¿Qué pasaría si una fuerza incontenible chocara contra una barrera insuperable?
¿Qué pasaría si dos planetas chocasen?
¿Qué pasaría si dos paradigmas absolutos entraran en colisión?
Existe en el ser humano un paradigma que ha regido su vida desde sus orígenes. La lucha por la vida, por la supervivencia, y todo lo que ello supone y a lo que obliga.
Jesús de Nazareth plantea un nuevo paradigma. Vivir para amar, la donación total de uno mismo, la entrega total a los demás, hasta perder la propia vida. El que quiera ganar su vida la perderá.
¿Qué pasaría si el paradigma basado en la lucha por la propia vida choca frontalmente con el paradigma de la donación total?
Este fue y es el drama de Jesús de Nazareth en el mundo… Y el nuestro.
Introducción
En otro día, viendo el comportamiento de las palomas en el parque, me daba cuenta de que todo el sistema motor de los animales está orientado a poder desplazar al individuo al lugar adecuado para cubrir sus necesidades, bien sean estas las de conseguir comida, bebida, cobijo del frío, del calor o para el apareamiento. Mantener un sistema biológico, una unidad de Carbono requiere un elevado consumo de materia, energía e información.
Los humanos, con independencia de que en un momento determinado el Creador hubiera insuflado a los primeros individuos de nuestra especie, el alma, como unidades de Carbono, procedemos del mundo animal, en el que rige la despiadada ley del más fuerte, el más rápido, el más sagaz y el que es más capaz de adaptarse a nuevas circunstancias y entornos.
Es así, que por instinto natural tratamos de cubrir el cúmulo de necesidades que vemos o sentimos al descubierto.
Para reflexionar sobre todo lo que encierran nuestros más arcanos rincones de nuestro cerebro y de nuestra alma, he recuperado del baúl de los libros olvidados, un librito que editó Bruguera en 1972, “Mil dioses y un Cielo”, de Kurt Seeberger. Es un libro descatalogado ya, pero para mí es muy completo y permite comprender cómo se instauró en el ser humano el pensamiento religioso.
El hilo conductor de la obra es el hallazgo casual en Oroville, California, a 120 Km al Noreste de San Francisco, en 1911 de un hombre indio, procedente de las montañas cercanas. Ni él, ni ninguno de los miembros de su tribu ni de sus antepasados había tenido contacto con la civilización. A todos los efectos, por la forma de comportarse y por los utensilios que usaba, era un ser humano que había vivido en la Edad de Piedra. Los antropólogos le han definido como el último nativo americano el cual, jamás antes ni él ni su tribu había entrado en contacto con la civilización occidental. Estrictamente se podría decir que realizó un viaje en el tiempo desde la Edad de Piedra hasta el momento actual (más o menos, comienzos del Siglo XX).
El comportamiento de ese fósil viviente (nacido en 1860 y fallecido en 1916), demostró a los científicos cómo fue el despertar de la Humanidad, y en definitiva, por qué es así nuestra visión del mundo y el comportamiento humano. Pero fundamentalmente nos permitió comprender por qué creemos en Dios.
Moonwatcher
Hace 600.000 años que la Tierra entró en su última (hasta el momento) Era geológica, la Era Cuaternaria. Fue una era glacial, entre los -600.000 y -10.000 años AC. En cuatro ocasiones el Planeta desplegó inmensas masas de nieve y hielos que cubrieron prácticamente la mitad del globo. Fueron las épocas glaciares de “Günz” (600.000 – 550.000), “Mindel” (480.000 – 420.000), “Riss” (230.000 – 180.000) y “Würn” (120.000 – 10.000). Los nombres proceden de cuatro arroyos alpinos, dados por los geólogos Penck y Bruckner a principios del Siglo XX.
Que este haya sido el comportamiento del clima en el albor de la Humanidad, tiene un interés fundamental, pues es el clima es uno de los agentes más decisivos (por no decir el que más) en la dinámica de la historia mundial. Los antiguos movimientos de poblaciones sólo se comprenden por los efectos de los cambios climáticos.
En las épocas glaciares, con -22ºC en Enero y 5ºC en Julio, no permitían la formación de grandes masas de bosques. El paisaje europeo sería similar al de las estepas rusas actuales. Ese sería, probablemente el mundo que vio nacer al ser humano.
Desde luego, nada más lejos de un Paraíso Terrenal, como primer hogar del ser humano. Tundras heladas, escasez absoluta de alimentos vegetales y una lucha denodada con los animales para, primero, no ser devorados por ellos y segundo, cazarlos para poder sobrevivir. El hombre, fisiológicamente un herbívoro, tuvo que convertirse en omnívoro y cazar, para no morir de hambre.
Para ello, para tanto defenderse de las fieras y de las inclemencias del tiempo, como para poder comer y sobrevivir, comenzó a aprender a fabricar útiles con lo más duro y elemental que pudo encontrar, la piedra y la madera. Así entró en lo que hoy denominamos la Edad de Piedra.
La Edad de Piedra, subdividida en tres periodos, Paleolítico (600.000 – 10.000), Mesolítico (10.000 – 5.000 AC) y Neolítico (5000 – 1.700 AC), constituye la aurora de la Humanidad, el sexto día de la Creación.
El Paleolítico concluye, más o menos, con el final de la última glaciación. Es en este periodo cuando habitó Moonwatcher, el homínido de la novela de Arthur Clark, 2001 una odisea en el Espacio, obligado a desarrollar su capacidad de pensar entre la crudeza de las nieves y los hielos, y el infierno de los tórridos periodos interglaciares.
La vida de Moonwatcher dependía en exclusiva casi, de los animales, si conseguía no ser devorado por ellos, y además, matarlos para poder comer. Y los animales no se entregaban por propia voluntad, pues al olfatear su presencia, huían para ponerse a salvo de este nuevo y despiadado depredador.
La rapidez era su éxito, y también la fuerza, pero sobre todo, la astucia. De tal forma que es prácticamente seguro que la aparición de la inteligencia humana surgió como forma de sobrevivir a un mundo situado en las antípodas del mítico paraíso terrenal.
