Bienvenida

Hola, amig@.
Este es un blog dedicado a los caminos del ser humano hacia Dios. Soy cristiano, pero no pretendo dar una visión exclusivamente cristiana de estos temas.
Tampoco, y esto es muy importante, deseo que nadie tome lo que escribo como temas doctrinales. No imparto cátedra, líbreme Dios de algo que sólo está adjudicado a los sabios doctores con autoridad para impartir doctrina.
Lo mío es mi experiencia de vida y pensamiento, y lógicamente, puedo estar equivocado.
Dicho esto, y sin intención de cambiarle los esquemas a nadie, la pregunta que debes hacerte si quieres encontrar algo interesante en este blog es la siguiente:
"Si tengo y siento a Dios en mi vida, lo demás carece de importancia"
"Si no tengo o no experimento a Dios en mi vida, lo demás carece de importancia"
Si esta declaración va contigo, entonces, bienvenido seas.
Si no te dice nada, échale no obstante un vistazo; mal no creo que te haga, aunque sí puede que te haga rascarte la cabeza y plantearte cuestiones acaso "religiosamente incorrectas". Sobre todo ve a la entrada 19.- sitúate en el umbral
En cualquier caso, que la Paz esté contigo.
El título de blog "Todos los santos de Dios", afirma un convencimiento personal de que "todos los santos de Dios son todas aquellas personas de buena voluntad y sincero corazón, para los que Dios tiene sentido en su vida, aunque sean pecadores, aunque caigan una y otra vez, aunque incluso sean "ovejas perdidas de Dios", pero sienten algo dentro de sí que no saben lo que es, pero buscan el Camino de Regreso a Casa, con independencia de raza, nación y religión que pudieran profesar. Incluso aunque digan no creer. Si aman, y creen en la verdad, con todos sus defectos, forman la gran comunidad de Todos los Santos de Dios. Una Comunidad para los que Jesús de Nazareth vivió, murió y resucitó, aunque ni lo sepan, e incluso, ni lo crean.
Ya empezamos mal, desde el punto de vista doctrinal católico, pero no creo que esto a Dios le importe demasiado.

Si es la primera vez que entras, abre primero de todo la página "¿Quienes somos?, creo que te sorprenderás.
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Si, por otro lado, te interesa el pensamiento sistémico, te invito a que pases también a ver mi nuevo blog "HORIZONTE TEMPORAL", una visión sistémica del mundo para imaginar algo más allá de lo que pueden percibir nuestros sentidos.
Va de temas de aquí abajo, y de cómo plantearnos una forma holística de comprender los problemas que nos abruman en este mundo.

Correspondencia: alfonsoypaloma@gmail.com

Camino de Santiago

El Camino de regreso a Casa

 
José Alfonso Delgado.
Madrid, Julio de 2006


Sacramento de la vida


Cuando experimenté la vivencia de caminar físicamente por el sendero que conduce a Santiago de Compostela, fue cuando logré entender el significado de la vida como camino.

Tras cincuenta años de vida, no precisamente aburrida, si me preguntaran cómo describiría yo la vida, no tendría mejor ejemplo que la experiencia de haber caminado como peregrino a Santiago.

Habitualmente la vida se compara con un largo camino. Y nos imaginamos, la mayoría de los humanos lo que se debe experimentar al caminar por un sendero. Nos imaginamos el cansancio, nos imaginamos la sed por el calor, el frío, la lluvia, el sueño, el merecido descanso tras una larga jornada. Pero sólo nos lo imaginamos.

Gracias, o a consecuencia de los medios de transporte actuales, prácticamente nadie se imagina, ni de lejos, qué significa, qué se siente al recorrer un largo camino.

Todos caminamos por esta vida, todos experimentamos el cansancio de las duras jornadas de trabajo, el hambre y la sed, algunas veces, el relax del merecido descanso, las inclemencias de las circunstancias en las que vivimos.

Pero casi nadie puede realmente comparar las vivencias del día a día, con el día a día del físico peregrinar.

Peregrinar a Santiago está siendo para Paloma y para mí una experiencia jamás imaginada. Digo está siendo, aunque ya hemos terminado lo que es “oficialmente” la peregrinación, desde Roncesvalles hasta Compostela, con certificado compostelano incluido, porque cuando uno termina, cuando nosotros dos terminamos, yo comprendí que los 736 kilómetros recorridos no suponen el final, sino casi se podría decir, el principio de un nuevo paradigma para nuestra vida, tanto personal, como de pareja. Ser peregrino a Santiago se convierte, cuando llevas a cabo la peregrinación y la concluyes, en un estilo de vida, en un carácter especial, en un sello muy personal que ves se imprime en tu espíritu que hace que, cuando te ves con la compostela en la mano, te des cuenta de que tu vida ya no volverá a ser la misma a partir de entonces.

Cuando, con permiso de la bruma, pude divisar desde el Monte del Gozo las agujas de la catedral, me vinieron a la mente un sin fin de evocaciones de cuál era el significado de ese momento. El más claro y evidente fue el de mi propia muerte.

Cuando, con permiso de la bruma, eres capaz de ver las múltiples bifurcaciones del camino, la incertidumbre te inunda al no saber qué dirección tomar, hasta tanto no ves la socorrida flecha amarilla, o hito, que te garantice que vas por la senda correcta, una marca, una indicación, o un buen mapa donde puedas tomar el camino correcto; todo ello son experiencias vividas físicamente que poco a poco van calando en la imagen que tienes de tu propia vida. Y te vas dando cuenta de hasta qué punto cada instante vivido en ese largo caminar que es el Camino, se constituye en un símbolo de tu propia vida, en un “es como si…”.

Cuando en las largas etapas de Castilla, donde el horizonte se torna en una perfecta línea recta horizontal trazada a tiralíneas desde cualquiera de los cuatro puntos cardinales al otro, con el Sol implacable marcando las horas, tu caminar se transforma en un sacramento de tu propia vida que simboliza las largas épocas en las que parece que nada cambia, en las que el paso del tiempo se ralentiza, y no evidencias que estás avanzando, porque el paisaje por el que caminas es todo igual, kilómetros y kilómetros de lo mismo.
Cuando durante un instante te das cuenta de que estás solo, con sólo la compañía de un solitario cuervo y el ulular del viento, sin nadie a tu alrededor, emergen en ti los miedos de la soledad, o la paz del silencio total y absoluto.

