Nuestras ofensas
Si en algo se diferencia la idea del Dios del Antiguo Testamento, del Dios de Jesús de Nazareth, es justamente en esta idea del perdón.
Yahveh es un dios que demuestra a lo largo de muchos siglos, tener una paciencia infinita con su pueblo, con los seres humanos, pero también es descrito por los autores bíblicos como un dios que en determinados momentos, llegando a estar hasta los mismísimos, descarga toda su ira y violencia contra todo lo que se mueve, enviando todo tipo de males, diluvios universales, cataclismos, dispersión de lenguas, lluvias de fuego y azufre, las doce plagas, hacer vagar por el desierto a su pueblo hasta aburrir a las vacas, enviándoles al destierro, permitiendo la invasión de todo tipo de enemigos, hasta en la época de Jesús, la dominación romana.
Así que la idea de un dios castigador y que no deja pasar ni mijita, era una idea totalmente implantada en el hipotálamo de las gentes.
Incluso la predicación del precursor Juan iba en este sentido también, “arrepentíos”, porque el que se mueva no va a salir en la foto. Ya está el hacha en la base del árbol, y el que no de fruto, lo lleva chungo…
El mensaje de Jesús es en este sentido revolucionario, y enfrentado a la doctrina al uso. Es probable que, si como algunos autores refieren, Jesús comenzó su vida pública como discípulo de Juan, tuviese con el bautista, algo más que palabras, para hacerle ver que estaba predicando un mensaje trasnochado, que terminaría chocando violentamente con el mensaje de las bienaventuranzas.
De alguna forma, Jesús nos muestra a un Dios padre, profundamente conocedor, íntimamente conocedor del alma humana. Porque Dios no es solamente un Dios trascendente, creador, que está allá en los cielos, que necesita, para ser escuchado, hablar con voz estentórea, sino que habita el corazón del ser humano, que conoce los más íntimos entresijos, porque donde realmente habita es ahí, en nuestra séptima morada. Y por tanto nos conoce mucho mejor que nosotros mismos.
Una cosa curiosa. Al menos en la Biblia de Jerusalem, versión electrónica en PDF, que es la que estoy utilizando para extraer las citas, la palabra “Espíritu Santo”, como tal entidad no aparece ni una sola vez en el Antiguo Testamento, para ser la primera en el Evangelio de Mateo (Cap.1), a propósito de la referencia a la milagrosa concepción de María por obra del “Espíritu Santo”. En la sabiduría y en Isaías estas palabras aparecen un par de veces, pero en minúscula. No diría que en referencia explícita al Dios inmanente que habita en el corazón del ser humano.
Así que la idea de perdón es algo que Jesús proclama con persistente testarudez, machaconamente. Nuestro Padre es un Padre bueno, que sabe perdonar las debilidades de sus hijos, y que nos exhorta a que también nosotros sepamos perdonar. Es decir, es como si la clave del Reino de los Cielos no fuera la de ser inmaculados en el obrar, en no caer nunca, en ser la perfección absoluta, en ser justos e irreprochables, en vivir permanentemente en Gracia de Dios, en ser santos de los altares. Este puede que sea el ideal, el objetivo final, pero Jesús bien sabe que la ganadería que tiene que pastorear dista muchísimo de estar en ese estado beatífico. Muy por el contrario, sabe, porque nos conoce desde dentro, que fallamos más que una escopeta de feria. Y por eso, su mensaje, en núcleo de su filosofía de vida es “el perdón”, el “perdón de los pecados”, de las faltas, de las debilidades.
De la misma forma que a un enfermo no se le puede exigir que a partir de un determinado momento no vuelva a presentar los síntomas y signos de su enfermedad, si no es previamente sometido al proceso de tratamiento y corazón, de igual forma a un ser humano no se le puede exigir que no vuelva a pecar tras recibir del cura la absolución. Va a volver a hacerlo, porque lo lleva en sus genes; recordemos que nuestra enfermedad, la egolatría, es hereditaria, es una malformación congénita, y no se cura con tomar una píldora sanadora en el desayuno, comida y cena, durante una semana, o sea, rezando tres padrenuestros y cuatro avemarías.
Nuestro perdón de Dios, va a ir siempre acompañado de una penitencia…
Así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Esta es la condición, perdonar a los que nos ofenden, resolver nuestras cuitas con los demás, zanjar cuentas pendientes mediante la reconciliación. Es decir, la reconciliación con el hermano…
23 Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, 24 deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Mt 5, 23-24
Saber perdonar y saber pedir perdón. Porque sólo sobre la base del perdón, la convivencia es posible.