Moonwatcher y los suyos se las tuvo que ver con animales mucho mayores que ellos, con imponentes armas de defensa y de ataque, tales como los tigres dientes de sable, los mamuts, los lobos, las panteras, osos cavernarios, bisontes, rinocerontes velludos, etc. El oso cavernario era la imponente figura del Rey de la Tierra, con el que ninguna otra criatura podía medir sus fuerzas. De no haber desarrollado Moonwatcher su capacidad de pensar, el ser humano se habría extinguido sin remisión. Es por tanto que sería un tremendo error imaginarse la Edad de Piedra como un idílico paraíso de total armonía del hombre con la Naturaleza. Fue un larguísimo y cruel escenario de lucha por la supervivencia, de extremada dureza, donde “vivir” significaba “querer sobrevivir”.
Cómo fue posible que el hombre sobreviviera a esos arcanos y despiadados milenios, sólo se explica por el desarrollo del arma más poderosa jamás conocida por la Naturaleza, la inteligencia. Sólo con los puños no se puede matar a un oso, pero sí con la cabeza, con el cerebro.
El cerebro se convierte en herramienta y arma. Esta herramienta y arma le ha permitido superar todos los desafíos, hasta erigirse en el campeón de la Creación, en este Planeta.
Moonwatcher al blandir los fémures de los animales muertos y ver que en su mano tenía el poder de golpear con fuerza, se acordó del monolito que surgió de repente a la entrada de su cueva, y pensó por primera vez.
Pensar significa en etimología alemana, “hacer que algo aparezca”.
Percibir significa “captar mediante los órganos sensoriales”. Moonwatcher percibía por sus sentidos, y ese cúmulo de estímulos sensoriales comenzaron a ir, no al protoencéfalo reptiliano que dispara reacciones instintivas, o al mesencéfalo que despliega el conjunto de reacciones, también instintivas, aunque más elaboradas, de protección del grupo, sino a una nueva e incipiente capa externa, el telencéfalo, donde a velocidad vertiginosa comenzaron a establecerse millones de asociaciones dendríticas interneuronales, una compleja red, un telar mágico que permitió el desarrollo de la capacidad asociativa, entre los recuerdos almacenados en la primitiva memoria, y los nuevos estímulos. Las posibles alternativas en la toma de decisiones crecieron a velocidad logarítmica. De este modo el Moonwatcher comenzó a “saber” y “evaluar” amenazas y oportunidades, aprendió a averiguar a qué se enfrentaba en cada momento.
La percepción, asociada al pensamiento permite reconocer, proporciona la noción de la realidad. Konrad Lorenz definió así a esta nueva herramienta del ser humano, que le permitió salir del reino de los instintos, “aparato de visión mundial”.
Lo dado a conocer mediante la percepción y el proceso asociativo permite destacar el objeto percibido, como “reconocido”, y así “aparece ante nuestros ojos y nuestra mente”. Sale a la luz.
El pensamiento, por tanto, permite sacar las cosas de la oscuridad del desconocimiento. Así, Moonwatcher pudo avanzar en la oscuridad, sacando poco a poco las cosas a la luz de su emergente inteligencia, y así luchar contra el caos, es decir, aprendió a “predecir”, a saber qué iba a ocurrir si un determinado acontecimiento seguía un proceso concreto, y cuáles podían ser las rutas alternativas y evaluar los riesgos y oportunidades.
De repente se dio cuenta de que “podía dominar el horizonte”. Al erguirse sobre sus patas traseras y subir a una colina, su vista era capaz de ver y comprender el escenario ante sus ojos, hasta donde permitía el horizonte. Aprendió a ver de lejos, a otear, ver allí una manada de corzos, allá un lobo y a cuyá un riachuelo donde aprovisionarse de agua. En un instante fue capaz de comprender dónde estaba, la situación de riesgo y oportunidad, y a establecer un “plan de acción”, un método o “camino hacia la meta”.
Se produjeron, además en Moonwatcher, dos cambios anatómicos más, que le permitieron abandonar el reino de los instintos para entrar en el de la inteligencia. Por una parte, la evolución de la mano prensil, al liberar sus extremidades superiores de la función de marcha. Por otra, el desarrollo de la visión frontal estereoscópica, lo que le permitía (como ya hacían sus congéneres arbóreos y prehomínidos, el chimpancé, por ejemplo), medir distancias con gran exactitud, aunque perdía ángulo de visión.
Todo esto hizo, según Lorenz que el homo pasara a ser sapiens:
1.- Idea central del espacio, procedente de la facultad de trepar con mano prensil, y así calcular distancias y establecer situación.
2.- Pasar de ser un animal especializado en una sola función, por razón de sus habilidades físicas, a ser un animal no especializado físicamente pero con capacidad multipropósito ilimitada, en base a su capacidad de pensar y asociar.
3.- Liberación de los instintos. Control de las emociones mediante el razonamiento de la situación y cálculo de posibles alternativas.
Con estos tres elementos fundamentales, llegamos al momento culmen en el que Monwatcher toma conciencia de sí mismo. Descubre a “yo” frente al entorno que le rodea. Y se pregunta “¿qué hago “yo” aquí?”.
Es el nacimiento de la conciencia del “yo”.
Ishi
Así Moonwatcher se convirtió en Ishi, un ser inteligente orientado a “objetivo final” y con conciencia de sí mismo.
Ishi (sus antepasados) desarrollaron los métodos de supervivencia. Tuvo que desarrollar métodos para hallar, descubrir, reconocer y planificar estrategias y tácticas de caza.
Ishi, el hombre salvaje de Oroville, enseñó a los científicos sus técnicas aprendidas desde tiempos inmemoriales, y desde luego que no actuaba al azar. Actuaba con premeditación y con extremada astucia. Su método era de “objetivo final”, matar al animal. Sabía lo que quería y cómo lograrlo. De otra forma habría muerto de hambre. Y es que el pensamiento es la herramienta del ser humano, la única que tiene, para mantenerse con vida, él y su familia.
La fotografía de 1914 es de Ishi, perteneciente a la tribu de los Yana.
