Cuadro de Salvador Dalí. Las tentaciones de San Antonio
Busqué mi alma, y no la pude ver.
Busqué a mi Dios, y me eludió.
Busqué a mi hermano, y encontré a los tres.
Elisabeth Kübler-Ross
La tradición cristiana suele interpretar esta frase del Padrenuestro, como “no nos dejes caer en la tentación que nos pone el demonio a nuestro paso”. Si un cristiano no quiere complicarse la vida, lo mejor que puede hacer es seguir tomando esta frase en este sentido literal, de que nos libre de las tentaciones del maligno, como Él, Jesús, supo libarse cuando fue tentado tres veces en el desierto.
Para esta lectura no hace falta decir más. Se terminó. Recomendamos encarecidamente que para este viaje, recemos al Ángel de la guarda aquella oración que nos enseñaba nuestra mamá que decía: Ángel de la guarda, dulce compañía, no me dejes solo, ni de noche ni de día. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me dejes solo, que me perdería.
Pero en el plan que propongo estas meditaciones del Padrenuestro, la cosa va de no centrarnos demasiado en que un ser diabólico está empeñado en hacernos caer, como en el hecho de lo que realmente provoca los desaguisados que solemos cometer los humanos al caer en las tentaciones.
Estamos totalmente centrados en la tradición cristiano – católica, en que tentación es lo mismo que inducción a pecar. Al fin y al cabo, tentación viene de tentar, y tentar de tocar, como cuando queremos llamar la atención de alguien le tocamos para que nos atienda y nos escuche, a fin de convencerle de algo… Pues lo mismo. Es decir, una tercera entidad, el maligno, nos tienta la ropa, nos llama la atención ante algo pecaminoso pero apetecible, para inducirnos a caer y cometer actos malos, es decir, pecados. Es como cuando a una persona entrada en carnes, que la pobre está a régimen de comidas, le “tentamos” con un pastelito para que se salte la dieta, y ella nos dice… “no me tientes, no me tientes”. Pues eso. Pero en vez de ser nosotros, es el maligno con ganas de hacer putadas.
Esta visión de las cosas parece que suele funcionar en las gentes que se lo toman en serio. El demonio, culpable de la tentación, y nosotros, pardillos, víctimas de sus malas artes para hacernos tropezar.
Como todo, al hablar de este escenario, estamos hablando de un modelo muy concreto de funcionamiento del ser humano basado en un tercero que nos induce, como las malas compañías, que advertimos a nuestros hijos pequeños. Y es muy válido para el común de las gentes, además de estar bendecido por la autoridad religiosa. Qué más se puede pedir.
Pero propongo ir más allá de este escenario, para adentrarnos en nuestra intimidad, donde habitan una serie de personajes que nos tienen mareados. Hablamos de la lagartija, la vaca y demás zoológico mental, originadores de nuestros comportamientos instintivos (Ver entradas 40 y 41), y todos nuestros personajillos interiores, la sombra blanca, el mago, el osito amoroso, el guerrero samurái, gruñón, etc. (Ver la entrada 42: equipaje para este mundo), que Fidel Delgado describe magistralmente en sus entretenidas y simpáticas conferencias.
Con todos estos personajes que están montados en nuestra chepa, y yo (Pocoyó), que me lo creo a pies juntillas, vamos que rebotamos a la hora de imputar las culpas de todos los desaguisados y tropezones que damos en la vida. No hace falta un demonio con cuernos y rabo para justificar nuestras tropelías, a no ser que a todo este zoológico interior, le denominemos Satanás.
Nuestro nivel de consciencia, de lucidez, es tan raquítico, que literalmente “caemos en la tentación” de sucumbir a todas las apetencias que todos estos personajillos que habitan nuestro cerebro nos puedan poner delante de nosotros. Pero ¿Quién pone la tentación a quién? ¿Un personajillo como por ejemplo “Gruñón”, más cabreado que una mona, que forma parte de mí, a mí? Es decir, yo me pongo a mí mismo las trampas, las tentaciones.
Yo, que soy lo que mi pensamiento ha elaborado sobre mí, soy el que me pongo delante de mis ojos las ocasiones para caer, para literalmente cagarla. Porque el problema en todo esto soy “yo”, el yo que se cree individuo, separado del resto de la Creación, por la barrera que levanta la enfermedad denominada egolatría, o pecado original.
Creerme separado del Todo, hace que me sienta dueño de mi todo (pequeño), de mi mundo, donde hago y deshago a voluntad, a mi voluntad, a mis deseos.
Creerme separado del Todo hace que “yo” me forje un modelo de cómo debo ser yo (yo según “yo”), de cómo debe ser el mundo (el mundo según “yo”), y de cómo debe ser Dios (Dios según “yo”)… que es para nota.