Cuando un peregrino de algún lugar lejano, te alcanza y durante unos kilómetros te hace compañía y se entabla una animada conversación sobre lo que sea, te inunda la alegría de compartir con alguien que no conoces las mismas sensaciones y experiencias, e incluso las mismas preocupaciones por un problema común, tal como las ampollas o las rozaduras, o las dudas sobre qué ruta seguir.
 
Cuando tras coronar una elevada colina, no sin esfuerzo, eres capaz de admirar el grandioso horizonte, con nubes a tus pies, sientes como te inunda la alegría del desafío personal superado y la recompensa que supone contemplar la obra de Dios en todo su esplendor.

Cuando llegas al albergue tras una larga etapa y en hacinadas salas consigues una humilde litera donde desplomar tus doloridos restos mortales, experimentas la paz del merecido descanso, como cuando tras una dura jornada de trabajo, con la conciencia tranquila de tu sincero buen hacer, te rindes al cansancio y abandonas tu cuerpo y tu espíritu al relax del sillón o de la cama, y ruegas a Dios te proporcione una noche tranquila y una muerte santa.

Cuando renunciando al remilgado pudor, eres capaz de ponerte en calzoncillos ante una desconocida que por un instante te muestra su lencería íntima antes de calzarse su pijama, o sales de la comunitaria ducha sin más armadura que una toalla, igual que otros y otras camino a la literas contiguas a la tuya, te das cuenta de cuánta tontería nos han inculcado durante tantos años, y de cómo la convivencia en un hospital, rayando en un inevitable hacinamiento a veces, a pesar de vernos en paños menores está tan lejos de la lascivia y de la impudicia, que casi parece ridículo siquiera pensar que ver a una mujer en bragas a tu lado sea constitutivo de malos pensamientos.

Cuando en un alto del camino, te sientas junto a otros peregrinos, a los que a caso no volverás a ver nunca más, y compartes agua, alimento, tiritas y pomadas anti inflamatorias, tímidamente te imaginas que podría ser eso de compartir y de en el extremo obrar el milagro de los panes y los peces.

Cuando experimentas el peso del macuto, y reconoces el exceso de  carga que llevas encima, pudiendo ir, como se puede realmente, ligero de equipaje, te das cuenta de hasta qué punto, nos cargamos en la vida de verdaderos fardos absurdos, que no tienen sentido, que suponen un lastre para nuestro caminar y nuestro crecimiento. Reconoces que para vivir no es necesario ni el diez por ciento de los bienes con los que nos atamos de por vida, y que con los años se tornan en pesadas cargas, no sólo económicas, que también, sino sobre todo afectivas (donde está tu tesoro, allí está tu corazón, Mt 6,21), que nos desvían y entorpecen en nuestro crecimiento y aprendizaje personal.

Cuando Dios te regala un compañero/a de viaje, y puedes recorrer el Camino al lado de la persona que más amas, y aunque por causa de la diferente velocidad de paso, uno se adelante en ocasiones respecto del otro, te das cuenta de la inmensa felicidad que supone saberte acompañado, compartiendo en todo momento las mismas sensaciones, las mismas experiencias, las mismas alegrías y penas, la misma salud y enfermedad, contemplando los mismos paisajes, las mismas noches estrelladas, el mismo Sol abrasador, el mismo viento refrescante, las mismas duras literas, el mismo peso en el macuto, el mismo camino, la misma vida.

Y finalmente, cuando alcanzas el objetivo, y entras por la puerta del peregrino a la catedral, y te arrodillas ante el Apóstol, cogido de la mano de tu pareja, te das cuenta de que aquello no ha hecho más que comenzar. Que aunque físicamente hayas concluido la peregrinación, y te den un certificado que de fe de tu hazaña, realmente sabes que lo que has conseguido ha sido levantar un auténtico Sacramento de tu propia vida, donde tu condición de peregrino hacia Dios se ha materializado en una imagen sagrada que en tu memoria quedará para siempre reflejada en cada instante de esos cientos y cientos de kilómetros recorridos día a día, con tu macuto de diez kilos a la espalda y tus sandalias o zapatillas de caminante empedernido, ya desgastadas las pobres. Y comprendes por qué lo has hecho.
Un sacerdote en Nájera nos decía que la pregunta importante no es ¿por qué voy a hacer el Camino?, sino cuando terminas, preguntarte ¿por qué lo he terminado? Al empezar se puede ir por razones muy diversas, motivos religiosos, devoción al Apóstol, desafío personal, interés cultural, deportivo, de ocio, de diversión. Sin embargo, tras cientos de kilómetros a la espalda, al concluir las razones son bien distintas. ¿Qué te ha mantenido firme en la voluntad de seguir y terminar? Sin minorar los motivos originales, salvo que se sea un necio o alguien sin principios humanos, todos, al entrar en la catedral, de algún modo experimentamos la sensación de que algo ha cambiado en nuestra vida interior; que acaso no seamos capaces de expresarlos, pero somos otros.

Y no es cuestión de experimentar la alegría de venerar al apóstol. Probablemente en la tumba de santiago ni siquiera estén los restos reales de Santiago el mayor, o sí, vaya usted a saber. Eso no es lo importante. Lo importante es la transformación del Camino físico de Santiago en el Sacramento de tu propia vida.

Esa es la auténtica dimensión cristiana del Camino de Santiago, transformar las piedras del camino, los innumerables albergues, la lluvia, el viento, el calor, el frío, las ampollas, el sudor, la relación con otros peregrinos, y todo el sinfín de detalles en el Sacramento de tu propia vida.

Y a partir de ahí, saber, que cada instante de tu propia vida se te representará como un instante vivido en el Camino.

Las tres vías

La orografía del Camino francés tiene la peculiaridad de mostrar tres fases claramente diferenciadas, que en mi opinión tienen la virtud de asemejarse en términos generales a las tres vías del camino de perfección descrito por nuestros místicos San Juan de la Cruz y Santa Teresa. La vía purgativa, la iluminativa y la unitiva.