Cuando piensa, oye y percibe con la vista y el olfato, y el gusto, el hombre se da cuenta de que en su cabeza residen sus principales capacidades, tanto a nivel de percepción como de pensamiento. Si además sube a una colina para otear al horizonte, se da cuenta de que “arriba” se domina más que en el llano o en el valle. Así surge un concepto básico, “arriba y abajo”. Cuanto más arriba, más claridad, más perspectiva y más amplitud, aunque se pierden los detalles. Cuanto más abajo, más oscuridad, menos perspectiva, menos capacidad de dominar el entorno, pero más capacidad de ver el detalle. De hecho, la civilización no surgirá en las profundidades de la selva, sino en los amplios horizontes de las praderas y sabanas, y en las orillas del mar. No es casualidad que los pueblos dominados por los mitos, vean en las profundidades de la selva, las más peligrosas amenazas.
Arriba, Ishi ve el cielo y la luz del sol. Abajo ve las cuevas, y la oscuridad del mundo en tinieblas.
Así Ishi aprendió a diseñar estrategias y tácticas de objetivo final, pero necesitaba aprender a analizar y comprender cómo y por qué sucedían las cosas, para poder aprovecharse de unas cosas y neutralizar los peligros de otras. Necesitaba aprender a explicar los fenómenos. Lorenz afirma que el pensamiento intencionado, de objetivo final, de poco sirve sin el pensamiento causal. Y viceversa, de nada serviría comprender, si no buscáramos nada, si no tuviéramos una finalidad.
Es en este ámbito del pensamiento donde a Ishi le costaba más trabajo llegar. El detalle al que podía llegar mediante la observación era demasiado primario. Por qué crecían las plantas era comprendido en la medida en que veía que hacía falta agua, luego en algo el agua era necesario para el crecimiento de las plantas, y un determinado tipo de tierra. Y hasta ahí llega, pero no puede comprender el mecanismo íntimo del crecimiento. Y así con todo.
Como esto le ocurría con casi todo lo que quería comprender, el más allá de la explicación lo tenía que resolver de alguna forma, todo antes de concluir con un frustrante “no sé”.
Como no era capaz de descubrir las causas últimas, empezó a reconocer las causas últimas como fuerzas ocultas que actuaban a voluntad, estableciendo un mundo cíclico, estacional. A estas fuerzas les puso voluntad y nombre. De modo que las “causas” en la Edad de Piedra no son cosas o fuerzas, sino seres causantes o responsables de algo.
Nosotros
Después de Ishi, vino la civilización y todas esas cosas, pero en el fondo, las reacciones primitivas del ser humano siguen siendo las mismas. Y la necesidad de satisfacer todas y cada una de las necesidades primarias y afectivas, tampoco han cambiado demasiado.
El sentido de los mitos es en todas las culturas responder a la eterna pregunta, ¿qué sentido tiene la vida? Se trata de hacer visibles a los causantes de los días y las cosas, y sobre todo comprender por qué, tanto más cuanto la vida en los orígenes de las comunidades humanas fue lo más alejado de un paraíso. Fue violenta, peligrosa, complicada. El objetivo de cada mañana de aquellos hombres era sobrevivir y poder llegar a la noche para contarlo. Cuando surgió la conciencia, verdadera prueba fehaciente de humanidad, el hombre necesitaba comprender por qué estaba allí, y sobre todo, qué sentido tenía la vida, escondido deseo de saber a dónde nos conduce.
Al surgir en el mundo, el hombre se encuentra con varios ejes de coordenadas. El primero y más comprensible es el compuesto por los cuatro puntos cardinales, el plano horizontal. El segundo es la flecha del tiempo, pasado, presente y futuro, y el tercero es el vertical, arriba y abajo. Arriba lo excelso, la luz, abajo lo impuro, la oscuridad. Coronar la montaña es un éxito que la naturaleza recompensa con un espléndido panorama, te sientes el rey del mundo. Caer en una sima es sinónimo de fracaso, de accidente, de tragedia, donde reina la oscuridad y el miedo. Luego en el hombre desde que tiene conciencia de sí mismo, siente una tendencia innata a elevarse. Aquí abajo no se encuentra bien, necesita liberarse de miedos, de ataduras. Así las soteriologías trazan un vector liberador, que va elevando al ser humano sobre las cosas, hasta conducirle a una nueva realidad eternamente estable en un escenario estable, firme, duradero, infinito, el firmamento. Conocer, comprender, seguir ese vector, supone elevarse, “oriri” en latín, de donde viene el término Oriente (por donde el Sol se eleva sobre la Tierra), y orientarse “guiarse por la salida del Sol”, gracias a la luz que nos llega de las alturas.
Los mitos de las culturas primitivas muestran cómo existe una coincidencia casi total en reconocer que existe un Cielo eterno, inaccesible para el hombre, hacia donde el espíritu humano desea elevarse, y multitud de dioses, de deidades (cortes celestiales) que interviene el lo cotidiano de la vida de los hombres, fundamentalmente como manipuladores de los fenómenos meteorológicos que tanto pueden alimentar con buenas cosechas a las comunidades humanas, como arrasarlas del modo más violento imaginable con terremotos, volcanes, huracanes e inundaciones.
Una educación tendenciosa por parte de los educadores religiosos nos han hecho despreciar todas estas culturas y sus mitos, catalogándolos de dioses falsos y a sus seguidores de idólatras. A estas culturas con un Cielo y mil dioses se las califica de “politeístas”, donde el Sol era considerado el dios principal. En Egipto y en América Central, el sol es sinónimo del ojo de Dios, el “ojo de Ra”.
Por el contrario, las grandes religiones del Padre Abram se denominan “monoteístas”, porque reconocen a un único dios.
Pero si uno lo piensa bien, el escenario es el mismo. Dios único (Cielo único), y debajo de Él multitud de seres espirituales que hacen la vida propicia o la estropean, ángeles y demonios, vírgenes y santos maestros. La evangelización cristiana del Imperio romano cambió Júpiter por Jesucristo, pero no tuvo más remedio que cambiar los diosecillos domésticos, lares y penates (que eran a los que los habitantes de las aldeas acudían para protegerse de las inclemencias del tiempo. Jesucristo, como Júpiter era el dios de los emperadores, ahora de los papas), por vírgenes, ángeles y santos de su devoción. Ellos sí estaban cercanos e intercedían ante Jesucristo y en ocasiones ante el mismísimo Dios.
Y entre el hombre y Dios (el Cielo), un camino lleno de avatares, que se origina en una tierra donde la oscuridad y el día conviven, donde se sufre y se padece, y donde la luz es el punto de destino. Una luz que está alta, muy alta. Y a falta de poder volar, la única forma de acercarse siquiera simbólicamente a las alturas, es subir la Montaña sagrada.
