Marathon
Recuerdo que durante mis dos últimos años de
la carrera de Medicina, años 1978 y 1979, pude participar en las dos primeras
ediciones de la Maratón popular de Madrid, organizado por MAPOMA. Por aquel
entonces, el trazado del recorrido era bastante diferente al actual. Saliendo
del Paseo de Coches del Retiro, nos dirigíamos por la Calle Alcalá hasta Sol,
de ahí por Mayor hacia Plaza de España y Príncipe Pio, y bajando por Virgen del
Puerto, cruzando el Manzanares, nos metíamos en la Casa de Campo, atravesándola
hasta la puerta del Batán, y de ahí, tomábamos el Paseo de Extremadura hasta
llegar a la M30 de entonces, que abandonábamos en la salida por la Avenida del
Mediterráneo, de allí hasta Atocha, de Atocha por el Paseo del Prado y
Castellana hasta Raimundo Fernández Villaverde, que tomábamos hasta Príncipe de
Vergara y rectos hasta O´Donnell y el Retiro donde estaba la meta, tras 42.195
metros de calvario.
Para un corredor de fondo aficionado y mal
entrenado como yo, los primeros veinte kilómetros se soportaban bastante bien;
del veinte al treinta… “ya te vale, colega”, pero del treinta al cuarenta,
aquello, al menos para mí resultó ser una auténtica tortura, tanto más cuanto
que justamente te tocaba atravesar la M30 antigua, en la ribera del Manzanares,
y aquello resultó ser insoportable. Las rodillas, ardiendo, los pies llenos de
ampollas, con las uñas a punto de caerse todas; los músculos electrocutados de
calambres, las reservas de energía bajo mínimos, y bajo un sol de justicia de
un 15 de mayo, aquello para mí resultó ser como la penosa travesía del desierto,
donde por mucho que corrieras o caminaras, aquello no parecía tener fin, ni tú
sentías que estabas avanzando, era como caminar por una pista estática
indefinidamente. No pude correr, así que me limité a andar rápido hasta llegar
al kilómetro 40 que estaba nada más tomar Príncipe de Vergara (no sé si
entonces aún se llamaba General Mola). Entonces a falta de dos kilómetros, el
sólo deseo de terminar de una puñetera vez, me hizo volar de nuevo y bajar “a
todo dar” hacia el Retiro y cruzar la meta en el extragaláctico tiempo de 4:30
horas “¡nada menos!”.
Tras
cruzar la meta y habiendo sufrido lo sufrido, la sensación que experimenté fue
literalmente de Gloria celestial y de victoria. No he vuelto a sentir nada
igual desde entonces. Por cierto que perdí las diez uñas de los dedos de los
pies.
Este podría ser un símil de lo que supone la
larga travesía del desierto de la vida. De igual forma, lo explico en el texto
de la página del blog sobre el Camino de Santiago, al referirme a las etapas de
las llanuras castellanas, con etapas de 35 a 40 kilómetros absolutamente
llanas, sin ningún accidente geográfico a la vista y bajo un sol abrasador.
Y así cada cual podría poner su propio ejemplo
de a qué comparar la travesía del desierto. En todos ellos, las tres
características esenciales son la de ser larga, monótona y penosa.
Lo que define al desierto
En unas convivencias de Pascua en 2004, que
tuvimos en El Centenillo, con el Movimiento Oasis, nos dieron un pequeño papel
donde se explicaba sobre el desierto lo siguiente:
“El
desierto es un lugar de soledad, de vacío, de infertilidad. Un lugar donde
falta lo más elemental para vivir, como es el agua, los frutos de la
vegetación, la compañía de otras personas, el calor de un amigo. En el desierto
falta todo.
En la
historia del pueblo de Israel, encontramos que el desierto es un lugar de
prueba, de tentación. En el Éxodo, caminando por el desierto los israelitas
alabaron a Dios, pero también dudaron de Él (hicieron ídolos). Es un lugar
donde se pone a prueba la fe en Dios; el pueblo de Israel confió en Él y les
mandó el maná.
El
desierto es un vacío inmenso donde no se encuentra nada, donde todo está
detrás, más allá… Por eso es soledad, sin nada ni nadie.
Ese es
el desierto, el que vemos en las grandes superficies de nuestra geografía.
Algunos
caminan por esos desiertos buscando otra tierra, un hogar, una mano amiga que
le espera en la otra orilla.
El
desierto, paso a paso, tiene su encanto… y su tragedia. Seduce y angustia. Es
un reto ante la vida y ante la muerte.
