Nada dicen los Evangelios respecto de los treinta años de vida oculta de Jesús de Nazareth. Se entiende que fue una época de crecimiento en sabiduría y edad, bajo la autoridad de sus padres. A falta de cualquier otra referencia, se supone que ejerció el oficio de su padre, la carpintería y demás trabajos manuales, albañilería, labores del campo, etc. Es decir, nos podemos quedar con que durante los veinte años de adolescencia y juventud, Jesús no se diferenció en nada respecto de sus pares en Nazareth, excepto por el incidente del Templo en Jerusalem, donde se perdió y fue encontrado conversando con los doctores de la ley.
No hay noticia ni de que hubiera cursado estudios teológicos en las escuelas al respecto, las Bet ha-Midrash, escuelas superiores donde se impartían estudios sobre la Ley.
Sin embargo, a poco que recapacitemos, estos veinte años fueron trascendentales en la vida de Jesús. Dicen los teólogos que este fue el tiempo que Él necesitó para darse cuenta realmente de quién era y de cuál era su misión en este mundo.
La imagen que tenemos el común de las gentes de Él, y creo que es la misma que difunde la Iglesia, es la de que se sabía el guión de la película desde que tuvo uso de razón.
En Cursillos de Cristiandad, se reafirma ese halo de misterio. No se sabe nada a ciencia cierta. Se hace un elogio de la “cotidianeidad”, en el sentido de que realmente, la vida de los seres humanos transcurre en el 95% (por poner un porcentaje muy elevado) bajo la disciplina de la vida cotidiana. Levantarse, desayunar, trabajar o estudiar, comer, descansar, despejarse dando un paseo, cenar, acostarse y mañana, vuelta a empezar la rutina de todos los días. Al no haber más referencias, se concluye que esta fue la vida que llevó Jesús en su adolescencia y juventud. Y con su actitud obediente y sencilla, santifica esa cotidianeidad en la que fluye la vida de casi todos nosotros, todos los días. Es una forma de verlo, y de santificar nuestra propia vida en nuestro pequeño mundo, Sin pretender hacer grandes cosas, estamos glirificando a Dios con nuestras vidas de todos los días.
Camino de Perfección
No es esta la conclusión a la que uno llega al leer a Ignacio Larrañaga. En su libro “El Pobre de Nazareth”. Sin minorar esta faceta de vida cotidiana de Jesús, Larrañaga resalta la trascendental importancia de estos años, como los años de formación espiritual de un hombre, Jesús, el hijo de María y de José, que en base a una singular actitud espiritual, es capaz de ir profundizando poco a poco en los abismos de la relación íntima con Dios.
Su soltería, también tuvo que causar sorpresa ante los suyos. No era normal que un hombre permaneciera soltero; era casi inconcebible. Por otro lado, Jesús da la impresión de que era un joven solitario, dado al retiro en soledad, en el desierto. En otras palabras, podemos casi afirmar con total seguridad que Jesús fue esencialmente un místico, una persona que practicó la oración hasta sus últimas consecuencias; que caminó por el sendero de la perfección hasta la fusión total con Dios. Es esta faceta de su vida, la dedicada a la oración personal, íntima con Dios, por donde Él terminó por comprender su extraordinaria misión mesiánica.
Jesús progresaba en estatura y en Gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 52). Esto indica que siguió un proceso de maduración, como no podía ser de otra manera. Esto le hace humano, íntimamente humano. Y es su relación con Dios, cada vez más íntima, cada vez más intensa, hasta el punto de fundirse absolutamente con Él, lo que le confiere esa presencia divina y ese convencimiento sobre la misión que debía acometer llegado el momento. Todo esto dicho con sumo cuidado, pues lejos de mí la necia idea de tocar un ápice los fundamentos del dogma católico respecto de la dual naturaleza humana y divina de Jesús.
Pero sin entrar en detalles doctrinales, una cosa sí que es esencial, el descubrimiento de Dios Padre. Larrañaga indica cómo Jesús, como todo buen israelita, vivió durante su infancia y adolescencia, su relación con Dios, dentro del contexto teológico del pueblo judío, Yahveh, Dios Absoluto, trascendente, Eterno. Es así, que la idea de Dios Padre fue un descubrimiento de Jesús, en función de una especialísima relación de intimidad, más allá de la que se podía establecer a través de los ritos sagrados al uso. Nadie antes de Él en Israel, ni el mayor de los profetas, experimentó semejante relación de intimidad con Dios, como Jesús.