En el fondo introducir en este “camarote de los hermanos Marx” que es nuestro cerebro nada menos que al demonio, aparte de ser el acabose del caos, es en el fondo echarle la culpa a otro de lo que sólo nosotros somos responsables; como hizo Eva, cuando Yahveh le preguntó que por qué le había dado a Adán la manzana, y ella dijo que había sido la serpiente. “Señorita yo no he sido, ha sido fulanito”, como nos exculpábamos de parvulitos ante nuestra señorita profesora.
Como cuento para tiernos infantes, está bien. Pero para gente adulta y madura, se queda algo corto de miras. Porque en realidad, las tentaciones vienen de nuestra “atontación”, al creernos lo que no somos, pero creemos que somos, una entidad separada del Todo, separada del Eterno, al que le pedimos la herencia para hacer de nuestra capa un sayo, y hemos terminado como los gorrinos, atascados en un charco, llenos de barro y mierda hasta las orejas, y compitiendo con estos por unas cuantas algarrobas. Parábola del hijo pródigo.
En este estado de cosas, buscamos nuestra alma y no la encontramos, porque creemos que lo que vemos en el espejo cuando nos miramos, ese soy “yo”. Buscamos a Dios, y ya, ni te cuento las chorradas que podemos llegar a imaginar sobre Él, y que encima tenemos el atrevimiento y la osadía de escribirlas en sesudos tratados de Teología. Y como para más inri, tenemos levantada en torno a nosotros una barrera que nos separa del mundo exterior, con quienes sólo establecemos conexiones para incorporar materia energía e información, como cualquier unidad de Carbono (véase “ser vivo”), resulta que aislados en nuestro pequeño mundo, qué más da que hagamos culpable de nuestras culpas al demonio, a la serpiente o a quien se nos ponga por delante, cuando lo que realmente sucede es que vivimos “atontados” viviendo una ilusión forjada por nuestro pensamiento, por cierto inyectado en muy gran parte por la educación recibida.
Sólo cuando logramos salir de nuestra idiotez, de nuestra tontuna, y caemos en la cuenta de que nada de lo que sucede es obra nuestra, que hasta los pelos de nuestra cabeza están contados, que ninguno de nosotros es capaz de añadir un codo a su estatura a fuerza de discursos (de pensar), que no se mueve una sola hoja de un árbol sin que nuestro Padre Celestial lo consienta (Mt Cap. 5 y Cap. 6); cuando caemos en la cuenta de todo esto y de que realmente formamos parte indivisible del Todo, de que formamos parte inseparable de la Divina Realidad, aunque nos resistamos a ello como gato panza arriba, entonces, y sólo entonces, lograremos salir de la influencia de nuestras propias tentaciones.
Así que no nos dejes caer en la tentación, en el fondo se transforma en “no nos dejes caer en nuestra idiotez, en nuestra tontuna, en nuestra soberbia de creernos dueños de nosotros mismos”, es decir… “en la tentación”.
Esta lectura de los acontecimientos puede que sea algo heterodoxa o muy heterodoxa respecto de la “doctrina”. El que prefiera lo del demonio y la tentación a base de puyazos con el tridente…, pues, él mismo con su mecanismo. Pero, realmente sólo cuando descubres en el prójimo que tienes al lado a alguien con el que formas una misma entidad, integrada en el Todo, compartiendo la misma esencia que el Padre Celestial, siendo todos Uno en Él, entonces y sólo entonces, eres capaz de descubrir tu verdadera entidad, tu verdadera naturaleza, unida de un modo indivisible a Dios, a la Divina Realidad, de la que sólo tu idiotez te ha separado, o te ha hecho creer que estabas separado.
No nos dejes caer en la tentación es, en realidad un “no nos dejes caer en la atontación”, en la soberana necedad de creernos lo que sólo la alucinación de nuestros sentidos nos hace creer lo que no somos.
Jesús de Nazareth, como hombre que era, también sufrió tentaciones, como revelan los Evangelios. Es cierto que aparece el demonio como artífice de las tentaciones. Fue tentado en los tres puntos débiles del ser humano, ambicionar saciar los apetitos (piedras en pan), el orgullo y vanagloria (caer del alero del templo sin tropezar a la vista de todos), y la ambición de Poder con mayúscula (visión de las riquezas de este mundo). No estuvo exento de estas tentaciones, como ninguno de nosotros lo estamos, porque en sus genes, como hombre, tenía esta debilidad, que supo superar, porque una fuerza interior mucho más poderosa que su propia debilidad, consiguió sobreponerle.
Como en anteriores entradas sobre el Padrenuestro, te invito, medites sobre esto en silencio, y espera respuesta. Si te convence más la idea de un demonio chinchándote, pues vale. Todo está admitido por la Organización, como dice Fidel Delgado.