La deidad siempre ha estado situada en lugares inaccesibles. Las altas montañas son las moradas de los dioses. En Grecia el monte Olimpo es la morada de los dioses, para los judíos, es el monte Sinaí, donde Iahveh entregó las Tablas. Para los babilonios los zigurats representan la montaña sagrada. El Aconcagua, el Everest, y cualquier singular montaña puede ser y es morada de Dios o de los dioses. O el Monte Tabor, el Monte Carmelo, los lejanos lugares de peregrinación, Santiago de Compostela, Roma, Jerusalem, La Meca, etc. Sitios lejanos, elevados donde cuesta mucho sacrificio llegar.
Y nosotros somos así, como lo han sido todas las civilizaciones y todas las culturas. Así está amueblada nuestra mente y nuestro corazón. Sólo los elegidos han sabido darse cuenta de la autentica Divina Realidad.
Colisión de paradigmas
La predicación de Juan el Bautista estaba orientada más o menos bajo estos principios, aunque su originalidad residía en que ya apuntaba, intuía, barruntaba (sin saber muy cómo ni de qué manera) la inminencia de un gran cambio (aunque permanentemente confundido por las gentes con la liberación política de Israel, del yugo de roma), de un vuelco total de paradigma teológico, el aportado con Jesús de Nazareth. Es por ello, el bautismo de Jesús el primer episodio de ese cambio total de paradigma, que comienza con esa proclamación “este es mi Hijo muy amado, escuchadle”.
Pero algo hay en el corazón del hombre que le hace reticente a los cambios, aunque por razones de supervivencia se ve abocado a tener que afrontarlos. Es como cuando despertamos por las mañanas; qué bien se está en la camita, arropado por las sábanas y la manta… quince minutos más, por favor. Pero no podemos estar así todo el día; mal que nos pese, tenemos que levantarnos, entre otras cosas porque el hambre nos impulsa a desayunar, o las obligaciones a tener que salir a trabajar. Es decir, hay una inercia en nosotros que nos incita a seguir como estamos, enfrentada a un deseo también poderoso a evolucionar.
Y en esas estamos.
Es por ello, que los comienzos en la vida de Oración, o se abordan desde la borrachera del vino del entusiasmo, del embalamiento emocional, o difícilmente podemos vencer, al menos inicialmente el choque brutal de paradigmas entre nuestra vida cotidiana (con práctica religiosa incluida), y la vida de fe decidida a seguir al Maestro. Lo veíamos cuando abordé la entrada 43, experiencias de choque. Estas experiencias son como un buen lingotazo de ron antes de saltar al vacío, porque no hay arrestos de hacerlo en nuestro sano juicio. Es tanto lo que tenemos que dejar atrás, que parece cosa de locos.
Soluciones de compromiso
Es por eso, que en el fondo no queda más remedio que estimular a las gentes a que practiquen una religión de mínimos, de compromiso, de cumplo y miento. En el fondo la Iglesia católica es sabia (los inconformistas nos obcecamos con cosas que son imposibles, y no acertamos a reconocer que si las cosas son como son es por una muy buena razón), y comprende que no hay más cera que la que arde. Ella conoce muy bien la naturaleza humana, y sabe que no se puede sacar de donde no hay. Y el común de las gentes, bastante hace con mantenerse apaciguada y viviendo en una razonable paz social, encomendándose al santo o virgen de su devoción para sus cuitas y frecuentando la iglesia los domingos. Si es lo que decía Monseñor, frecuentar los sacramentos y hacer buenas obras.
En este punto, creo que es procedente reflexionar en la diferencia entre culpa y delito. La culpa es un desaguisado cometido, digamos sin ánimo de hacer mal, aunque se haga, o por denegación de auxilio o por imprudencia. Es una acción reprobable de tipo “culposo”; de alguna forma se comete sin intención explícita de hacer daño. El delito es una acción punible cometida a sabiendas de que se va a hacer daño. En términos legales recibe el calificativo de “acto doloso”, con dolo, a sabiendas, con plena conciencia del daño que se va a infringir.
Por sentido común, las culpas son malas obras pero que tienen un carácter atenuante, el derivado de la ausencia de mala fe. Por el contrario el delito tiene carácter agravante, ya que va acompañado de mala intención.
Pues bien, hasta donde uno puede comprobar, los códigos morales de la religión mantienen el criterio general de que “el que la hace la paga”, bien sea con culpa o con dolo. Y las penitencias han de ser proporcionales a la culpa o al daño causado. Ojo por ojo y diente por diente. Y así, al menos a mí me enseñaron en el catecismo toda la gradación de los pecados, veniales, veniales deliberados (con poco dolo) y mortales (con mucho dolo, o no). Así el perdón y la penitencia debían ser proporcionales, y hasta que no purguemos nuestros pecados, bien aquí o bien en el purgatorio (que no sabemos lo que es pero dicen que se pasa malamente), no podemos entrar en el Paraíso. Pero si cometemos un solo pecado mortal y morimos, se acabó, nos condenamos por toda la eternidad.
Todo esto entra dentro del paradigma estándar, el que se ha desarrollado en la mente de los hombres desde Moonwatcher hasta nosotros.
Jesús de Nazareth viene a anunciar “otra cosa totalmente distinta”. Aunque leamos todos los días o los domingos el Evangelio de la misa, lo que refleja Jesús en el Evangelio y las prácticas religiosas del común de las gentes no tienen nada que ver. Las prácticas están más próximas, mucho más próximas a la mentalidad veterotestamentaria, la de Juan el Bautista, que a la mentalidad de Jesús.
La ideología de Jesús es el fundamento de la Mística, del Camino de Perfección, camino que no se deciden recorrer salvo un muy reducido número de seguidores de Jesús. Y todavía más, es un camino erizado de dificultades y de la incomprensión del común de las gentes, que te tachan de enajenado, de pirado (hasta tú terminas por creértelo), y de los propios sacerdotes, a los que les sobrepasa los planteamientos de las almas que experimentan a Dios de la forma que lo experimentó Jesús, y cómo nos lo enseñó.
Lo de muchos son los llamados (a una religión convencional) y pocos los elegidos (a una fe absoluta) es literalmente cierto.