El
desierto pues es una situación desnuda, transitoria, pero extensa, árida y
oscura.
El
desierto es una situación de paso y de prueba. Porque el desierto no es un
lugar, es el alma sola, vacía, en aridez y sequedad. El desierto es una
situación del hombre, una vivencia del corazón, un cerco que me rodea y me
separa del calor y de la vida. Es tu vida cuando te sientes desgajado del
grupo, separado de todos.
Desierto
es soledad, frente a frente conmigo mismo, con mi realidad desnuda, sin
paliativos, con la cruda realidad de mi persona en su individualidad.
Desierto
es coger mi vida en peso, en su destino concreto, en su situación vital.
Mi
destino aparece más vivo en el desierto. Es un lugar donde aparece más al
descubierto.
Y en mi
desierto, en mi soledad sola, vacío, sin hojarasca, sin apariencia, sin falsos
apegos ni alicientes… en el desierto me descubro radical, único en mi ser, en
mi destino.
No
obstante, dentro del desierto debe haber en nosotros una rendija de esperanza,
porque a pesar de que no se ve nada, no se oye nada…, en cualquier parte si
queremos hay un poco.
Al
desierto no debemos ir con la idea de que Dios nos tiene que hablar, de que es
necesario encontrarse con Él. No debemos forzar el encuentro, sino que nuestra
actitud debe ser de espera, de confianza, de poner todo en sus manos.
El desierto, en suma, es lo que define nuestro
más profundo estado de intimidad, eliminadas de nuestro horizonte “todas las
cosas de nuestra vida”, absolutamente todas. Es la situación absoluta de vacío,
silencio y soledad. Esto como situación. Si a ello añadimos el factor tiempo
que puede alcanzar dimensiones cercanas en ocasiones a un número muy
significativo de años, décadas inclusive, tendremos el conjunto de factores que
hacen del desierto la prueba más dura que un ser humano podría soportar a lo
largo de su vida.
El factor tiempo
De todos estos factores el que más afecta a la
capacidad de resistencia humana es el tiempo. Podemos atravesar malas rachas,
situaciones difíciles, o incluso situaciones de auténtica parálisis, sin que
ocurra nada relevante. Esto es soportable, pero lo que no lo es, es la
dilatación en el tiempo de estas situaciones. Esto es como la cárcel; el problema
no es estar en la cárcel (aunque no sea nada agradable siquiera pisarla y estar
privado de libertad), sino estar muchos años o incluso la perpetua. Esta larga
duración es la que hace insoportable la situación. Es por eso que cuando nos
viene una mala racha, nos consolamos recordando aquel refrán que dice “no hay mal –ni bien-, que cien años dure”.
El problema es entonces que cien años dure, es decir, no saber cuándo acabará
la tortura, el vacío, el silencio, la soledad, la estasis.
Las tormentas, las fases de oscuridad, la niebla, todo es soportable si el factor tiempo es limitado, si sabemos que en algún momento acabará, pero la indefinición en el tiempo, incluso si vivimos una situación apacible, se convierte en una tortura, un aburrimiento insufrible. Es por ello que si uno lo piensa bien, el “más allá” para toda la eternidad, tanto en lo malo, el infierno, como incluso en lo bueno el Cielo, al ser humano se le antoja ilógico, y casi inaceptable. Si imaginarnos un infierno de fuego “para siempre” resulta aterrador, pero en el otro extremo, imaginarnos un Cielo “para siempre” también, tocando con el arpa cánticos inspirados de alabanza a Dios en los bellos y paradisíacos jardines celestiales, al final impresiona de sumamente aburrido. ¿Por qué? Porque el ser humano es un ser esencialmente dinámico, adorador del tiempo (ver la entrada 29.- El culto a Cronos). En el confinador vital en el que vivimos, imaginarnos cosas eternas es completamente impensable, puesto que nuestra torpe aproximación al problema es algo así como “para siempre”, es decir, cientos, miles, millones, decenas de miles de millones de años, y mucho más. En fin, una locura.
Así que en una escala nanoscópica como nuestra
vida, una situación de desierto que dure por ejemplo diez años, veinte años, se
nos antoja absolutamente insufrible, como para cortarse las venas.
La aventura del éxodo judío desde Egipto podía
haber durado unas pocas semanas, dado que la distancia que requiere atravesar
el Sinaí, no supera los quinientos kilómetros. Sin embargo, el pueblo de Israel
se tiró cuarenta años dando bandazos, perdidos en un desierto cruel y hostil.