La primera describe los primeros compases del camino de perfección donde el alma se lanza a tumba abierta a entrar por la senda de la vida interior, tras sentir la Llamada. Es costosa, pero al ser los primeros tramos, la persona los recorre pletórico de fuerzas, acompaña el paisaje montañoso al principio, y un clima no demasiado caluroso, aunque pronto, las primeras dificultades y en realidad la escasa preparación, sólo compensada con el visceral entusiasmo, hace que finalmente el alma sucumba ante las primeras dificultades y tenga que reposar y tratarse las heridas y a veces descomunales ampollas que les han hecho un calzado nuevo y poco trotado. En el Camino esta primera fase se podría equiparar a las cuatro primeras etapas, Roncesvalles, Zubiri, Pamplona, Puente la Reina hasta Estella.
La segunda comienza cuando se han superado los primeros obstáculos y el alma comienza a entrar en una fase en la que las primeras alegrías, el viento a favor, el paisaje agradable, dan paso al páramo mesetario. Dios hace como que se oculta, y somete al alma a un largo proceso de sequedad, de aridez espiritual en la que quedan atrás las intensas emociones de los primeros tiempos, para dar paso a un caminar hasta cierto punto monótono, donde parece no suceder nada salvo días, meses y años de una monotonía espiritual que puede llegar a hacerse insoportable. San Juan de la Cruz la denomina la Noche oscura del sentido. Esta fase de duro entrenamiento espiritual, donde el alma es probada en su capacidad de resistencia, tiene su símil en las etapas castellanas, desde Los Arcos en la Rioja hasta prácticamente Astorga. Casi suponen dos tercios del Camino, y son realmente una dura prueba de resistencia, donde las temperaturas extremas, duro calor en verano o duro frío en invierno con perfiles absolutamente llanos, exceptuando los montes de Oca y algún que otro repecho por los terrenos calizos de Castrogeriz, son un escenario perfecto para representar físicamente las sequedades del alma a las que Dios decide someterla.

La tercera vía es la unitiva, y comienza con la aparición en lontananza de la montaña, visible ya en Astorga. Es la subida al Monte Carmelo, donde el alma afronta la larga etapa final de su noche oscura, la noche oscura del espíritu. Cambia el paisaje, se pasa de la monotonía de la árida sequedad a los puertos de montaña, primero Foncebadón y la Cruz de Ferro, después O Cebreiro, la dura bajada a Triacastela y las interminables colinas gallegas que son un continuo tobogán, una infinita montaña rusa de sube y baja, que no te deja descansar, donde la niebla y la lluvia terminan de envolverte en un ambiente fantasmagórico, con larguísimos túneles vegetales propicios para la aparición de todo tipos de meigas y santas compañas. Es la fase final en la que Dios, más cerca que nunca del alma la acompaña de noche y de día hasta la trepada final del Monte del Gozo, pasando por montes y collados, por sotos y espesuras, acompañada del Esposo dejándolos a todos vestidos de su hermosura.

Para llegar al final a la octava morada, a la cumbre del monte Carmelo, del Monte del Gozo, desde donde se puede intuir la Catedral del Cielo. En realidad, la visión desde el Monte del Gozo no es tan idílica, pues la catedral se confunde entre el penacho de edificaciones y las autopistas que tejen una tupida red de cemento, donde en la antigüedad sólo destacaban imponentes las tres agujas. Es el umbral de la muerte, el atrio del Cielo, donde el alma ve cumplida su misión en este mundo, y sólo le restan los cuatro kilómetros del instante final de entregar su vida al Padre y con ello regresar a casa.

Primera vía

El peregrino en Roncesvalles está dispuesto a todo. No está excluido un cierto temor de no saber si se podrá, pero el entusiasmo supera todos los temores, de modo que habitualmente entre brumas y llovizna se sale en sentido descendente hacia Burguete y Viscarret. Al principio todo fácil hasta que el Camino nos presenta la primera dificultad, el Alto del Erro. Subida moderada, pero gran bajada hacia Zubiri. El resultado es al final una primera etapa literalmente brutal, donde las tendinitis, ampollas y rozaduras hacen su aparición, en algunos casos con violenta intensidad.

 

Uno siente cómo es entos recorridos iniciales, se las prometía muy feliz, pero nada más empezar surgen las primeras dificultades, las primeras desilusiones.

Acostumbrados como estamos a que las cosas salgan a nuestro deseo, ver como la naturaleza nos hace arrodillarnos ante las primeras de cambio, es duro para nuestro ego.

Llegar a Zubiri con ampollas como habas y con las rodillas ardiendo, lo que nos dice es que, no podemos dejarnos llevar por el desmedido entusiasmo de haber descubierto el Camino de Dios, el nuevo estilo de vida que nos han enseñado en cursillos de cristiandad, en el fin de Semana o en otra experiencia similar.

Tras la primera cura de humildad, que puede verse agravada incluso con tener que dormir en un polideportivo por falta de literas en el albergue, nos queda llegar a Pamplona, y a Zizur menor, que aunque no es tan duro, no deja de suponer una etapa de casi 25 kilómetros.

Ya en esta etapa se producen los primeros abandonos, de peregrinos que ven cómo esto es más duro de lo que parece, y al llegar a Villaba se cogen un taxis para regresar a su antigua vida.

Estas etapas, para cualquiera que no se haya esforzado en el ejercicio del amor con sus múltiples matices, escucha, confianza, voluntad de amar, aceptación, entrega, abnegación etc., no dejan de suponer una muy dura prueba para todo aquel que está acostumbrado a dar tan sólo unos pasos al día con zapatos de tacón o calzado de calle. Las ampollas, las rozaduras y las tendinitis son el Sacramento de nuestras heridas del alma, la humillación que supone la desilusión ante las primeras dificultades, ante la repetición de los conflictos, de las tensiones de la vida diaria, y ver que tus aparentemente grandes fuerzas no son tales.