La Paz esté contigo.
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¿Qué pasaría si dos planetas chocasen?
¿Qué pasaría si dos paradigmas absolutos entraran en colisión?
Existe en el ser humano un paradigma que ha regido su vida desde sus orígenes. La lucha por la vida, por la supervivencia, y todo lo que ello supone y a lo que obliga.
Jesús de Nazareth plantea un nuevo paradigma. Vivir para amar, la donación total de uno mismo, la entrega total a los demás, hasta perder la propia vida. El que quiera ganar su vida la perderá.
¿Qué pasaría si el paradigma basado en la lucha por la propia vida choca frontalmente con el paradigma de la donación total?
Este fue y es el drama de Jesús de Nazareth en el mundo… Y el nuestro.
Introducción
En otro día, viendo el comportamiento de las palomas en el parque, me daba cuenta de que todo el sistema motor de los animales está orientado a poder desplazar al individuo al lugar adecuado para cubrir sus necesidades, bien sean estas las de conseguir comida, bebida, cobijo del frío, del calor o para el apareamiento. Mantener un sistema biológico, una unidad de Carbono requiere un elevado consumo de materia, energía e información.
Los humanos, con independencia de que en un momento determinado el Creador hubiera insuflado a los primeros individuos de nuestra especie, el alma, como unidades de Carbono, procedemos del mundo animal, en el que rige la despiadada ley del más fuerte, el más rápido, el más sagaz y el que es más capaz de adaptarse a nuevas circunstancias y entornos.
Es así, que por instinto natural tratamos de cubrir el cúmulo de necesidades que vemos o sentimos al descubierto.
Para reflexionar sobre todo lo que encierran nuestros más arcanos rincones de nuestro cerebro y de nuestra alma, he recuperado del baúl de los libros olvidados, un librito que editó Bruguera en 1972, “Mil dioses y un Cielo”, de Kurt Seeberger. Es un libro descatalogado ya, pero para mí es muy completo y permite comprender cómo se instauró en el ser humano el pensamiento religioso.
El hilo conductor de la obra es el hallazgo casual en Oroville, California, a 120 Km al Noreste de San Francisco, en 1911 de un hombre indio, procedente de las montañas cercanas. Ni él, ni ninguno de los miembros de su tribu ni de sus antepasados había tenido contacto con la civilización. A todos los efectos, por la forma de comportarse y por los utensilios que usaba, era un ser humano que había vivido en la Edad de Piedra. Los antropólogos le han definido como el último nativo americano el cual, jamás antes ni él ni su tribu había entrado en contacto con la civilización occidental. Estrictamente se podría decir que realizó un viaje en el tiempo desde la Edad de Piedra hasta el momento actual (más o menos, comienzos del Siglo XX).
El comportamiento de ese fósil viviente (nacido en 1860 y fallecido en 1916), demostró a los científicos cómo fue el despertar de la Humanidad, y en definitiva, por qué es así nuestra visión del mundo y el comportamiento humano. Pero fundamentalmente nos permitió comprender por qué creemos en Dios.
Moonwatcher
Hace 600.000 años que la Tierra entró en su última (hasta el momento) Era geológica, la Era Cuaternaria. Fue una era glacial, entre los -600.000 y -10.000 años AC. En cuatro ocasiones el Planeta desplegó inmensas masas de nieve y hielos que cubrieron prácticamente la mitad del globo. Fueron las épocas glaciares de “Günz” (600.000 – 550.000), “Mindel” (480.000 – 420.000), “Riss” (230.000 – 180.000) y “Würn” (120.000 – 10.000). Los nombres proceden de cuatro arroyos alpinos, dados por los geólogos Penck y Bruckner a principios del Siglo XX.
Que este haya sido el comportamiento del clima en el albor de la Humanidad, tiene un interés fundamental, pues es el clima es uno de los agentes más decisivos (por no decir el que más) en la dinámica de la historia mundial. Los antiguos movimientos de poblaciones sólo se comprenden por los efectos de los cambios climáticos.
En las épocas glaciares, con -22ºC en Enero y 5ºC en Julio, no permitían la formación de grandes masas de bosques. El paisaje europeo sería similar al de las estepas rusas actuales. Ese sería, probablemente el mundo que vio nacer al ser humano.
Desde luego, nada más lejos de un Paraíso Terrenal, como primer hogar del ser humano. Tundras heladas, escasez absoluta de alimentos vegetales y una lucha denodada con los animales para, primero, no ser devorados por ellos y segundo, cazarlos para poder sobrevivir. El hombre, fisiológicamente un herbívoro, tuvo que convertirse en omnívoro y cazar, para no morir de hambre.
Para ello, para tanto defenderse de las fieras y de las inclemencias del tiempo, como para poder comer y sobrevivir, comenzó a aprender a fabricar útiles con lo más duro y elemental que pudo encontrar, la piedra y la madera. Así entró en lo que hoy denominamos la Edad de Piedra.
La Edad de Piedra, subdividida en tres periodos, Paleolítico (600.000 – 10.000), Mesolítico (10.000 – 5.000 AC) y Neolítico (5000 – 1.700 AC), constituye la aurora de la Humanidad, el sexto día de la Creación.
El Paleolítico concluye, más o menos, con el final de la última glaciación. Es en este periodo cuando habitó Moonwatcher, el homínido de la novela de Arthur Clark, 2001 una odisea en el Espacio, obligado a desarrollar su capacidad de pensar entre la crudeza de las nieves y los hielos, y el infierno de los tórridos periodos interglaciares.
La vida de Moonwatcher dependía en exclusiva casi, de los animales, si conseguía no ser devorado por ellos, y además, matarlos para poder comer. Y los animales no se entregaban por propia voluntad, pues al olfatear su presencia, huían para ponerse a salvo de este nuevo y despiadado depredador.
La rapidez era su éxito, y también la fuerza, pero sobre todo, la astucia. De tal forma que es prácticamente seguro que la aparición de la inteligencia humana surgió como forma de sobrevivir a un mundo situado en las antípodas del mítico paraíso terrenal.