La Paz sea contigo.
Busqué a mi Dios, y me eludió.
Busqué a mi hermano, y encontré a los tres.
Elisabeth Kübler-Ross
La tradición cristiana suele interpretar esta frase del Padrenuestro, como “no nos dejes caer en la tentación que nos pone el demonio a nuestro paso”. Si un cristiano no quiere complicarse la vida, lo mejor que puede hacer es seguir tomando esta frase en este sentido literal, de que nos libre de las tentaciones del maligno, como Él, Jesús, supo libarse cuando fue tentado tres veces en el desierto.
Para esta lectura no hace falta decir más. Se terminó. Recomendamos encarecidamente que para este viaje, recemos al Ángel de la guarda aquella oración que nos enseñaba nuestra mamá que decía: Ángel de la guarda, dulce compañía, no me dejes solo, ni de noche ni de día. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me dejes solo, que me perdería.
Pero en el plan que propongo estas meditaciones del Padrenuestro, la cosa va de no centrarnos demasiado en que un ser diabólico está empeñado en hacernos caer, como en el hecho de lo que realmente provoca los desaguisados que solemos cometer los humanos al caer en las tentaciones.
Estamos totalmente centrados en la tradición cristiano – católica, en que tentación es lo mismo que inducción a pecar. Al fin y al cabo, tentación viene de tentar, y tentar de tocar, como cuando queremos llamar la atención de alguien le tocamos para que nos atienda y nos escuche, a fin de convencerle de algo… Pues lo mismo. Es decir, una tercera entidad, el maligno, nos tienta la ropa, nos llama la atención ante algo pecaminoso pero apetecible, para inducirnos a caer y cometer actos malos, es decir, pecados. Es como cuando a una persona entrada en carnes, que la pobre está a régimen de comidas, le “tentamos” con un pastelito para que se salte la dieta, y ella nos dice… “no me tientes, no me tientes”. Pues eso. Pero en vez de ser nosotros, es el maligno con ganas de hacer putadas.
Esta visión de las cosas parece que suele funcionar en las gentes que se lo toman en serio. El demonio, culpable de la tentación, y nosotros, pardillos, víctimas de sus malas artes para hacernos tropezar.
Como todo, al hablar de este escenario, estamos hablando de un modelo muy concreto de funcionamiento del ser humano basado en un tercero que nos induce, como las malas compañías, que advertimos a nuestros hijos pequeños. Y es muy válido para el común de las gentes, además de estar bendecido por la autoridad religiosa. Qué más se puede pedir.
Pero propongo ir más allá de este escenario, para adentrarnos en nuestra intimidad, donde habitan una serie de personajes que nos tienen mareados. Hablamos de la lagartija, la vaca y demás zoológico mental, originadores de nuestros comportamientos instintivos (Ver entradas 40 y 41), y todos nuestros personajillos interiores, la sombra blanca, el mago, el osito amoroso, el guerrero samurái, gruñón, etc. (Ver la entrada 42: equipaje para este mundo), que Fidel Delgado describe magistralmente en sus entretenidas y simpáticas conferencias.
Con todos estos personajes que están montados en nuestra chepa, y yo (Pocoyó), que me lo creo a pies juntillas, vamos que rebotamos a la hora de imputar las culpas de todos los desaguisados y tropezones que damos en la vida. No hace falta un demonio con cuernos y rabo para justificar nuestras tropelías, a no ser que a todo este zoológico interior, le denominemos Satanás.
Nuestro nivel de consciencia, de lucidez, es tan raquítico, que literalmente “caemos en la tentación” de sucumbir a todas las apetencias que todos estos personajillos que habitan nuestro cerebro nos puedan poner delante de nosotros. Pero ¿Quién pone la tentación a quién? ¿Un personajillo como por ejemplo “Gruñón”, más cabreado que una mona, que forma parte de mí, a mí? Es decir, yo me pongo a mí mismo las trampas, las tentaciones.
Yo, que soy lo que mi pensamiento ha elaborado sobre mí, soy el que me pongo delante de mis ojos las ocasiones para caer, para literalmente cagarla. Porque el problema en todo esto soy “yo”, el yo que se cree individuo, separado del resto de la Creación, por la barrera que levanta la enfermedad denominada egolatría, o pecado original.
Creerme separado del Todo, hace que me sienta dueño de mi todo (pequeño), de mi mundo, donde hago y deshago a voluntad, a mi voluntad, a mis deseos.
Creerme separado del Todo hace que “yo” me forje un modelo de cómo debo ser yo (yo según “yo”), de cómo debe ser el mundo (el mundo según “yo”), y de cómo debe ser Dios (Dios según “yo”)… que es para nota.