Pronto Dios nos ofrece un perfecto banco de pruebas para ensayar nuestra capacidad de auto superación. Se trata del Puerto del Perdón, al sur de Pamplona, con una naturaleza que deja atrás ya las frescas umbrías pirenaicas, para anunciar los rigores del duro paisaje castellano. Es un puerto de no demasiada dificultad en el ascenso pero de brutal pendiente de bajada que terminará por llevar a cabo la selección natural entre aquellos que deciden afrontar las durezas del camino, de los que se acuerdan de las comodidades de su hogar, que añadidas a las ya graves lesiones de pies y rodillas, les obligarán en Puente la Reina a cogerse un autobús de vuelta a casa.
Así termina, más o menos la vía purgativa, donde el alma se da cuenta lo que vale un peine, y que no sólo con el inicial entusiasmo es posible caminar. Entiende que es necesario superar la desilusión de las ampollas, rozaduras e incomodidades de los albergues y los madrugones, para recorrer todos los días 25 kilómetros de un camino cada vez más monótono en el paisaje. Esto no es lo que uno se imaginaba. Pensábamos que sería más divertido.

Un hecho importante que acaece durante la primera vía es la convergencia de otros caminos. Por ejemplo, en Óbanos se unen el Camino francés y el aragonés, en Logroño se une el que viene de Zaragoza y Barcelona, en Santo Domingo de la Calzada se une el vasco. Y por ellos peregrinos de otros lugares se unen. Esto puede molestar a los ortodoxos de la fe y a los integristas que piensen que el auténtico Camino es el que viene de Roncesvalles. De igual forma, a veces al caminante de esta vida le fastidia que de otras culturas, religiones y tendencias se pretenda incorporarse al camino que marca la ortodoxia católica.

Segunda vía
 
Para los supervivientes que han aprendido la lección de la humildad y de la auto superación, les queda afrontar la segunda vía, la iluminativa. Ya saben que la cosa no es sólo navegar con el viento de popa, sino saber ceñir y armarse de paciencia para afrontar horizontes abiertos, como el que nos ofrece el Valle del Ebro desde Viana. 
 

Esta vía es, según se mire más fácil que la primera. No hay cumbres importantes que superar, pero lo que no se gasta en ascensos y descensos, se invierte en etapas extremadamente largas y monótonas, donde el calor extremo y el frío extremo afectan mucho más que las cumbres hasta ahora superadas, que tampoco han sido muchas.

Es la larga época de la vida en la que se instaura algo parecido a la rutina. Todos los días lo mismo, levantarse, desayunar, ir a trabajar, quizás un trabajo más bien monótono, sin aliciente y con muchos problemas sin solución aparente, y en tu vida interior, “nada”. No sucede nada. Atrás quedaron esas avalanchas de entusiasmo y de amor que te hacían parecer ir en volandas.

La dificultad de la vida en esta época no radica en tener que superar grandes cimas, todo lo contrario, el terreno es absolutamente llano, tan llano, tan plano, como la insoportable rutina diaria. Pero sobre todo, tan llano, tan plano como la insoportable situación de “sin noticias de Dios”. Simplemente desapareció de tu vida. No existe, se fue. Te ha dejado solo. Cuando el camino discurre al menos entre colinas, el horizonte se te muestra ahí, esperándote. Y a medida que avanzas ves como la colina se acerca más y más, hasta que tras el esfuerzo de la subida, tu “espíritu de la colina” queda recompensado al poder ver en la cima del collado o de alcor, o del otero un nuevo horizonte, una nueva perspectiva de tu vida.

Pero no, aquí entre la dureza extrema del clima y la total monotonía de los mares amarillos de cereal, tu caminar se convierte en algo parecido a una tontería. Total, para qué. Si camine lo que camine, mis ojos ven siempre lo mismo. Una aldea allí, otra allá y un pueblo algo más grande acullá.

Te pesa todo, sobre todo el macuto que parece ganar en peso kilo a kilo, kilómetro a kilómetro.

Y los pies no digamos. Aunque curtidos ya por los tres o cuatrocientos kilómetros que llevas ya a las espaldas, y cuando las ampollas de la desilusión ya no deberían ser problema (aunque siempre aparece alguna que otra cuando menos te lo esperas), las eternas etapas de ni se sabe cuántos kilómetros hacen que de repente, tras veinte o veinticinco kilómetros, chillen y te digan, “basta” ya no podemos más. Nos rendimos. Sigue tú, que nosotros nos quedamos. Es como si tu cuerpo te pidiera seguir, pero tus pies se pusieran en huelga.
Es duro esto. Sólo el delicado cuidado de ti mismo, de tus pies, te permiten superar ese dolor y ese sufrimiento


Pero en realidad avanzas. En realidad caminas rápido. No te das cuenta porque el exiguo sistema de referencias no te permite triangular y comprobar que estás caminando, pero al final de la jornada consigues alcanzar in extremis el anhelado albergue, donde una litera súper cutre te está aguardando. Y cuando la ves, te parece que acabas de entrar en la habitación de un “cinco estrellas”.
En realidad ¿qué está sucediendo en tu vida durante este largo y monótono periodo?

Es el largo periodo en el que Dios nos somete al duro entrenamiento del fortalecimiento de la voluntad, a soportar inclemencias, y no tanto reveses y tragedias como el desaliento de “la nada”, de la sequedad, del desierto interior.

Los sentimientos que se invaden a lo largo de estas etapas son bastante desagradables, porque habituados como estamos a nuestra increíble capacidad de diversión, de pasarlo bien, de tener nuestra mente ocupada en cientos de cosas, un Burgos – Castrojeriz, o un Carrión – Sahagún, es como caminar por el desierto… Aparentemente.

La cuestión es que en este largo segmento del Camino, tienes dos alternativas, o abandonas por mero aburrimiento y decepción, o logras entender la mente de Dios, y comienzas a admirar la belleza del silencio y de la Paz de Dios.