Moonwatcher y los suyos se las tuvo que ver con animales mucho mayores que ellos, con imponentes armas de defensa y de ataque, tales como los tigres dientes de sable, los mamuts, los lobos, las panteras, osos cavernarios, bisontes, rinocerontes velludos, etc. El oso cavernario era la imponente figura del Rey de la Tierra, con el que ninguna otra criatura podía medir sus fuerzas. De no haber desarrollado Moonwatcher su capacidad de pensar, el ser humano se habría extinguido sin remisión. Es por tanto que sería un tremendo error imaginarse la Edad de Piedra como un idílico paraíso de total armonía del hombre con la Naturaleza. Fue un larguísimo y cruel escenario de lucha por la supervivencia, de extremada dureza, donde “vivir” significaba “querer sobrevivir”.
Cómo fue posible que el hombre sobreviviera a esos arcanos y despiadados milenios, sólo se explica por el desarrollo del arma más poderosa jamás conocida por la Naturaleza, la inteligencia. Sólo con los puños no se puede matar a un oso, pero sí con la cabeza, con el cerebro.
El cerebro se convierte en herramienta y arma. Esta herramienta y arma le ha permitido superar todos los desafíos, hasta erigirse en el campeón de la Creación, en este Planeta.
Moonwatcher al blandir los fémures de los animales muertos y ver que en su mano tenía el poder de golpear con fuerza, se acordó del monolito que surgió de repente a la entrada de su cueva, y pensó por primera vez.
Pensar significa en etimología alemana, “hacer que algo aparezca”.
Percibir significa “captar mediante los órganos sensoriales”. Moonwatcher percibía por sus sentidos, y ese cúmulo de estímulos sensoriales comenzaron a ir, no al protoencéfalo reptiliano que dispara reacciones instintivas, o al mesencéfalo que despliega el conjunto de reacciones, también instintivas, aunque más elaboradas, de protección del grupo, sino a una nueva e incipiente capa externa, el telencéfalo, donde a velocidad vertiginosa comenzaron a establecerse millones de asociaciones dendríticas interneuronales, una compleja red, un telar mágico que permitió el desarrollo de la capacidad asociativa, entre los recuerdos almacenados en la primitiva memoria, y los nuevos estímulos. Las posibles alternativas en la toma de decisiones crecieron a velocidad logarítmica. De este modo el Moonwatcher comenzó a “saber” y “evaluar” amenazas y oportunidades, aprendió a averiguar a qué se enfrentaba en cada momento.
La percepción, asociada al pensamiento permite reconocer, proporciona la noción de la realidad. Konrad Lorenz definió así a esta nueva herramienta del ser humano, que le permitió salir del reino de los instintos, “aparato de visión mundial”.
Lo dado a conocer mediante la percepción y el proceso asociativo permite destacar el objeto percibido, como “reconocido”, y así “aparece ante nuestros ojos y nuestra mente”. Sale a la luz.
El pensamiento, por tanto, permite sacar las cosas de la oscuridad del desconocimiento. Así, Moonwatcher pudo avanzar en la oscuridad, sacando poco a poco las cosas a la luz de su emergente inteligencia, y así luchar contra el caos, es decir, aprendió a “predecir”, a saber qué iba a ocurrir si un determinado acontecimiento seguía un proceso concreto, y cuáles podían ser las rutas alternativas y evaluar los riesgos y oportunidades.
De repente se dio cuenta de que “podía dominar el horizonte”. Al erguirse sobre sus patas traseras y subir a una colina, su vista era capaz de ver y comprender el escenario ante sus ojos, hasta donde permitía el horizonte. Aprendió a ver de lejos, a otear, ver allí una manada de corzos, allá un lobo y a cuyá un riachuelo donde aprovisionarse de agua. En un instante fue capaz de comprender dónde estaba, la situación de riesgo y oportunidad, y a establecer un “plan de acción”, un método o “camino hacia la meta”.
Se produjeron, además en Moonwatcher, dos cambios anatómicos más, que le permitieron abandonar el reino de los instintos para entrar en el de la inteligencia. Por una parte, la evolución de la mano prensil, al liberar sus extremidades superiores de la función de marcha. Por otra, el desarrollo de la visión frontal estereoscópica, lo que le permitía (como ya hacían sus congéneres arbóreos y prehomínidos, el chimpancé, por ejemplo), medir distancias con gran exactitud, aunque perdía ángulo de visión.
Todo esto hizo, según Lorenz que el homo pasara a ser sapiens:
1.- Idea central del espacio, procedente de la facultad de trepar con mano prensil, y así calcular distancias y establecer situación.
2.- Pasar de ser un animal especializado en una sola función, por razón de sus habilidades físicas, a ser un animal no especializado físicamente pero con capacidad multipropósito ilimitada, en base a su capacidad de pensar y asociar.
3.- Liberación de los instintos. Control de las emociones mediante el razonamiento de la situación y cálculo de posibles alternativas.
Con estos tres elementos fundamentales, llegamos al momento culmen en el que Monwatcher toma conciencia de sí mismo. Descubre a “yo” frente al entorno que le rodea. Y se pregunta “¿qué hago “yo” aquí?”.
Es el nacimiento de la conciencia del “yo”.
Ishi
Así Moonwatcher se convirtió en Ishi, un ser inteligente orientado a “objetivo final” y con conciencia de sí mismo.
Ishi (sus antepasados) desarrollaron los métodos de supervivencia. Tuvo que desarrollar métodos para hallar, descubrir, reconocer y planificar estrategias y tácticas de caza.
Ishi, el hombre salvaje de Oroville, enseñó a los científicos sus técnicas aprendidas desde tiempos inmemoriales, y desde luego que no actuaba al azar. Actuaba con premeditación y con extremada astucia. Su método era de “objetivo final”, matar al animal. Sabía lo que quería y cómo lograrlo. De otra forma habría muerto de hambre. Y es que el pensamiento es la herramienta del ser humano, la única que tiene, para mantenerse con vida, él y su familia.
La fotografía de 1914 es de Ishi, perteneciente a la tribu de los Yana.
Cuando piensa, oye y percibe con la vista y el olfato, y el gusto, el hombre se da cuenta de que en su cabeza residen sus principales capacidades, tanto a nivel de percepción como de pensamiento. Si además sube a una colina para otear al horizonte, se da cuenta de que “arriba” se domina más que en el llano o en el valle. Así surge un concepto básico, “arriba y abajo”. Cuanto más arriba, más claridad, más perspectiva y más amplitud, aunque se pierden los detalles. Cuanto más abajo, más oscuridad, menos perspectiva, menos capacidad de dominar el entorno, pero más capacidad de ver el detalle. De hecho, la civilización no surgirá en las profundidades de la selva, sino en los amplios horizontes de las praderas y sabanas, y en las orillas del mar. No es casualidad que los pueblos dominados por los mitos, vean en las profundidades de la selva, las más peligrosas amenazas.