En el fondo introducir en este “camarote de los hermanos Marx” que es nuestro cerebro nada menos que al demonio, aparte de ser el acabose del caos, es en el fondo echarle la culpa a otro de lo que sólo nosotros somos responsables; como hizo Eva, cuando Yahveh le preguntó que por qué le había dado a Adán la manzana, y ella dijo que había sido la serpiente. “Señorita yo no he sido, ha sido fulanito”, como nos exculpábamos de parvulitos ante nuestra señorita profesora.
Como cuento para tiernos infantes, está bien. Pero para gente adulta y madura, se queda algo corto de miras. Porque en realidad, las tentaciones vienen de nuestra “atontación”, al creernos lo que no somos, pero creemos que somos, una entidad separada del Todo, separada del Eterno, al que le pedimos la herencia para hacer de nuestra capa un sayo, y hemos terminado como los gorrinos, atascados en un charco, llenos de barro y mierda hasta las orejas, y compitiendo con estos por unas cuantas algarrobas. Parábola del hijo pródigo.
En este estado de cosas, buscamos nuestra alma y no la encontramos, porque creemos que lo que vemos en el espejo cuando nos miramos, ese soy “yo”. Buscamos a Dios, y ya, ni te cuento las chorradas que podemos llegar a imaginar sobre Él, y que encima tenemos el atrevimiento y la osadía de escribirlas en sesudos tratados de Teología. Y como para más inri, tenemos levantada en torno a nosotros una barrera que nos separa del mundo exterior, con quienes sólo establecemos conexiones para incorporar materia energía e información, como cualquier unidad de Carbono (véase “ser vivo”), resulta que aislados en nuestro pequeño mundo, qué más da que hagamos culpable de nuestras culpas al demonio, a la serpiente o a quien se nos ponga por delante, cuando lo que realmente sucede es que vivimos “atontados” viviendo una ilusión forjada por nuestro pensamiento, por cierto inyectado en muy gran parte por la educación recibida.
Sólo cuando logramos salir de nuestra idiotez, de nuestra tontuna, y caemos en la cuenta de que nada de lo que sucede es obra nuestra, que hasta los pelos de nuestra cabeza están contados, que ninguno de nosotros es capaz de añadir un codo a su estatura a fuerza de discursos (de pensar), que no se mueve una sola hoja de un árbol sin que nuestro Padre Celestial lo consienta (Mt Cap. 5 y Cap. 6); cuando caemos en la cuenta de todo esto y de que realmente formamos parte indivisible del Todo, de que formamos parte inseparable de la Divina Realidad, aunque nos resistamos a ello como gato panza arriba, entonces, y sólo entonces, lograremos salir de la influencia de nuestras propias tentaciones.
Así que no nos dejes caer en la tentación, en el fondo se transforma en “no nos dejes caer en nuestra idiotez, en nuestra tontuna, en nuestra soberbia de creernos dueños de nosotros mismos”, es decir… “en la tentación”.
Esta lectura de los acontecimientos puede que sea algo heterodoxa o muy heterodoxa respecto de la “doctrina”. El que prefiera lo del demonio y la tentación a base de puyazos con el tridente…, pues, él mismo con su mecanismo. Pero, realmente sólo cuando descubres en el prójimo que tienes al lado a alguien con el que formas una misma entidad, integrada en el Todo, compartiendo la misma esencia que el Padre Celestial, siendo todos Uno en Él, entonces y sólo entonces, eres capaz de descubrir tu verdadera entidad, tu verdadera naturaleza, unida de un modo indivisible a Dios, a la Divina Realidad, de la que sólo tu idiotez te ha separado, o te ha hecho creer que estabas separado.
No nos dejes caer en la tentación es, en realidad un “no nos dejes caer en la atontación”, en la soberana necedad de creernos lo que sólo la alucinación de nuestros sentidos nos hace creer lo que no somos.
Jesús de Nazareth, como hombre que era, también sufrió tentaciones, como revelan los Evangelios. Es cierto que aparece el demonio como artífice de las tentaciones. Fue tentado en los tres puntos débiles del ser humano, ambicionar saciar los apetitos (piedras en pan), el orgullo y vanagloria (caer del alero del templo sin tropezar a la vista de todos), y la ambición de Poder con mayúscula (visión de las riquezas de este mundo). No estuvo exento de estas tentaciones, como ninguno de nosotros lo estamos, porque en sus genes, como hombre, tenía esta debilidad, que supo superar, porque una fuerza interior mucho más poderosa que su propia debilidad, consiguió sobreponerle.
Como en anteriores entradas sobre el Padrenuestro, te invito, medites sobre esto en silencio, y espera respuesta. Si te convence más la idea de un demonio chinchándote, pues vale. Todo está admitido por la Organización, como dice Fidel Delgado.
La Paz sea contigo.
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