Jesús hombre, fue el primero que experimentó la subida al Monte Carmelo y la Noche Oscura, hasta su encuentro total y absoluto con el Padre. Sus veinte años de vida oculta fueron su “camino de perfección”, hasta tratar con Dios como el Padre más querido y amante de la tierra. Dios pasa de ser el Formidable del Sinaí, para convertirse en “papaíto”, “Adonai”, Padre querido.
En algún momento de los muchos que se mantuvo en Oración, refiere Larrañaga, Jesús entró en total intimidad, el quietud absoluta, el posesión, en Eternidad. Un baño inconmensurable de ternura inundó su espíritu, hasta llegar al total convencimiento de que Dios no era el Temible del Sinaí. Es cuando Jesús es totalmente consciente de que a partir de ese momento, de que Él y el Padre son Uno, una misma esencia, un mismo ser y con ese descubrimiento, también la relación del hombre con Dios cambiará radicalmente. El principal de los mandamientos pasará de ser “amarás a Dios sobre todas las cosas” a “dejarse amar por Dios, sobre todas las cosas”. No eres tú el que ama, es Dios el que te ama a ti. Sólo tienes que dejarte amar por Él.
El encuentro con el Bautista
En el otro extremo, estaba Juan, el Bautista, que siguiendo la tradición, exigía a las gentes como forma de preparación ante la llegada del Mesías, la conversión. “Arrepentíos, arrepentíos, haced penitencia, lamentaos de vuestros pecados”. Estamos a las puertas de la justicia definitiva. Ya está el hacha puesta en la raíz de los árboles, y el que no de buen fruto, será cortado y arrojado al fuego.(Mt 2, 10)
Una visión ciertamente veterotestamentaria, a la antigua usanza, por la que la gente debía arrepentirse bajo amenaza de, nada menos, que de morir cortado de raíz y arrojado al fuego.
Las dos versiones de Dios, la de Juan y la de Jesús, eran opuestas. Juan fue el último de los antiguos profetas, que tuvo la revelación de comprender que la Historia daría un cambio radical con Aquel, de quien no era digno de atarle las correas de las sandalias. Era pasar del hacha al bálsamo. Del arrepentimiento y la penitencia, bajo amenaza frente el perdón por misericordia, por amor incondicional; la necesidad de reconocerse culpable frente al alivio de sentirse perdonado; el lenguaje del látigo frente al lenguaje de la comprensión y la misericordia. “El pecado merece el castigo”, frente a “el pecado merece el perdón”.
Este es el sentido de la redención, una amnistía universal, internacional, la reconciliación de Dios con los hombres. Fue un “acepto pulpo como animal de compañía” para con los hombres, un “perdónales Padre, porque no saben lo que hacen, ni conocen las consecuencias de sus actos”. Es el perdón de un Padre, ante las travesuras de sus hijos, así le diera la tentación de arrancarles las orejas de cuajo por la que han armado.
Este cambio de rumbo en la relación del hombre con Dios, y de Dios con el ser humano, hizo temblar hasta los cimientos de la cultura, tradición y teología de aquel pueblo, tanto como que la única forma de soportar semejante terremoto descomunal fue, arrojando al profeta del mundo de los vivos. Era demasiado para poder soportarlo. El cambio de modelo mental y teológico era de tal magnitud, que resultó de todo punto imposible que pudiera ser asimilado en una sociedad como la judía anclada en tradiciones atávicas, con decenas de siglos de antigüedad.
Cuando la tradición se convierte en algo sagrado e inmutable, la capacidad de poder evolucionar desaparece, para dar paso al fundamentalismo y al fanatismo religioso.
Cuando los fundamentos de la fe se mezclan con las creencias fruto de tradiciones heredadas de generación en generación, el árbol de la fe queda completamente esclerosado, de modo que agarrotado en sus tradiciones, es incapaz de dar siquiera un paso al frente, y la única forma de defenderse de las amenazas es tratando por todos los medios de eliminarlas. Eso fue lo que sucedió. El judaísmo por una parte, y el Imperio por otra, no podían consentir semejante revolución ideológica.
El camino recorrido por Jesús en su vida oculta puede ser el mismo que el Alma humana tiene que recorrer si quiere salir al encuentro de su Creador. Mientras el alma viva atemorizada por el miedo al castigo y vea en Dios la figura del Formidable del Sinaí, estará viviendo en el Antiguo Testamento. Sólo cuando el Alma vislumbra a Dios como Padre (y no basta con saberlo, sino con experimentarlo), y es capaz de llamarle “Adonai”, es cuando puede dar el salto al Amor y a la misericordia. La misericordia que Dios tiene con ella; la misma que ella ha de tener para con los demás.
La Paz esté contigo.
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