Yo soy mi auténtico peligro. Yo soy mi propio demonio. En mí está y reside ese infierno tan temido tras el juicio final. Es un infierno que consiste en quedarme como estoy tras mi muerte, porque yo así lo he decidido. Nadie me juzga, y menos Dios; soy yo el que prefiero dar media vuelta y volver a mis asuntos, es decir, a mi infierno de todos los días, a mi particular valle de lágrimas, con el que he de batallar con mis propias armas, porque he despreciado el apoyo, la ayuda, el auxilio de mi Señor.
Así que para poder ser salvados “de las llamas de mi infierno”, algo dentro de mí tiene que morir, algo dentro de mí tiene que ser extirpado como un cáncer metastásico. Y eso, como médico que soy, os aseguro que duele y se pasa muy mal; y si no preguntadle a algún paciente de cáncer sometido a cirugía, quimio o radioterapia.
Para eso vino Dios al mundo; para eso la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros.
Para eso la Palabra expuso su mensaje y nos demostró con su propia muerte en la cruz (causada porque yo no la recibí, porque yo preferí ignorarle), cómo algo dentro de nosotros tiene que morir también en la cruz de nuestra propia inmolación, para renacer de nuestras propias cenizas, como el gusano de seda tiene que morir para que nazca la blanca mariposa.
La vida de Oración es todo un drama. Nadie lo niega. Los de Cursillos de Cristiandad nos saludamos con la expresión festiva “de colores” (estoy de colores, como diciendo que me siento feliz, y en lenguaje barriobajero, un tanto soez, pero tremendamente expresivo -como lo son todos los tacos-, “estoy de puta madre, tío”). Esta frase, como santo y seña está bien, pero la procesión va por dentro. Estoy de colores, porque camino de la mano de mi Padre que, aún por cañadas oscuras, me guía y no permitirá que resbale mi pie y me precipite en el abismo. En este sentido, por supuesto que me siento de colores, pero el proceso, no por ello va a ser ni fácil, ni agradable. Que nadie se engañe, porque morir a uno mismo, para nadie resulta ser un plato de gusto.
¡Se siente!
La Oración es todo un proceso que pasa por diferentes etapas. Teresa de Jesús y Juan de la Cruz lo describen magistralmente. Podéis echar un vistazo a las páginas de este blog dedicadas a las Moradas del Castillo Interior y a la Noche Oscura. Pero lo abordaremos en próximas entradas, en detalle.
Tan sólo, y para terminar por hoy, un apunte. Jesús nos dio la receta de la auténtica Oración de Presencia en el Padre. Lo trataremos en próximas entradas, pero vaya por delante de que todo lo que podamos comentar, está magistralmente condensado en uno de los capítulos más impresionantes el Evangelio, por no decir, de toda la Biblia, que dice mucho más que todas las obras de teología ascética y mística que se han escrito y se puedan escribir en el futuro.
Se trata de Mateo 6.
¿Habéis leído Mateo 6?
Echadle, primero una ojeada, para después tiraros con ese capítulo un día, dos tres, una semana entera.
Vais a flipar en colores. De verdad. Porque es un capítulo que bien se puede titular “Señor, enséñanos a orar”.
*
¿Habéis leído Mateo 6?
Echadle, primero una ojeada, para después tiraros con ese capítulo un día, dos tres, una semana entera.
Vais a flipar en colores. De verdad. Porque es un capítulo que bien se puede titular “Señor, enséñanos a orar”.
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