¿Habéis leído Mateo 6?
Pocos pasajes del Evangelio son tan esclarecedores de la lógica de Dios como este capítulo de Mateo. En mi experiencia personal, Jesús en este capítulo sienta las bases de lo que para mí supone mi experiencia de fe más íntima, la mística, el acceso profundo a la Vida Interior.
La mística trata de lo que está “allí, (aquí), en lo escondido”, donde Dios habita, que no es otra cosa que mi propio ser, nuestro propio ser, mi Yo Real, nuestro Yo Real, nuestra alma, nuestra conciencia.
Está bien, es justo y necesario alabar a Dios en comunidad, mediante celebraciones litúrgicas, y oración colectiva; pero eso, que es la manifestación del sentir de la Comunidad conforma breves instantes de nuestra vida. El resto del tiempo, vivimos con nosotros mismos.
Hay gente que no soporta la soledad, que no soporta el silencio, y tiene que buscar la compañía de otros para huir de ese abismo insoldable que supone “lo secreto”, “lo escondido”, en una palabra, encontrarse consigo mismo.
Jesús de un modo explícito nos anima al anonimato, a que no se entere la mano izquierda de lo que hace la derecha; a no hacer las cosas con ánimo de recibir reconocimiento, que no vayamos trompeteando cuando demos limosna.
Al orar, nos invita a que seamos simples y no elaboremos discursos pomposos y largas retahílas, sino simplemente mirarle, contemplarle con la ternura que un niño mira a su padre bueno, santificar su nombre no con alabanzas estentóreas, sino con nuestra propia vida; poniéndole en todo lo que hagamos, reconociendo su voluntad en todo lo que nos suceda; fiándonos de Él como los lirios del campo, que ni tejen ni hilan, o las aves del campo que saben que Dios las alimenta; viviendo el presente, el afán de cada día; sabiendo perdonar las ofensas, pues así, y sólo así, seremos perdonados; rogándole, nos ayude a no caer en la tentación de creernos “los reyes del mambo”, y que nos libre del mal.
Si nos damos cuenta, en esta sencilla oración se sustentan las condiciones necesarias para vivir en Presencia de Dios permanente, pues si hacemos realidad en nosotros estas humildes frases, ya no seremos nosotros los que vivamos, sino Él, el que viva en nosotros.
Y de esta forma se llega realmente al final de nuestra búsqueda; bañados, saciados por esa agua que no volverá a darnos más sed. Porque la otra agua del pozo de Jacob, al que acudía diariamente la samaritana a por agua con su cántaro, lo constituyen absolutamente todas las cosas de nuestra vida, esos tesoros amontonados en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroen, nuestras posesiones, nuestros títulos, nuestros conocimientos, nuestras aspiraciones, en suma, todo lo que no es Él, lo que nos alucina diariamente con las luces de neón que conforman nuestro pequeño mundo.
Mateo 6 es una invitación a experimentar lo que Eckard Tole expresa como “saber morir antes de morir, para comprobar que la muerte no existe”. Es negarnos a nosotros mismos, vender lo que tenemos, tomar nuestra cruz, aceptar nuestras circunstancias y seguirle.
¿Negarme a mí mismo?
Tú, cuando te miras al espejo ¿qué ves?
¿Eres tú? ¿O acaso no serás lo que tu pensamiento ha elaborado sobre ti? Desde que nacemos, vamos adquiriendo arquetipos de comportamiento, unos espontáneos, derivados de nuestra personalidad genéticamente impresa, pero también inducidos por el proceso educativo, por nuestros padres, el colegio, nuestros pares, nuestras comunidades y en general, el mundo que nos rodea. Lo hemos visto en anteriores entradas del blog.
¿Realmente el que ves en el espejo eres tú, o lo que tu pensamiento y los que te rodean han elaborado sobre ti?
Os aseguro que yo me hecho esta pregunta muchas veces, y la respuesta para mí no ha sido fácil, porque siendo sincero conmigo mismo, reconozco que durante muchos años, inconscientemente he presentado una imagen de mí, que no se puede decir haya sido falsa, sino distorsionada, para poder ser aceptado por los demás, y sobre todo, una imagen que yo terminé creyéndome, en el sentido de creer que yo era dueño de mí mismo, de mi destino. ¡Iluso!