Se produce una curiosa paradoja. Por un lado, el calor abrasador del mediodía te obliga a caminar en plena noche. Hay momentos en los que no ves, y a riesgo de perderte, una humilde linterna es tu única forma de ver las marcas del camino, esas flechas amarillas que te indican el camino recto. Por otro lado, en pleno día el espléndido sol de Castilla ilumina, invade todo tu ser. Te ciega, te abrasa. Como te ciega y te abrasa la presencia de Dios. Un Dios al que no ves, porque aparentemente “no pasa nada en tu vida”. Le llamas y no contesta, le gritas y se hace el sordo, hasta que te das cuenta de que está ahí. Siempre está ahí, siempre ha estado a tu lado. No te ha dejado ni un solo momento. Es el propio Sol que te envuelve, y a penas permite un poco de sobra en al cobijo de algún árbol. Es cada flecha amarilla que te marca la dirección de tus pasos. Es el mismo Camino por el que andas ya casi sin darte cuenta. Es la verde pradera al borde de un arroyo donde te permite recostar, te conduce hacia fuentes tranquilas, calma tu sed y apacigua tu alma.

¿Dónde está Dios? Está ahí, es el Universo que te envuelve, que te acoge, que te exige el duro esfuerzo de cada etapa, de cada larga, largísimo etapa. Porque nadie va a caminar por ti. Nadie va a encender la linterna por ti. Pero si tu voluntad se fortalece, si tu consciencia aprende a ver y a entender, entonces, etapa tras etapa, kilómetro tras kilómetro, lo vas viendo todo cada vez más claro.

Si no, ya estás tardando en coger el tren o el autobús de regreso a tu casa. Lo triste es que en este caso, lo recorrido, así hayan sido cientos de kilómetros, no te habrá servido de nada.

Pero cuando te sientas a descansar al borde del camino y le dices a tu pareja (si tienes, como nosotros, la suerte de caminar junto a ella), “calla y escucha el silencio, la paz, la soledad de Dios”. Y tus oídos alcanzan a sentir la suave brisa, el canto de alguna cigarra, y nada más. Cuando tus sentidos se calman, se apaciguan, cuando el paisaje es tan simple que a penas hay nada que te pueda distraer, cierras los ojos y te pones a la escucha; entonces, y sólo entonces es cuando descubres dos cosas, la primera que Dios te ha regalado una inconmensurable vida interior, que eres inmortal, trascendente, y que lejos de sentirte solo, aunque no haya nada ni nadie en diez kilómetros a la redonda (lo que la vista alcanza en un horizonte totalmente llano), comprendes que estás totalmente inundado de Dios, que Él lo aguanta todo, tus pesares, tus sacrificios, tus decepciones, tus caídas, tus limitaciones, tus ampollas, tus dolores de pies, tus remilgos ante una litera no muy limpia, en suma, tus pecados. Sólo te pide una cosa, constancia para entender que “Amar es una decisión”, que Él no puede decidir por ti. Que amar es seguir el Camino, es exclamar “¡ultreia!

Ultreia Es una palabra antigua, que se escucha en varias ocasiones a lo largo del Camino. Viene del latín, y son dos palabras juntas: "ultra" y "eia". Ultra significa más, y eia significa allá. Su significado fue y sigue siendo a la vez saludo entre peregrinos y a modo de dar ánimos. Esta palabra sale del Codex Calixtinus, de una canción en latín del siglo XII. Hay una frase que dice "e Ultreia, e suseia, deus adjuvanos".Otros dicen que antes se decía "ultreia, suseia, Santiago", como diciendo "ánimo, que más allá, más arriba está Santiago".
Ultreia, suseia, notas cómo te dice un anónimo peregrino que te ve en el borde del camino lamiéndote las heridas. Y es que Dios no sólo se manifiesta en tu interior, sino en tu exterior, a través de cada peregrino que te saluda y te desea “¡buen Camino, hermano!”.

Tercera vía
 
Con el alma robusta, fortalecida; habiendo aprendido a superar las gazmoñerías de nuestros enclenques cuerpos y vaga voluntad, casi sin darnos cuentas, un buen día, Dios nos recompensa con la visión de las montañas en el horizonte.


La cruz de Santo Toribio, a las puertas de Astorga, es la primera vez que tras las interminables etapas castellanas y leonesas, nuestros ojos pueden contemplar “la montaña”. Es el anuncio de que se avecinan cambios en el Camino, y en nuestra vida.

Las montañas no son el Paraíso, pero sí la entrada a la tercera vía, a la subida del Monte Carmelo. Son las puertas del Cielo, que anuncian un sendero estrecho, erizado de otras dificultades mucho mayores que las superadas. Al fin y al cabo hemos recorrido trescientos kilómetros totalmente llanos. Ahora viene lo bueno, las montañas, las cumbres, la bruma, el frío húmedo, ese que se te cala hasta los huesos. Va a ser otra cosa totalmente distinta.

Estamos en la antesala de la tercera vía, la unitiva, la contemplativa, la noche del espíritu, con unos sentidos ya entrenados a soportarlo casi todo, al menos la rutina y el desierto. Pero ahora se avecinan otras pruebas.

Saliendo de Astorga, camino de Rabanal, el sendero no es todavía muy empinado, pero va tomando poco a poco altura. Es al salir de Rabanal cuando las pendientes se pronuncian, pasando de los 850 de Astorga a los 1500 de la Cruz de Ferro. 

 
 
La Cruz de Ferro, pequeña cruz metálica sobre tronco de roble que… ¡simboliza tantas cosas! Dicen que el gran montón de piedras que cada peregrino arroja en su base simboliza los pecados que hemos cargado en nuestra vida, y que deberíamos echar al macuto, para liberarnos de ellos en la Cruz, y así poder entrar en la tercera vía redimidos y libres de toda atadura terrenal.

 
Una oración de perdón y acción de gracias en la pequeña ermita de Santiago, al lado de la Cruz, y seguimos el empinado descenso hasta Molinaseca. Y de ahí a Ponferrada donde cruzamos el Sil gracias (ahora ya no, pero in illo tempore sì) al pons ferrato mandado hacer por el obispo de Astorga para ahorrar a los peregrinos dar un rodeo tremendo aguas arriba para cruzar el río, rumbo a O Cebreiro, la gran puerta estrecha que guarda la entrada a las intimidades de Dios.
 