La llevaré al desierto…
Cuando uno lee la Biblia como mensaje
místico y no desde la infantil literalidad, no desde la interpretación
histórica, sino desde el significado profundo de su mensaje, y sobre todo, en
primera persona, se descubren cosas maravillosas.
A continuación, os pongo el Capítulo 2 de
Oseas, que aunque algo largo, creo que es importante fijarnos en varios
versículos:
8
… «Voy a volver a mi primer marido, que entonces me iba mejor que ahora.»
14.-…
Arrasaré
su viñedo y su higuera, de los que decía: «Ellos son mi salario, que me han
dado mis amantes»; en matorral los convertiré, y la bestia del campo los
devorará.
16 Por eso yo voy a seducirla; la llevaré al desierto
y hablaré a su corazón.
21 Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en
justicia y en derecho en amor y en compasión,
Oseas 2
1 El número de los hijos de Israel será como la arena del mar,
que no se mide ni se cuenta. Y en el lugar mismo donde se les decía
«No-mipueblo», se les dirá: «Hijos-de-Dios-vivo.» 2 Se juntarán los hijos de
Judá y los hijos de Israel en uno, se pondrán un solo jefe, y desbordarán de la
tierra, porque será grande el día de Yizreel.
3 Decid a vuestros hermanos: «Mi pueblo», y a vuestras hermanas:
«Compadecida».
4 ¡Pleitead con vuestra madre, pleitead, porque ella ya no es mi
mujer, y yo no soy su marido! ¡Que quite de su rostro sus prostituciones y de
entre sus pechos sus adulterios; 5 no sea que yo la desnude toda entera, y la
deje como el día en que nació, la ponga hecha un desierto, la reduzca a tierra
árida, y la haga morir de sed!
6 Ni de sus hijos me compadeceré, porque son hijos de
prostitución. 7 Pues su madre se ha prostituido, se ha deshonrado la que los
concibió, cuando decía: «Me iré detrás de mis amantes, los que me dan mi pan y
mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mis bebidas.»
8 Por eso, yo cercaré su camino con espinos, la cercaré con seto
y no encontrará más sus senderos; 9 perseguirá a sus amantes y no los
alcanzará, los buscará y no los hallará. Entonces dirá: «Voy a volver a mi primer marido, que entonces me iba mejor que ahora.»
10 No había conocido ella que era yo quien le daba el trigo, el
mosto y el aceite virgen, ¡la plata yo se la multiplicaba, y el oro lo
empleaban en Baal!
11 Por eso volveré a tomar mi trigo a su tiempo y mi mosto a su estación,
retiraré mi lana y mi lino que habían de cubrir su desnudez.
12 Y ahora descubriré su
vergüenza a los ojos de sus amantes, y nadie la librará de mi mano.
13 Haré cesar todo su regocijo,
sus fiestas, sus novilunios, sus sábados, y todas sus solemnidades.
14 Arrasaré su viñedo y su
higuera, de los que decía: «Ellos son mi salario, que me han dado mis amantes»;
en matorral los convertiré, y la bestia del campo los devorará.
15 La visitaré por los días de
los Baales, cuando les quemaba incienso, cuando se adornaba con su anillo y su
collar y se iba detrás de sus amantes, olvidándose de mí, - oráculo de Yahveh.
16 Por eso yo voy a
seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón.
17 Allí le daré sus viñas, el valle de Akor lo haré puerta de
esperanza; y ella responderá allí como en los días de su juventud, como el día
en que subía del país de Egipto. 18 Y sucederá aquel día - oráculo de Yahveh -
que ella me llamará: «Marido mío», y no me llamará más: «Baal mío.»
19 Yo quitaré de su boca los nombres de los Baales, y no se
mentarán más por su nombre. 20 Haré en su favor un pacto el día aquel con la
bestia del campo, con el ave del cielo, con el reptil del suelo; arco, espada y
guerra los quebraré lejos de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro.
21 Yo te desposaré conmigo para
siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho en amor y en compasión, 22
te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahveh.
23 Y sucederá aquel día que yo responderé - oráculo de Yahveh - responderé
a los cielos, y ellos responderán a la tierra; 24 la tierra responderá al
trigo, al mosto y al aceite virgen, y ellos responderán a Yizreel.
25 Yo la sembraré para mí en esta tierra, me compadeceré de
«Nocompadecida », y diré a «No-mi-pueblo»: Tú «Mi pueblo», y él dirá: «¡Mi Dios!»