¿Qué es el pecado original? ¿El sello del maligno o el producto de creerte que tú eres lo que ves en el espejo y así te dejas guiar por esa máscara ficticia, por esa “armadura oxidada por el tiempo”? Llámalo como quieras.
Ese no eres tú. Ese no era yo, y de eso me empecé a dar cuenta hace unos cuantos años años, en una pascua vivida en un pueblo de Jaén llamado El Centenillo y luego al recorrer el Camino de Santiago junto con Paloma, y experimentar cómo el Camino vivido desde lo más profundo de mi ser, se expresó como el Sacramento de mi propia vida, como Camino de perfección (Ver página sobre el Camino de Santiago en este blog). Así me di cuenta que mi imagen en el espejo era como la visera de la armadura que ocultaba mi auténtico rostro inmortal. Nuestro rostro inmortal está tan escondido, tan profundamente anclado dentro de nosotros, que sólo callando el pensamiento, o como lo denomina Santa Teresa, “la loca de la casa”, es posible entrar en contacto con nuestra verdadera identidad.
Por eso, el Maestro nos dice que evitemos rezar como los fariseos, con grandes aspavientos en los templos (esto dicho sin ánimo de criticar las celebraciones comunitarias); así, entra en tu aposento, apaga la luz, siéntate cómodo, cierra los ojos, haz callar a tu mente, que en estos asuntos es un desagradable estorbo; haz silencio exterior e interior, y atrévete a contemplar la inmensidad que se despliega ante los ojos de tu alma, el inmenso Océano de Dios.
Como método, al cerrar los ojos y los oídos del cuerpo, se abren los ojos y los oídos del alma, es decir, tus auténticos ojos y tus auténticos oídos, y al acallar el pensamiento, la consciencia comienza a expresarse y puedes comenzar a ver más allá de las cosas. Cuando estás en silencio en la oscuridad de tu aposento, una extraña paz, que sólo procede del único que puede proceder, inunda todo tu ser, de modo que cuando el pensamiento protesta porque le tienes con la boca cerrada y se escapa una idea, experimentas una desagradable sensación, como cuando estás en el cine, concentrado en la acción de la película, y alguien empieza a cuchichear alto. Te dan ganas de tirarle la botella de agua o la bolsa de palomitas para que se calle. Pues eso pasa cuando tu mente trata de incordiarte con pensamientos ridículos e inoportunos en ese momento.
Pero no trates de luchar contra este incordio, simplemente déjale que venga y se vaya, pero no le prestes atención, como vienen y se van las olas del mar en la playa, o cómo ves caer las hojas de los árboles.
A este tipo de oración, la tradición cristiana la denomina “oración contemplativa”. Parece sólo propia de los santos de elevada virtud, pero es en sí misma casi insultantemente sencilla, de modo tal que por eso mismo, hay que desaprender muchas cosas para centrarnos en esa actitud, que lo es al principio durante el rato de oración, para con el tiempo terminar siendo una actitud ante la propia vida. Como dice Jesús, “si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt. 18. 3). Porque sólo un niño es capaz de contemplar simplemente, sin juzgar, sin cuestionarse, sin criticar, sin poner en duda, y además mirar con ilusión.
Cuando aprendes a vivir así, te das cuenta de que la realidad auténtica no es la que ven tus ojos y tus oídos del cuerpo, sino la que percibes cuando liberado del pesado macuto de “todo lo que tienes”, ligero ya de equipaje, eres capaz de ver la vida a través de tu conciencia, con los ojos del alma, donde Dios habita. Un proverbio judío dice que “la vida no es como es, sino como eres tú”. Es decir, lo que tú crees que es cierto, para ti es cierto. Porque lo que vemos no es la Realidad, sino nuestro particular modelo de realidad que nos hemos elaborado. La gente no es mala, tú la ves mala… y así influyes para hacerla mala. Y al revés. La gente no es buena, tú la ves buena, y puedes influir para hacerla buena. Todo depende.