Cuando desde la cumbre de O Cebreiro echamos la vista atrás y vemos ya lejanos los horizontes leoneses de lo que una vez fue nuestra vida, para volver la vista al frente y contemplar el enigmático paisaje de nuestro futuro en las inmediaciones de Dios, algo nos dice que nuestra vida ya no volverá a ser la misma a partir de entonces.
 
O Cebreiro, de alguna forma supone un antes y un después, un punto de inflexión en nuestro camino hacia Dios. Aprendemos a ver cómo el largo camino dejado atrás no ha sido sino una preparación, ciertamente dura para vivir las últimas moradas. Hemos tenido que aguantar todo tipo de inclemencias hasta finalmente, superar la ascensión más fuerte y pronunciada de todo el Camino, aquella que todos los peregrinos temen, porque los rumores se difunden como reguero de pólvora, “Cebreiro es tremendamente duro”, nos decimos unos a otros al salir de Villafranca, de modo que cuando llegamos a Herrerías afrontamos el primer repecho hasta La Faba con más miedo que vergüenza.

Y sí, ciertamente, las subidas pueden llegar a ser agotadoras (depende el grado de preparación física). Porque la preparación es también un símbolo. Hay peregrinos mejor preparados físicamente que otros, esto es, hay almas más fortalecidas que otras. Algunas, ante Cebreiro claudican y abandonan, no pueden, no se atreven. Otras ascienden sin demasiados problemas, o ningún problema. Todo depende del grado de preparación, de ser o no fumador, etc. Todo depende de cómo te hayas fortalecido en los primeros quinientos kilómetros de Camino; todo depende de para qué te ha podido servir tu vida hasta ahora, cuántas lecciones has aprendido, de si te dedicaste a hacer lo que te apetecía, o lo que debías haber hecho.

Salir de Cebreiro, es como el amanecer de un nuevo día. Tu espíritu inhala profundamente el aire puro de la cumbre y observa cómo el paisaje hacia el que se dirige impresiona de misterioso. El viento suena a los acordes de una Sinfonía Mística. Vas a pasar de la ascética a la mística, de los trabajos y sacrificios personales de los sentidos (la noche del sentido), a los trabajos del espíritu (la noche del espíritu), tutelados directamente por el Esposo.

 
 
Y lo primero que te muestra Dios es una gran paradoja, el descomunal descenso a Triacastela, no sin antes ensayar contigo el traicionero repecho del Puerto de Poio, cincuenta metros de una pendiente jamás imaginada; para después lanzarte a la gran pendiente, donde los ciclistas bajan a tumba abierta por la carretera y los pedestres, de tanto frenar por las corredoiras, al llegar abajo, casi sólo sienten los muñones de lo que en otra época ya lejana fueron sus pies.

¡Es lo que tiene Dios!, que nunca sabes por donde va a salir. Te crees que la cosa va de subir, y no, va de bajar, lo que casi es peor, al menos eso dicen los pies.
 
Pero siempre llega el descanso, el alma se apacigua y recupera fuerzas para entrar en el misterioso paisaje gallego, con esa casi permanente bruma que imprime un ambiente de misterio, donde los rayos del Sol entran en dura competencia con la espesura de la niebla.

 
Un viejo proverbio oriental dice que si lloras porque llega la noche, tus lágrimas te impedirán contemplar las estrellas. La niebla es algo así. Te parece descorazonador no ver a más de diez metros de distancia, temes perderte, pero si lloras por eso, tus lágrimas no harán otra cosa que aumentar tu ceguera, para no poder contemplar las maravillas de unas tibias luces que de pronto consiguen perforar la bruma para regalarte un rayo de esperanza, romper la espesura y mostrarte la inmensidad del horizonte rendido a la Inmensidad del Creador y la bruma, como avergonzada agacha la cabeza y se deposita en lo más bajo para regalarte las verdes colinas de un hermoso panorama.

 

Y así, de tal guisa discurre esta parte final del camino que es básicamente contemplativa. Tus sosegados sentidos y tu renovado espíritu no dejan de asombrarse a cada recodo del Camino, con esos túneles vegetales, esas corredoiras por donde si llueve tienes que tener mucho cuidado de no resbalar, pues por ellos discurren traicioneros canales de agua. Es bueno llevar los dos bastones.
Y lo que antes eran interminables llanuras ahora son continuas rampas y pendientes, que sin ascender ni descender grandemente, ponen a prueba tu paciencia, tus fuerzas y, como siempre tus pies.

¡Los pies!, esas entrañables barquillas sobre las que nos apoyamos y a las que tanto exigimos a lo largo del Camino. Suelen aguantar estoicamente los primeros veinte kilómetros de cada etapa, pero a partir de ahí, más o menos empiezan a decirte, “amo, ten compasión de nosotros, por favor”. Y tú ni caso. Y a los veinticinco kilómetros de pronto gritan “¡¡amo, quieres hacer el puñetero favor de parar, que ya no podemos más!!”. Y lógicamente tienes que parar y con delicadeza acariciarles, refrescar con agua esas venas prominentes del empeine y darles un poco de ungüento para calmar su sed y su cansancio.

 
¡Y los zapatos! Menudos héroes. Esos sí que son valientes. Se enfrentan a todo tipo de terreno, te salvan de resbalones, de torceduras, de esguinces, aunque también, son los que te provocan las inevitables ampollas. Al final se llega con ellos a una especie de armisticio. Yo os trato bien, os echo talco, cambio de calcetines cada quince kilómetros y vosotros no me tocáis las narices, ¿Vale?
Vale.

Pues seguimos adelante.

Y así, colina tras colina, vaguada tras vaguada, bosque tras bosque, el Esposo nos conduce por los tortuosos senderos y escondidos a través de esa vía contemplativa que paso a paso nos acerca a Compostela.

No obstante, cuando se acusa el cansancio, y a pesar de quedar poco, sin embargo la desilusión no se resigna a dejar de hacer mella en nosotros (al fin y al cabo llevamos ya seiscientos kilómetros), nos lamentamos de nuestras flaquezas, y cada nueva colina se nos antoja como una alta y dura montaña. Hombres de poca fe, no sabemos aguantar una colina más.