Arriba, Ishi ve el cielo y la luz del sol. Abajo ve las cuevas, y la oscuridad del mundo en tinieblas.
Así Ishi aprendió a diseñar estrategias y tácticas de objetivo final, pero necesitaba aprender a analizar y comprender cómo y por qué sucedían las cosas, para poder aprovecharse de unas cosas y neutralizar los peligros de otras. Necesitaba aprender a explicar los fenómenos. Lorenz afirma que el pensamiento intencionado, de objetivo final, de poco sirve sin el pensamiento causal. Y viceversa, de nada serviría comprender, si no buscáramos nada, si no tuviéramos una finalidad.
Es en este ámbito del pensamiento donde a Ishi le costaba más trabajo llegar. El detalle al que podía llegar mediante la observación era demasiado primario. Por qué crecían las plantas era comprendido en la medida en que veía que hacía falta agua, luego en algo el agua era necesario para el crecimiento de las plantas, y un determinado tipo de tierra. Y hasta ahí llega, pero no puede comprender el mecanismo íntimo del crecimiento. Y así con todo.
Como esto le ocurría con casi todo lo que quería comprender, el más allá de la explicación lo tenía que resolver de alguna forma, todo antes de concluir con un frustrante “no sé”.
Como no era capaz de descubrir las causas últimas, empezó a reconocer las causas últimas como fuerzas ocultas que actuaban a voluntad, estableciendo un mundo cíclico, estacional. A estas fuerzas les puso voluntad y nombre. De modo que las “causas” en la Edad de Piedra no son cosas o fuerzas, sino seres causantes o responsables de algo.
Nosotros
Después de Ishi, vino la civilización y todas esas cosas, pero en el fondo, las reacciones primitivas del ser humano siguen siendo las mismas. Y la necesidad de satisfacer todas y cada una de las necesidades primarias y afectivas, tampoco han cambiado demasiado.
El sentido de los mitos es en todas las culturas responder a la eterna pregunta, ¿qué sentido tiene la vida? Se trata de hacer visibles a los causantes de los días y las cosas, y sobre todo comprender por qué, tanto más cuanto la vida en los orígenes de las comunidades humanas fue lo más alejado de un paraíso. Fue violenta, peligrosa, complicada. El objetivo de cada mañana de aquellos hombres era sobrevivir y poder llegar a la noche para contarlo. Cuando surgió la conciencia, verdadera prueba fehaciente de humanidad, el hombre necesitaba comprender por qué estaba allí, y sobre todo, qué sentido tenía la vida, escondido deseo de saber a dónde nos conduce.
Al surgir en el mundo, el hombre se encuentra con varios ejes de coordenadas. El primero y más comprensible es el compuesto por los cuatro puntos cardinales, el plano horizontal. El segundo es la flecha del tiempo, pasado, presente y futuro, y el tercero es el vertical, arriba y abajo. Arriba lo excelso, la luz, abajo lo impuro, la oscuridad. Coronar la montaña es un éxito que la naturaleza recompensa con un espléndido panorama, te sientes el rey del mundo. Caer en una sima es sinónimo de fracaso, de accidente, de tragedia, donde reina la oscuridad y el miedo. Luego en el hombre desde que tiene conciencia de sí mismo, siente una tendencia innata a elevarse. Aquí abajo no se encuentra bien, necesita liberarse de miedos, de ataduras. Así las soteriologías trazan un vector liberador, que va elevando al ser humano sobre las cosas, hasta conducirle a una nueva realidad eternamente estable en un escenario estable, firme, duradero, infinito, el firmamento. Conocer, comprender, seguir ese vector, supone elevarse, “oriri” en latín, de donde viene el término Oriente (por donde el Sol se eleva sobre la Tierra), y orientarse “guiarse por la salida del Sol”, gracias a la luz que nos llega de las alturas.
Los mitos de las culturas primitivas muestran cómo existe una coincidencia casi total en reconocer que existe un Cielo eterno, inaccesible para el hombre, hacia donde el espíritu humano desea elevarse, y multitud de dioses, de deidades (cortes celestiales) que interviene el lo cotidiano de la vida de los hombres, fundamentalmente como manipuladores de los fenómenos meteorológicos que tanto pueden alimentar con buenas cosechas a las comunidades humanas, como arrasarlas del modo más violento imaginable con terremotos, volcanes, huracanes e inundaciones.
Una educación tendenciosa por parte de los educadores religiosos nos han hecho despreciar todas estas culturas y sus mitos, catalogándolos de dioses falsos y a sus seguidores de idólatras. A estas culturas con un Cielo y mil dioses se las califica de “politeístas”, donde el Sol era considerado el dios principal. En Egipto y en América Central, el sol es sinónimo del ojo de Dios, el “ojo de Ra”.
Por el contrario, las grandes religiones del Padre Abram se denominan “monoteístas”, porque reconocen a un único dios.
Pero si uno lo piensa bien, el escenario es el mismo. Dios único (Cielo único), y debajo de Él multitud de seres espirituales que hacen la vida propicia o la estropean, ángeles y demonios, vírgenes y santos maestros. La evangelización cristiana del Imperio romano cambió Júpiter por Jesucristo, pero no tuvo más remedio que cambiar los diosecillos domésticos, lares y penates (que eran a los que los habitantes de las aldeas acudían para protegerse de las inclemencias del tiempo. Jesucristo, como Júpiter era el dios de los emperadores, ahora de los papas), por vírgenes, ángeles y santos de su devoción. Ellos sí estaban cercanos e intercedían ante Jesucristo y en ocasiones ante el mismísimo Dios.
Y entre el hombre y Dios (el Cielo), un camino lleno de avatares, que se origina en una tierra donde la oscuridad y el día conviven, donde se sufre y se padece, y donde la luz es el punto de destino. Una luz que está alta, muy alta. Y a falta de poder volar, la única forma de acercarse siquiera simbólicamente a las alturas, es subir la Montaña sagrada.
