Hace unos días he regresado de un viaje por Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Uno de los escenarios que más me ha sobrecogido ha sido la pradera de Waterloo,donde los ejércitos aliados inglés, neerlandés y prusiano, se enfrentaron a un Napoleón que tras escapar de Elba pretendía reconquistar su imperio. El choque se cobró 110.000 bajas.
En conmemoración a tan descomunal choque se levantó en 1820 el Lions's mound (el montículo del león), un cono de 43 metros de altura y de 520 de circunferencia. En la cima está erigida la estatua de un león victorioso. Para subir a la cima, se ha de subir una escalera con 225 peldaños. Doy fe de que a no ser de que se esté muy bien preparado, al final llegas extenuado.
Traigo a colación este episodio de mis vacaciones, a propósito de explicar cómo veo yo nuestro paso por esta vida. Me explico.
Cuando yo era estudiante,escuché una conferencia que explicaba la crisis de la persona madura asemejando nuestra vida como el ascenso a una montaña,en cuya cima colocábamos nuestros ideales, nuestras metas,nuestras ambiciones, nuestros deseos de triunfar.

Mientras subimos,podemos echar la vista atrás y ver cómo otros siguen nuestra estela. Es reconfortante vernos por encima de los demás, y cómo nuestro esfuerzo rinde sus frutos, dejando atrás a otros que acaso no conseguirán llegar a la cima.
Y por fin, entre los cuarenta o cincuenta años nos acercamos suficientemente a la cima como para ver nítidamente el detalle de la estatua del león, de nuestro ideal que ansiábamos lograr desde pequeño.
El resultado es, en el mejor de los casos, un buen trabajo, una buena casa, un buen sueldo, y dinero para irnos de vacaciones. Otros aspiran a mucho más, pero en cualquier caso, es a esto para lo que senos educa y entrena en nuestra vida.
Pero ocurre otra cosa mucho más importante. Cuando tomamos conciencia de que por mucho que nos esforcemos, poco más vamos a conseguir, salvo más de lo mismo, aparece ante nuestra vida un escenario poco agradable, la ladera descendente de nuestra vida, y allí abajo el final del camino. Y algo todavía más inquietante,un horizonte extraño, que parece no tener fin. Sí, se nos dice algo sobre esto cuando nos enseñan el catecismo, pero sólo cuando sentimos en el rostro la visión de ese horizonte nuevo, desconocido, y hacia el que inexorablemente, el tiempo, que no perdona, nos empuja, nuestra vida,todo lo que la fundamentaba, pierde esa sustentación, y cae sobre nosotros la tremenda pregunta de¿para qué todo esto?
Es la crisis de la persona madura, que se ve obligada a plantearse la vida de otra forma. A unos les llega la crisis antes, o otros después. Pero todos la tenemos que atravesar.
La respuesta a la pregunta ¿qué sentido tiene mi vida? sólo la puede encontrar uno mismo, porque no es fruto de una reflexión intelectual, sino de un descubrimiento.
Se llama "vida interior".
Mientras subimos en la montaña de nuestra vida,no somos conscientes de lo que ella oculta. Pero cuando llegamos a la cima a la que hayamos podido llegar, la visión del horizonte, esa pradera inmensa que se pierde en lontananza, nos muestra un escenario jamás imaginado. No es ya un escenario físico, nada que podamos conseguir aquí.
Es la eternidad, donde realmente habitamos,sin que a penas nos hayamos dado cuenta.
Para la mayoría de nosotros es una visión tan extraña, que tratamos de ahogarla, de desdibujarla intentando nuevos retos en este mundo,nuevas metas, así hayamos traspasado nuestra edad de jubilación.
Pero ahí sigue, desafiante, envuelta en una neblina, en la "nube del desconocimiento".
Parece ajena a nosotros, pero en realidad ese descomunal horizonte somos nosotros mismos,nuestra auténtica realidad, nuestra vida interior.
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