Un sabio maestro zen utilizaba para ilustrar esa idea un símil muy gráfico: lo que llamamos "realidad" es análogo a una proyección de cine. La pantalla es Dios, el Ser eterno, y la película el mundo que habitualmente consideramos como real (el de nuestra vida cotidiana): mientras dura la proyección, la pantalla no se ve, pero ella es el soporte sobre el que aparecen las imágenes y sin ella no sería posible ver nada. Del mismo modo, nada de lo que sucede en la película afecta al soporte; las escenas con agua no pueden mojarla y las llamas no pueden quemarla.
Dios es la pantalla, que las imágenes de la vida diaria ocultan.
Si eres capaz de descubrir la pantalla y comprendes que todo lo que sucede es gracia a que Dios sostiene nuestro pequeño mundo (con multas de tráfico y enfermedades de nuestros hijos incluidas), entonces sí puedes decir que estás empezando a vivir en presencia de Dios.
Y empiezas a ser consciente de muchas cosas.
Entre otras, entiendes qué significa tener experiencia de fe, que no es creer en la existencia de Dios, eso no es negociable, sino en fiarte de Él, y entregarle los mandos de tu vida, rendir tu nave a Dios.
Experimentar esto no tiene que suponer que haya grandes cambios en tu vida cotidiana; no son necesarias caídas del caballo como San Pablo, no tiene por qué haber experiencias fuertes, truenos en el cielo o vientos huracanados. Tu vida puede cambiar lentamente, poco a poco, y la noche oscura, el sufrimiento, el miedo, dejar paso un buen día (como tantos otros) a la luz de Dios.
La palabra latina “Dios” viene en el origen de una raíz indoeuropea muy antigua, “dey”, que significa día, luz. Ver entrada 60.- Ideas sobre la divina Realidad.
“La lámpara del cuerpo es el ojo”, continua Jesús en Mateo 6. “Si tu ojo está sano, todo tu ser está luminoso.” ¿A qué ojo creéis que se refiere Jesús?
Si consigues dejar que Dios mismo vea a través de tu pupila, todo tú serás luz del mundo. Porque habrás aprendido a ver la Vida según la lógica de Dios, a ver más allá de las cosas. Y entonces eres consciente de que “absolutamente todo lo que sucede a tu alrededor tiene sentido”. Descubres qué necios son aquellos que se hacen la clásica preguntan de “por qué Dios permite el mal en el mundo”.
“Y tu Padre que ve lo secreto, te recompensará”
Y un buen día, igual que muchos otros, te darás cuenta de que ya nada será como antes, porque lo que está “allí, en lo escondido”, habrá salido a la luz, una luz puesta sobre el candelero, para que brille a todos los que están en la casa.
Unos puede que hayamos experimentado esto durante algún retiro, otros lo podemos haber experimentado un buen día, tras un largo caminar por el desierto de las interminables llanuras castellanas, o por las oscuras espesuras de los montes y corredoiras gallegas de nuestra vida de fe representada en ese Camino de Santiago. Otros puede que aún estemos deseando que ese día llegue. Y otros no sabemos hasta qué punto Dios nos está esperando allí, en la morada más escondida de nuestro “Castillo interior”.
No sabría decir cuándo me di cuenta de todo esto. Simplemente fue, sucedió.
Así habló Jesús en el Sermón de la Montaña, que Mateo refleja en los capítulos 5, 6 y 7.
En general se suele ver el Sermón como el primero de las alocuciones de Jesús porque está al comienzo del evangelio de Mateo. Pero a juzgar por la cantidad de gente reunida a su alrededor, no parece probable, pues más parece estar ubicado bastantes meses o un año o más posterior al inicio de su predicación. El significado de su posición en el texto tiene más sentido en tanto manifestación general de su mensaje. En estos tres capítulos, Jesús expone su visión de la existencia, plantea el giro copernicano en la relación del hombre con Dios y de Dios con el hombre.
Por eso, vamos a arrancar aquí o relativo a la Oración, y en concreto con Mateo 6, exposición insuperable de la vida de Oración, de la Senda de la Vida Interior.
Que la paz esté contigo.
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