La deidad siempre ha estado situada en lugares inaccesibles. Las altas montañas son las moradas de los dioses. En Grecia el monte Olimpo es la morada de los dioses, para los judíos, es el monte Sinaí, donde Iahveh entregó las Tablas. Para los babilonios los zigurats representan la montaña sagrada. El Aconcagua, el Everest, y cualquier singular montaña puede ser y es morada de Dios o de los dioses. O el Monte Tabor, el Monte Carmelo, los lejanos lugares de peregrinación, Santiago de Compostela, Roma, Jerusalem, La Meca, etc. Sitios lejanos, elevados donde cuesta mucho sacrificio llegar.
Y nosotros somos así, como lo han sido todas las civilizaciones y todas las culturas. Así está amueblada nuestra mente y nuestro corazón. Sólo los elegidos han sabido darse cuenta de la autentica Divina Realidad.
Colisión de paradigmas
La predicación de Juan el Bautista estaba orientada más o menos bajo estos principios, aunque su originalidad residía en que ya apuntaba, intuía, barruntaba (sin saber muy cómo ni de qué manera) la inminencia de un gran cambio (aunque permanentemente confundido por las gentes con la liberación política de Israel, del yugo de roma), de un vuelco total de paradigma teológico, el aportado con Jesús de Nazareth. Es por ello, el bautismo de Jesús el primer episodio de ese cambio total de paradigma, que comienza con esa proclamación “este es mi Hijo muy amado, escuchadle”.
Pero algo hay en el corazón del hombre que le hace reticente a los cambios, aunque por razones de supervivencia se ve abocado a tener que afrontarlos. Es como cuando despertamos por las mañanas; qué bien se está en la camita, arropado por las sábanas y la manta… quince minutos más, por favor. Pero no podemos estar así todo el día; mal que nos pese, tenemos que levantarnos, entre otras cosas porque el hambre nos impulsa a desayunar, o las obligaciones a tener que salir a trabajar. Es decir, hay una inercia en nosotros que nos incita a seguir como estamos, enfrentada a un deseo también poderoso a evolucionar.
Y en esas estamos.
Es por ello, que los comienzos en la vida de Oración, o se abordan desde la borrachera del vino del entusiasmo, del embalamiento emocional, o difícilmente podemos vencer, al menos inicialmente el choque brutal de paradigmas entre nuestra vida cotidiana (con práctica religiosa incluida), y la vida de fe decidida a seguir al Maestro. Lo veíamos cuando abordé la entrada 43, experiencias de choque. Estas experiencias son como un buen lingotazo de ron antes de saltar al vacío, porque no hay arrestos de hacerlo en nuestro sano juicio. Es tanto lo que tenemos que dejar atrás, que parece cosa de locos.
Soluciones de compromiso
Es por eso, que en el fondo no queda más remedio que estimular a las gentes a que practiquen una religión de mínimos, de compromiso, de cumplo y miento. En el fondo la Iglesia católica es sabia (los inconformistas nos obcecamos con cosas que son imposibles, y no acertamos a reconocer que si las cosas son como son es por una muy buena razón), y comprende que no hay más cera que la que arde. Ella conoce muy bien la naturaleza humana, y sabe que no se puede sacar de donde no hay. Y el común de las gentes, bastante hace con mantenerse apaciguada y viviendo en una razonable paz social, encomendándose al santo o virgen de su devoción para sus cuitas y frecuentando la iglesia los domingos. Si es lo que decía Monseñor, frecuentar los sacramentos y hacer buenas obras.
En este punto, creo que es procedente reflexionar en la diferencia entre culpa y delito. La culpa es un desaguisado cometido, digamos sin ánimo de hacer mal, aunque se haga, o por denegación de auxilio o por imprudencia. Es una acción reprobable de tipo “culposo”; de alguna forma se comete sin intención explícita de hacer daño. El delito es una acción punible cometida a sabiendas de que se va a hacer daño. En términos legales recibe el calificativo de “acto doloso”, con dolo, a sabiendas, con plena conciencia del daño que se va a infringir.
Por sentido común, las culpas son malas obras pero que tienen un carácter atenuante, el derivado de la ausencia de mala fe. Por el contrario el delito tiene carácter agravante, ya que va acompañado de mala intención.
Pues bien, hasta donde uno puede comprobar, los códigos morales de la religión mantienen el criterio general de que “el que la hace la paga”, bien sea con culpa o con dolo. Y las penitencias han de ser proporcionales a la culpa o al daño causado. Ojo por ojo y diente por diente. Y así, al menos a mí me enseñaron en el catecismo toda la gradación de los pecados, veniales, veniales deliberados (con poco dolo) y mortales (con mucho dolo, o no). Así el perdón y la penitencia debían ser proporcionales, y hasta que no purguemos nuestros pecados, bien aquí o bien en el purgatorio (que no sabemos lo que es pero dicen que se pasa malamente), no podemos entrar en el Paraíso. Pero si cometemos un solo pecado mortal y morimos, se acabó, nos condenamos por toda la eternidad.
Todo esto entra dentro del paradigma estándar, el que se ha desarrollado en la mente de los hombres desde Moonwatcher hasta nosotros.
Jesús de Nazareth viene a anunciar “otra cosa totalmente distinta”. Aunque leamos todos los días o los domingos el Evangelio de la misa, lo que refleja Jesús en el Evangelio y las prácticas religiosas del común de las gentes no tienen nada que ver. Las prácticas están más próximas, mucho más próximas a la mentalidad veterotestamentaria, la de Juan el Bautista, que a la mentalidad de Jesús.
La ideología de Jesús es el fundamento de la Mística, del Camino de Perfección, camino que no se deciden recorrer salvo un muy reducido número de seguidores de Jesús. Y todavía más, es un camino erizado de dificultades y de la incomprensión del común de las gentes, que te tachan de enajenado, de pirado (hasta tú terminas por creértelo), y de los propios sacerdotes, a los que les sobrepasa los planteamientos de las almas que experimentan a Dios de la forma que lo experimentó Jesús, y cómo nos lo enseñó.
Lo de muchos son los llamados (a una religión convencional) y pocos los elegidos (a una fe absoluta) es literalmente cierto.
La Paz esté contigo.
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