Este capítulo describe sintéticamente el proceso del camino de
perfección, y con él, toda la mística, y cómo obra Dios en el alma, hasta
transformarla en pureza.
Oseas describe al pueblo de Israel (el alma), que la hace hija suya,
pero su deslealtad la lleva a adorar a los Baales, y a entregarse a la
prostitución y malos hábitos. Pero incluso en sus peores momentos Dios estaba
allí…
10
No había conocido ella que era yo quien
le daba el trigo, el mosto y el aceite virgen, ¡la plata yo se la
multiplicaba, y el oro lo empleaban en Baal!
Era Dios el que le daba el trigo y el oro que
empleaba en sus vicios.
Y le genera todo tipo de dificultades… “yo cercaré su camino con espinos,
la cercaré con seto y no encontrará más sus senderos”.
Es decir, Dios no tiene otra opción que
chafarle los planes al alma que vive disolutamente, para hacerle entender que
“lo tiene súper chungo”.
Y ahora viene eso del libre albedrío, y
el alma se lo piensa mejor y dice «Voy a volver a mi primer marido, que
entonces me iba mejor que ahora.».
Porque tonta no es, y se da cuenta que la ha fastidiado pero a base de bien. Le
pasa lo mismo que en la parábola de hijo pródigo, que echa cuentas y se la
tiene que envainar y volver a la casa de su padre.
Aquí hay una importante diferencia con el
otro conocido personaje, el joven rico. En este caso al colega le iban
razonablemente bien sus negocios y evaluando su coste de oportunidad, su libre
albedrío le decía que estaban bien las cosas así, de modo que pasa de entrar
por la senda estrecha. Es decir, Dios te llama, pero depende de ti aceptar o
no.
Pero siguiendo con Oseas, tras la
decisión de volver a su anterior marido, con quien le iban mejor las cosas, el
asunto no va a ser fácil, y todo tiene un coste.
Haré cesar todo su regocijo, sus fiestas, sus novilunios, sus
sábados, y todas sus solemnidades.
Arrasaré su viñedo y su higuera, de los que decía: «Ellos son mi
salario,..
Hay que desmontar toda la fábrica construida
en torno a la vida pasada. Nada de lo que tenía el alma sirve ahora. Nada de
aquello en lo que ponía su interés sirve ya. Nada que pudiera suponer apegos es
útil. Por tanto, antes de construir el nuevo edificio, hay que demoler el
antiguo, dado que el solar es el mismo, y en él no caben las viejas
construcciones y la nueva.
Es decir, “vende todo lo que tienes, toma tu
cruz y sígueme”.
Como dice el Maestro Eckhart, “cuanto hay más
de mí en mí, menos de Dios hay en mí” (más o menos). En conclusión, que la
transformación del alma desde su estado original, recluida en el confinador de
este mundo hasta el estado de perfección supone, y esto aparece en todo proceso
místico hasta la saciedad, el vacío absoluto de uno mismo y de todo en lo que
basa su vida, para dejar el templo vacío (no solo de las mercaderías ilegales
del templo, sino también de los puestos de palomas –Juan 2,16).
Pero lo más difícil de todo este proceso no es
el conjunto de adversidades que el alma ha de experimentar para ser limpiada de todo apego material, sino el
crucial hecho de “caer en la cuenta”, ser consciente de este proceso, tomar
conciencia de él. Por eso no queda otro remedio que experimentar el desierto.
16 Por eso yo voy a
seducirla; la llevaré al desierto y hablaré a su corazón.
El aspecto fundamental de todo este proceso es
situar al alma en un estado de silencio,
vacío y soledad, de modo tal que no existan interferencias que impidan el
diálogo entre Dios y el alma. Este estado es el de desierto.
En el desierto el alma se encuentra sola,
desvalida, vacía, en silencio, sin apoyos externos, ni siquiera le vale sus
propias fuerzas, salvo la voluntad de soportar y seguir adelante. Y tanto más
intenso y prolongado es el desierto cuanto de más apegos sea necesario que se
desprenda el alma hasta quedarse absolutamente desnuda, incluso, desnuda de sí
misma.
En principio esto parece un sádico proceso,
pero si uno lo piensa un poco, la lógica que Dios emplea en nosotros no dista
mucho de la que un médico ha de utilizar para extirpar quirúrgicamente un tumor
o un oncólogo aplicando la muy desagradable quimioterapia, o cualquier otra
terapia que requiere grandes sacrificios y paciencia.