1 «No juzguéis, para que no seáis juzgados. 2 Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá. (Mt 7, 1-2)
11 Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan! 12 «Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas. (Mt 7, 11-12)
Esta es, amigo mío, la Regla de Oro. Es universal, todas las religiones afirman lo mismo en términos muy similares. La referí nada más inaugurar este blog, en la entrada de bienvenida. Porque en el respeto de esta regla, radica la paz y la concordia entre los seres humanos, y en consecuencia la manifestación de Dios en la vida de los seres humanos. Porque Dios se manifiesta en todos aquellos que conviven en paz, que se respetan, que se aceptan tal cuales son, que saben perdonar y que saben pedir perdón. Porque todos sabemos que no somos perfectos y que fallamos más que una escopeta de feria.
Si no dejamos pasar ni una, ¿dónde puede encontrarse la armonía y la convivencia entre los humanos? Y si esto no se consigue, de qué sirve que sirve que nos inflemos a misas y rosarios.
Por eso, si sabemos que tenemos un asunto pendiente, que un vecino, conocido, hermano o alguien tiene algo contra nosotros, acudir a la iglesia a rezar no sirve de nada. Ni confesar los pecados sirve tampoco de nada, si en nuestro corazón conservamos resentimiento contra los que me han hecho daño, o somos nosotros los que lo hemos hecho.
Es sencillo de comprender, aunque difícil de aplicar. Pero sobre todo enrevesadísimo de codificar, como si la gestión de los pecados fuera similar a la justicia de los hombres.
Con esta premisa, “si perdonamos a los que nos ofenden”, nuestras debilidades, nuestras ofensas, también serán perdonadas.
Sólo hay un daño que no tiene perdón de Dios, el daño contra el Espíritu Santo, el escándalo, que hace o pone en riesgo de caer el alma de los demás. Mas vale atarse una rueda de molino al cuello y tirarse al mar.
6 Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar. Mt 18, 6
Y aún otra excepción, los mercaderes del templo, los cambistas, los banqueros, los únicos contra los que Jesús, manso y humilde de corazón, empleó la violencia física, porque han sido, son y serán los responsables de la miseria de los pobres de este mundo, porque personifican el poder del dinero, lo que es causa de la inmensa mayoría de los males de nuestro Planeta.
Si en algo se diferencia la idea del Dios del Antiguo Testamento, del Dios de Jesús de Nazareth, es justamente en esta idea del perdón.
Yahveh es un dios que demuestra a lo largo de muchos siglos, tener una paciencia infinita con su pueblo, con los seres humanos, pero también es descrito por los autores bíblicos como un dios que en determinados momentos, llegando a estar hasta los mismísimos, descarga toda su ira y violencia contra todo lo que se mueve, enviando todo tipo de males, diluvios universales, cataclismos, dispersión de lenguas, lluvias de fuego y azufre, las doce plagas, hacer vagar por el desierto a su pueblo hasta aburrir a las vacas, enviándoles al destierro, permitiendo la invasión de todo tipo de enemigos, hasta en la época de Jesús, la dominación romana.
Así que la idea de un dios castigador y que no deja pasar ni mijita, era una idea totalmente implantada en el hipotálamo de las gentes.
Incluso la predicación del precursor Juan iba en este sentido también, “arrepentíos”, porque el que se mueva no va a salir en la foto. Ya está el hacha en la base del árbol, y el que no de fruto, lo lleva chungo…
El mensaje de Jesús es en este sentido revolucionario, y enfrentado a la doctrina al uso. Es probable que, si como algunos autores refieren, Jesús comenzó su vida pública como discípulo de Juan, tuviese con el bautista, algo más que palabras, para hacerle ver que estaba predicando un mensaje trasnochado, que terminaría chocando violentamente con el mensaje de las bienaventuranzas.
De alguna forma, Jesús nos muestra a un Dios padre, profundamente conocedor, íntimamente conocedor del alma humana. Porque Dios no es solamente un Dios trascendente, creador, que está allá en los cielos, que necesita, para ser escuchado, hablar con voz estentórea, sino que habita el corazón del ser humano, que conoce los más íntimos entresijos, porque donde realmente habita es ahí, en nuestra séptima morada. Y por tanto nos conoce mucho mejor que nosotros mismos.
Una cosa curiosa. Al menos en la Biblia de Jerusalem, versión electrónica en PDF, que es la que estoy utilizando para extraer las citas, la palabra “Espíritu Santo”, como tal entidad no aparece ni una sola vez en el Antiguo Testamento, para ser la primera en el Evangelio de Mateo (Cap.1), a propósito de la referencia a la milagrosa concepción de María por obra del “Espíritu Santo”. En la sabiduría y en Isaías estas palabras aparecen un par de veces, pero en minúscula. No diría que en referencia explícita al Dios inmanente que habita en el corazón del ser humano.