Se nos oculta Dios tras la niebla, tras la noche, tras el exasperante cansancio de un nuevo repecho a través de un túnel de robles y castaños.

¡Oh bosques y espesuras

Plantadas por las manos del Amado!

¡Oh prado de verduras,
De flores esmaltado!
¡Decid si por vosotros ha pasado!


Preguntamos a los robles, castaños y eucaliptos.


Mil gracias derramando
Pasó por estos sotos con presura.
Y yéndolos mirando
Con sola su figura,
Vestidos los dejó de su hermosura


Nos responden las flores campanillas, que por ahí hay muchas, de boca de Juan de la Cruz, para tranquilizarnos y animarnos que ya falta poco.

Un buen día, tras una nueva rampa divisamos la antesala del Cielo, el Monte del Gozo.

Nos imaginamos en otros tiempos una visión más idílica que la actual, pues para nuestra última decepción, nuestro particular  Monte Carmelo está camuflado entre pistas de aterrizaje, grandes antenas emisoras de televisión, nudos de autopistas, chalets y demás símbolos de la modernidad.

Es lo que tiene el Siglo XXI. ¡Qué se le va a hacer!

Pero lo importante está en nuestro interior.

El Monte del Gozo o la gran antesala

 


A cada cual el Monte del Gozo puede representar una cosa diferente. Para unos el último repecho, para otros casi el final. Sólo quedan cuatro kilómetros.

Creemos que el monte del Gozo no está ahí por casualidad; ni está hecho para suponer exclusivamente la última parada antes de entrar en la Ciudad.

Es la antesala de algo. Un  umbral, un pórtico.

Con permiso de la niebla se puede divisar las agujas de la Catedral, por eso se llama “del Gozo”.

Para los que sabemos de nuestra trascendencia, el Monte del Gozo no puede ser otra cosa que el Sacramento de nuestra propia muerte; esa muerte tan temida, tan fea, tan odiada y tan evitada en todos los pensamientos y reflexiones. Pues esa muerte (al menos es nuestra propuesta) tiene como gran símbolo en el Camino de Santiago, el Monte del Gozo.

En el Monte del Gozo, nuestra alma, o sea, nosotros (recordemos que no tenemos un alma, somos alma con un cuerpo de prestado temporalmente), se sitúa ante la Eternidad,

Oh noche que guiaste
¡oh noche amable más que el alborada!
¡oh noche que juntaste
amado con amada
¡amada en el amado transformada!


La tercera vía contemplativa, la noche oscura del alma, los sotos y espesuras del Camino gallego nos han conducido hasta aquí, a la antesala.

La muerte ya no es el final de nada, sino el principio de todo.
La muerte es pues el tránsito,
un tránsito que vale ser vivido
con todas nuestras fuerzas y sentidos.


Es la última contemplación de Dios desde este Planeta, desde esta vida, antes de iniciar el leve y corto descenso hacia la última morada, hasta el Pórtico de la Gloria.

El Pórtico de la Gloria
 


Ya llegaste, alma mía. Este es el final. Aquí las palabras se vuelven tan vanas, que no procede seguir gastando tinta para describir lo que sólo el espíritu, en silencio puede contemplar.

Quedeme y olvideme,

el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.



 



Vías alternativas

El camino simbólicamente descrito, al hilo de lo que nuestros místicos castellanos relatan, inicialmente parece hecho para aquellos católicos avanzados y devotos, que entienden de una fe católica profunda.

Pero si esto fuera realmente así, si al Monte Carmelo sólo pudieran acceder los católicos más experimentados, Dios sería muy injusto.
No. El Camino no está hecho sólo para los católicos, creyentes, practicantes y de misa diaria. Está diseñado para todos los seres humanos, con independencia de raza, religión, pueblo y nación.

El Camino es el símbolo, el sacramento del caminar del hombre sobre la tierra, sobre esta existencia terrenal.

Todos los seres humanos al nacer, vaya usted a saber cuándo, dónde ni en qué siglo, estamos llamados a  hacer nuestro Camino de Santiago. El Camino de Santiago es factor común de todos los seres humanos, sepan o no sepan de la tumba del Apóstol, sean católicos creyentes o no, tengan fe o se declaren agnósticos, escépticos o incluso ateos. Eso a Dios le da igual.

El hombre, una vez creado ha de recorrer en esta vida, en el purgatorio católico o en sucesivas reencarnaciones, según los orientales, su particular Camino de Santiago. Unos tardarán más que otros, unos lo harán una vez y ya está. Otros lo tendrán que repetir varias veces hasta aprender e interiorizar en su alma la ascética y mística de las tres vías. Pero todos lo hacen.

Los musulmanes prefieren La Meca, pero es lo mismo. Van, caminan, peregrinan. Otros buscan vías alternativas, más o menos retorcidas.

Pero buscan, caminan, a veces desorientados, pero caminan.

Todos caminamos.

Lo bueno que tiene el Camino a Compostela es que está perfectamente indicado con flechas amarillas y dispone de una estupenda red de hospitales de peregrinos.

A los que hacemos el Camino desde el principio en Roncesvalles nos llega a molestar los “listos” que se incorporan en Burgos, en León, en Ponferrada o en Sarria. No hay derecho que en la Compostela sólo diga que cumpliste la peregrinación, sin especificar de dónde vienes.

Es como el cabreo que agarran los empleados de la viña del Señor, cuando ven que a los que llegaron los últimos le pagan el mismo denario que a los que han aguantado todo el peso del día y del calor. No hay derecho.