… Y le hablaré a su corazón
Cuando el alma se encuentra en esa situación
de desierto, de silencio, vacío y soledad, está rendida, sin defensas, sin
capacidad para articular palabras, ni siquiera una súplica. Todo pierde
sentido, suspendida entre el cielo y la tierra, no le satisface ni encuentra
gusto en nada, ni de arriba ni de abajo.
Antes, al menos sentía consuelo en sus rezos,
en sus celebraciones, en los ritos y liturgias, en sus manifestaciones
exotéricas, pero ahora, en el desierto, todo ese barullo, incluso el de las
ceremonias y los cánticos queda atrás, para establecerse el más profundo de los
silencios, el más desolador de los vacíos y la más aterradora soledad, pero
sobre todo, lo que más asusta al alma es no sentir a Dios, no experimentar ese
estado “de colores” que creía sentir cuando cantaba con su comunidad cánticos
de alabanza en las coloristas celebraciones. Se acuerda en cierto modo de las
ollas de cebollas de Egipto, entendiendo por las “ollas de cebolla” tanto las
diversiones mundanas como las religiosas. Aquello era divertido, se sentía “de
colores”. Pero Dios parece castigarle con la eliminación de todo aquello.
13.- Haré cesar todo su regocijo,
sus fiestas, sus novilunios, sus sábados, y todas sus solemnidades.
Incluso, participar de aquellas celebraciones
le produce hastío y desconsuelo, porque por no sentir ni siquiera siente a Dios
dentro de sí, hasta exclamar el desgarrador grito de San Juan de la Cruz.
A dónde te escondiste
Amado y me dejaste con gemido
Como el ciervo huiste
Dejándome herido
Salí tras ti clamando y eras ido.
Es en esta situación de total y absoluta
derrota de uno mismo cuando se dan las condiciones adecuadas para que Dios
pueda hablarle al alma al corazón. Cuando todos los intentos de gritar han
fracasado, cuando todas las súplicas parece que han sido inútiles, cuando el
alma queda en silencio, allí en lo escondido, es entonces cuando todo su ser
está capacitado para escuchar lo que Dios tiene que decirle. Antes no, pues las
interferencias internas y externas generan un ruido de fondo tan atronador, que
resulta imposible escuchar el mensaje de Dios al corazón.
Parábola de las campanas del templo sumergido
Chris había oído hablar en muchas ocasiones a su maestro del
misterio del Templo de las Mil Campanas. Hace mucho, mucho tiempo, en las islas
orientales, un hermoso templo budista alegraba a sus vecinos con el hermoso
sonido de mil campanas. Con el paso de los años, el océano terminó por engullir
en sus aguas ese hermoso lugar. Cuentan que, desde lo profundo del mar, las
campanas del Templo siguen tañendo todos los días. Para poder ser testigos de
tal espectáculo, el silencio tenía que reinar en el corazón.
Ahí
estaba ella, de pie en la playa, lejos de su hogar. Había sido una dura
decisión; pedir días en su trabajo, renunciar a sus ahorros, despedirse de sus
seres queridos… Ahora, después de un viaje cansado, había llegado a su destino.
Su corazón latía con fuerza; ¡había soñado tantas veces con este momento! Era
el atardecer y el aire se había echado… Se sentó para escuchar con atención…
pero sólo oyó olas. Ninguna campana, sólo el ruido del mar. “Será el cansancio
del viaje”, pensó. Después de dormir todo lo que su cuerpo le pidió, desayunar con ganas,
situarse en el precioso pueblo pescador, hablar con los ancianos del lugar para
cerciorarse de que era la playa justa para escuchar las campanas… se sentó de
nuevo en la orilla. Fijó su atención y estuvo durante mucho tiempo escuchando
olas, gaviotas, viento, algún que otro niño… pero ninguna campana. Intentó,
como había aprendido en su escuela de yoga, traspasar los ruidos para hacer
silencio, pero estuvo ese día más de siete horas escuchando el ruido del mar.
Cansada se fue a su pensión. Un par de ancianos la miraron sonrientes al verla
volver con cara triste. Y así transcurrió toda una semana, un día tras otro,
sin dejar de estar todo el tiempo que pudo en la playa. ¡Todo en vano! No escuchó ninguna campana. Estaba agotada y muy
triste. Había fracasado. No pudo cumplir su sueño. Primero pensó que era una pretenciosa
occidental, que piensa que sabe hacerlo todo muy bien, pero que no es capaz de
albergar ningún silencio en su corazón. Acabó por sentir que su maestro la
había engañado y que no había ningún templo sumergido. Llegó el último día.