Así que la idea de perdón es algo que Jesús proclama con persistente testarudez, machaconamente. Nuestro Padre es un Padre bueno, que sabe perdonar las debilidades de sus hijos, y que nos exhorta a que también nosotros sepamos perdonar. Es decir, es como si la clave del Reino de los Cielos no fuera la de ser inmaculados en el obrar, en no caer nunca, en ser la perfección absoluta, en ser justos e irreprochables, en vivir permanentemente en Gracia de Dios, en ser santos de los altares. Este puede que sea el ideal, el objetivo final, pero Jesús bien sabe que la ganadería que tiene que pastorear dista muchísimo de estar en ese estado beatífico. Muy por el contrario, sabe, porque nos conoce desde dentro, que fallamos más que una escopeta de feria. Y por eso, su mensaje, en núcleo de su filosofía de vida es “el perdón”, el “perdón de los pecados”, de las faltas, de las debilidades.
De la misma forma que a un enfermo no se le puede exigir que a partir de un determinado momento no vuelva a presentar los síntomas y signos de su enfermedad, si no es previamente sometido al proceso de tratamiento y corazón, de igual forma a un ser humano no se le puede exigir que no vuelva a pecar tras recibir del cura la absolución. Va a volver a hacerlo, porque lo lleva en sus genes; recordemos que nuestra enfermedad, la egolatría, es hereditaria, es una malformación congénita, y no se cura con tomar una píldora sanadora en el desayuno, comida y cena, durante una semana, o sea, rezando tres padrenuestros y cuatro avemarías.
Nuestro perdón de Dios, va a ir siempre acompañado de una penitencia…
Así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
Esta es la condición, perdonar a los que nos ofenden, resolver nuestras cuitas con los demás, zanjar cuentas pendientes mediante la reconciliación. Es decir, la reconciliación con el hermano…
23 Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, 24 deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda. Mt 5, 23-24
Saber perdonar y saber pedir perdón. Porque sólo sobre la base del perdón, la convivencia es posible.
1 «No juzguéis, para que no seáis juzgados. 2 Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá. (Mt 7, 1-2)
11 Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan! 12 «Por tanto, todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas. (Mt 7, 11-12)
Esta es, amigo mío, la Regla de Oro. Es universal, todas las religiones afirman lo mismo en términos muy similares. La referí nada más inaugurar este blog, en la entrada de bienvenida. Porque en el respeto de esta regla, radica la paz y la concordia entre los seres humanos, y en consecuencia la manifestación de Dios en la vida de los seres humanos. Porque Dios se manifiesta en todos aquellos que conviven en paz, que se respetan, que se aceptan tal cuales son, que saben perdonar y que saben pedir perdón. Porque todos sabemos que no somos perfectos y que fallamos más que una escopeta de feria.
Si no dejamos pasar ni una, ¿dónde puede encontrarse la armonía y la convivencia entre los humanos? Y si esto no se consigue, de qué sirve que sirve que nos inflemos a misas y rosarios.
Por eso, si sabemos que tenemos un asunto pendiente, que un vecino, conocido, hermano o alguien tiene algo contra nosotros, acudir a la iglesia a rezar no sirve de nada. Ni confesar los pecados sirve tampoco de nada, si en nuestro corazón conservamos resentimiento contra los que me han hecho daño, o somos nosotros los que lo hemos hecho.
Es sencillo de comprender, aunque difícil de aplicar. Pero sobre todo enrevesadísimo de codificar, como si la gestión de los pecados fuera similar a la justicia de los hombres.
Con esta premisa, “si perdonamos a los que nos ofenden”, nuestras debilidades, nuestras ofensas, también serán perdonadas.
Sólo hay un daño que no tiene perdón de Dios, el daño contra el Espíritu Santo, el escándalo, que hace o pone en riesgo de caer el alma de los demás. Mas vale atarse una rueda de molino al cuello y tirarse al mar.
6 Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar. Mt 18, 6
Y aún otra excepción, los mercaderes del templo, los cambistas, los banqueros, los únicos contra los que Jesús, manso y humilde de corazón, empleó la violencia física, porque han sido, son y serán los responsables de la miseria de los pobres de este mundo, porque personifican el poder del dinero, lo que es causa de la inmensa mayoría de los males de nuestro Planeta.
Por lo demás, perdonó incluso a los que le crucificaron.
Medita sobre esto. Es una propuesta. Y espera la respuesta.
La Paz esté contigo.
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