Pero Dios dice que él con su dinero hace lo que le da la gana. ¿No pactó con los de Roncesvalles la Compostela? A nosotros qué si se la quiere dar a los que comienzan en Sarria…

Pero ni nosotros, los de Roncesvalles, si llegamos a Compostela sin habernos coscado de la mística del Camino, ni a los de Sarria, si lo mismo, nos vale de nada el esfuerzo realizado. Si no tenemos amor, si no aprendemos a amar, nuestro esfuerzo es de balde, 

 
Si me falta el amor, no soy más que una campana que repica o unos platillos que hacen ruido. 1 Cor. 13, 1

El Camino en la actualidad se ha convertido en una atracción turística más. Una vez la gente comienza a esta harta de achicharrarse en las playas de Benidorm, está empezando a probar nuevas experiencias. Y una que más reclamo está generando es, mira tú por dónde, el Camino de Santiago. Hasta  tal punto que el verdadero peregrino, el que realmente quiere hacer el Camino para madurar humana y espiritualmente, que ni se le ocurra hacerlo en verano. Y no por huir del calor, sino de los necios que atestan los albergues y los caminos y no hacen más que generar ruido. Es lo del trigo y la cizaña, ya se sabe.

Con todo, tampoco maldigamos esta nueva moda, porque si no lo que haríamos sería indignarnos al ver a Jesús amenizando con publicanos y prostitutas. Déjales que hagan el camino, porque salvo que sean descerebrados o zombis sin alma, todo peregrino al llegar a Santiago, tanto más cuanto de más lejos venga, en algo su vida ha cambiado.

Y es que Dios emplea vías alternativas como puede ser el Camino como reclamo de ocio, para colarse en el corazón del hombre.
E incluso, para los que nos sentimos unos machotes y machotas por haber logrado hacer el Camino desde Roncesvalles, viene un peregrino alemán con su esposa, ambos de setenta años, y te dicen que vienen caminando desde Nurenberg, y te quedas… ¿¡Qué?! ¡¡Dos mil kilómetros!!

Entonces, tus ridículos 736 kilómetros se te quedan convertidos en ceniza. No digamos los 111 desde Sarria.

Y es que otra virtud que tiene el Camino es la de hacerte más humilde. Cierto es que puedes estar orgulloso de alcanzar Compostela, pero nunca te creas “el mejor”, sino uno más de los millones de almas que han sabido responder a la Llamada del Padre, desde los más lejanos rincones del Planeta, aunque sólo sea creyendo que se lo van a pasar “de puta madre”.

El valor de la convivencia


En la convivencia con otros muchos peregrinos se crean lazos de amistad increíbles. Incluso esos cachondos que van al Camino “de coña”, te pueden enseñar no cocas cosas. Porque para los remilgados católicos, apostólicos y romanos, que nos creemos el pueblo elegido de Dios, y nos convencen para creer que la Iglesia se acaba tras las puertas de nuestra diócesis, la convivencia con personas de otras culturas, de otras creencias, de otra forma de ver y vivir la vida, pero que camina contigo paso a paso, te hace ver que la Iglesia, o sea, la Humanidad, la formamos todos los hombres de buena voluntad y sincero corazón, católicos y no católicos, cristianos y no cristianos, creyentes en Dios y no creyentes, en tanto el amor sea el referente de nuestras vidas. Y caminar codo con codo, y dormir litera contigua, hace pensar que no todo son platillos que retumban ni campanas que repican. Nunca más volverás a verlos, pero se han colado en tu corazón, porque has caminado junto a ellos, has padecido con ellos, has reído con ellos, has compartido experiencias, ampollas, ideas, anécdotas, dramas a veces. Y algo te dice que jamás les dirás un adiós definitivo, porque se ha establecido una auténtica comunión de santos, de los Santos de Dios.

A lo mejor los curas católicos no están de acuerdo con esta reflexión, pero a Dios, no creo que le importe.

Epílogo

 
Lo malo de vivir el Camino es el día después. Tras semanas preocupado por tus ampollas, por el cansancio, por encontrar aposento y por calcular rutas y kilómetros, de repente te ves compostela en mano, dispuesto a subir al autobús, o al tren o al avión de regreso a casa.
Y ahora qué. En realidad regresas a tu vida de siempre. Pero si lo único que recuerdas del Camino son las anécdotas vividas, de poco te habrá servido el gran palizón. Si lo único que recuerdas son los buenos y malos momentos, de poco te sirvió el esfuerzo, salvo que lo único que pretendas sea pasar unas vacaciones diferentes.

Pero en general no suele ser así. El Camino suele calar en el interior de los peregrinos. Como decía el cura de Nájera, la pregunta importante no es por qué lo voy a hacer, sino por qué lo he concluido. Porque realmente, uno no se mete entre pecho y espalda setecientos o más kilómetros a pie por pura diversión.

Cierto es que al regresar a casa nos parece haber vivido en el Paraíso, pero lo que yo estoy experimentando en el mes que ha transcurrido desde que Paloma y yo terminamos el Camino es una permanente meditación. Me vienen instantáneas, imágenes, recuerdos y reflexiones como las que he tratado de expresar en estas hojas. En suma, algo se me ha inyectado en el espíritu que estoy metabolizando lentamente. Es como me comentaba un peregrino en Arzúa, que luego vimos en Santiago. El Camino es una experiencia que te da para meditar toda tu vida.

En mi experiencia particular, podría concluir que para mí el Camino de Santiago vivido ha sido una parábola del Reino de los Cielos, un como si dijéramos “en aquellos días, dijo Jesús a sus discípulos; el Reino de los Cielos es como el Camino de Santiago, donde el peregrino, etc. etc.”

Y aún más, el Camino vivido en pareja “es una parábola de la vida del matrimonio, que atraviesa las tres fases, romance (Navarra), desilusión y esfuerzo (Castilla) y júbilo, la subida al Monte del Gozo. O algo así.

En el fondo, que cada cual lo interprete como quiera, porque lo increíble del Camino es que supone una fuente inagotable de vivencias personales y en pareja; un extraordinario encuentro contigo mismo y con tu cónyuge, si tienes la suerte de experimentarlo en pareja; y con los demás, con personas de multitud de pueblos y naciones. Y además practicas Inglés.

Esta ha sido mi reflexión personal sobre el Camino. Una de las muchas que pueden brotar del alma de un peregrino.

Paloma tiene sus propias vivencias, unas comparables a las mías, otras particularmente suyas. Esta es la riqueza.

Y como decía McArthur, “volveremos, si Dios quiere, macuto al hombro a recorrer los caminos de (baldosas) flechas amarillas”. 


Nos gusta experimentar el camino de regreso a casa.


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