Quiso despedirse del pueblo y de la playa.
Saludó amable a las personas que encontró en su camino, disfrutó
por primera vez de la hermosura humilde de unas casas de tablones pintados de
colores, comprobó que la selva casi se metía en las casas y que desde las
calles se veían hermosos pájaros tropicales. Llegó a la playa, la misma playa
de siempre y se sentó mirando el mar, queriendo mirar más hondo de lo que veía.
Al poco rato se echó en la arena y vio un hermoso cielo azul. Las aves volaban
con soltura casi sin mover las alas. Sintió la frescura de la brisa y el calor
del sol que acariciaba su piel. Para disfrutar más del momento, cerró los ojos…
Se
dejó llevar por primera vez del rumor pausado de las olas y estuvo escuchándolo
sin la menor resistencia. Se sentía como suspendida en el mar, pero un mar de
arena, viento y olas… No sabe cuánto tiempo pasó, pero, de pronto, escuchó una
campana… ¡Sí, desde el fondo del mar! Y luego una esquila más aguda… y dos
campanas grandotas y graves… y otra, y otra… Sin abrir los ojos pudo escuchar
ese concierto armónico de mil campanas… Y su corazón se llenó de luz y alegría.
Cuando dejamos de exigir con preguntas,
llegan las respuestas.
Cuando el deseo se duerme, despierta la
realidad.
Ese es el efecto del desierto en el alma,
conseguir su rendición total y absoluta a la acción de Dios. Pero so sólo es
posible cuando al alma no le queda ni un solo Julio de energía, cuando el “yo”
termina totalmente agotado y ya no puede más por sí mismo.
El objetivo de todo este proceso, el para
qué de este calvario de silencio, vacío y soledad, no es otro que el duro
aprendizaje del alma en cómo permitir su relación con Dios. Y esa relación
íntima y rendida a Dios es lo que se denomina “oración”.
Los trabajos del hortelano.
En la entrada “65.- Los trabajos del hortelano”,
hago referencia a cómo describe Santa Teresa las fases de la oración, desde la
etapa de la oración verbal, pasando por la mental para terminar por la oración
contemplativa. Las primeras fases son de fábrica humana, peticiones, súplicas,
oraciones estereotipadas, litúrgicas, colectivas, con mucho artificio y mucho
esfuerzo personal. Es como el hortelano que para traer agua al huerto tiene que
cavar un pozo y sacar de él agua con polea, o bien desde el arroyo montar un
conducto de arcaduces para verter el agua en las plantaciones, o montar el
riego tendido, hasta que al final dice Dios, para, que el agua te la
proporciono yo con la suave lluvia, y el huerto recibe el agua necesaria sin
que el hortelano tenga que trabajar.
Y es que todo el proceso de desierto
consiste de cómo hacer ver al alma que ella no tiene por qué hacer nada salvo
“hágase en mí según tu palabra”. Lo demás corre de cuenta de Él.
«Voy a volver a mi primer marido, que entonces me iba mejor que
ahora.»
Esto es lo único que Dios pedía del alma, que
se dé cuenta de que con Él estaba mejor que ahora.
Conclusión
El desierto, una vez el alma se da cuenta de
qué va el asunto, no es un estado tan desolador. Es más, al final se convierte
en tu propia casa, donde pasas la mayor parte de tu vida. En él, y con el paso
del tiempo te acostumbras a sus inclemencias y rigores, como los beduinos se
han adaptado al desierto del Sahara. Uno se hace a ello, y renunciando a los
“contentos” afectivos que te proporcionan las criaturas, como dice Santa Teresa,
disfrutas mucho más de esa “extraña paz”, ese gozo, que finalmente experimentas
en el silencio, en el vacío y en la aparente soledad. Casi que te resulta
extraño esos regalos de Dios que de vez en cuando te ofrece, esas
“consolaciones”, que el alma sedienta recibe con regocijo cuando alguien le
ofrece un vaso de agua.
Y no hay más que decir, porque podría seguir
escribiendo páginas y páginas de qué se experimenta en esta noche oscura, en
este vacío profundo, en este desierto del alma, pero todo lo que pudiera seguir
escribiendo supone tan sólo un infinitésimo de lo que el alma experimenta si es
capaz de decir “sí, hágase tu voluntad”, y está dispuesta a renunciar tanto a
las mundanas como a las religiosas “ollas de Egipto”.
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