Las
contradicciones de Jesús
Una de las condiciones más importantes y
difíciles de aceptar en el inicio de esta aventura de empezar a caminar por las
sendas de la vida interior es la inevitable exigencia de ceder los mandos de tu
nave.
“Sígueme”, supone caminar por donde Él vaya.
Tú ya no eliges por dónde prefieres ir, a dónde dirigir tus pasos, sino que
tienes que seguir los Suyos, ir a donde Él vaya, así te resulte extraño, casi
absurdo o incomprensible.
Esto es en terminología urbana una soberana patada
en “sálvese la parte”, que te deja dolorido y escocido, “que ni te cuento”; y
tanto más cuanto que se nos inculca hasta la saciedad que somos dueños de
nuestra vida, lo del libre albedrío, lo de que somos responsables de nuestros
actos, de nuestro destino, de lo bueno y de lo malo que hacemos. Lo de que
seremos premiados por lo bueno y duramente castigados por lo malo. Lo de
nuestras culpas grandísimas y nuestros talentos que somos responsables de poner
a trabajar, y aún más, lo de potenciar nuestra autoestima.
Pues este es primer sinsentido, “cede los
mandos de tu nave”. Que no significa, conduce Tú que yo me pongo a tomar el sol
en cubierta.
Hasta incluso que esto habrá tendencias que
digan que es un total dislate, insistiendo en lo de que somos responsables de
nuestros actos y de nuestro destino, lo que se da de bruces con Mateo 6 “no os afanéis por vuestra vida, mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en
graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta”.
¿En qué quedamos? ¿Somos responsables de
nuestra vida o no tenemos de qué preocuparnos?
Mensajes contradictorios como este los hay a
puñados, con lo que no sabes a qué carta quedarte.
“No he venido a poner paz, sino espada” versus
“Mi paz os dejo, mi paz os doy”
“Ama a tu prójimo” versus “deja a los muertos
enterrar a sus muertos”.
“Sed cándidos como palomas” versus “astutos
como serpientes”.
“Mi yugo es ligero y mi carga suave” versus
“estar dispuestos a beber el cáliz que Él ha de beber”
Y así un largo etc.
Son las contradicciones de Jesús, que nos
incitan a decir, lo del dicho aquel…
“Te
quiero, Maestro, por lo bien que te explicas”.
Cuando la realidad no se comprende, surge la
mitología para explicarlo. Cuando la condición humana no se alcanza a
comprender, el autor sagrado para explicarlo, le pone voz a una serpiente que
engaña a la tonta del culo de Eva con la manzana puñetera que a su vez engaña
al gilipollas de Adán y con eso nos jode a toda la Humanidad a vagar por este
mundo puteándonos los unos a los otros, y a riesgo del infernal castigo. Y lo
curioso es que este mito de Adán y Eva lo explican los doctores de la Iglesia,
muy serios ellos y con cara de póker, sin poder, saber o querer ir más allá de
la fábula fabulosa del mito de la Creación y caída del ser humano. Y si saben
ir más allá, se lo tienen muy callado, para que nadie se entere salvo ellos, y
siga la parroquia creyendo que las serpientes hablan.
Estas contradicciones son una permanente
fuente de decepción en las gentes, tanto más cuanta más capacidad tienen de
pensar por sí mismos y les da por cuestionarse lo aprendido.
Así que “ceder los mandos de la nave”, como
condición sinequanon para caminar por las sendas de la Vida interior es un
requisito demasiado fuerte y difícil de cumplir, porque prima facies atenta contra la libertad innata al ser humano.
¿Cuál es entonces el sentido de esta
condición? Y sobre todo, cómo se puede explicar de modo que más o menos se
pueda entender previo a haberlo experimentado en carne propia (que es cuando se
comprende de verdad).
Sesuda
disertación sobre eso del libre albedrío
En el fondo el asunto se explica si se sabe interpretar el asunto de
Adán, Eva, la manzana puñetera y la serpiente que tenía un piquito de oro, lo
suficientemente convincente como para engañar a esos dos infelices, y por vía
genética a todos nosotros. Más allá del componente mitológico, a mi entender, y
con el debido respeto a los que saben mucho más que yo a este respecto, el
asunto va de que estos dos desgraciados cayeron en la tentación de “hacer de su
capa un sayo” y campar por sus respetos, ignorando de qué pasta estaban hechos.
O dicho de otra forma, y acudiendo al simpático símil de mi buen amigo Fidel
Delgado, su “Pocoyó”, el simpático
personaje de la serie infantil, se creyó que él podía, el sabía y él se
bastaba, sin darse cuenta de que estaba tan íntimamente unido a su Creador,
como la mano, que se viste de muñeco de trapo, está unida al brazo y cuerpo del
que se nutre y vive. (ver la entrada 42.- equipaje para este mundo).
Pocoyó se cree que el hace y deshace, manda y
puede tomar decisiones el solito, cuando realmente está íntimamente unido a la
Consciencia, que es la que realmente actúa. Se siente súper enrollado con la
dualidad (yo por un lado y todo lo demás, por otro).
Pocoyó está simplemente alucinado. No le pasa
otra cosa que “se cree” que es independiente de la Consciencia universal que le
da la vida. Sufre una “ilusión” (de “iluso”), por la que se cree no depender de
nada ni de nadie. Y al creer que Dios no existe o que ha muerto al estilo de
Nietzsche, se sube y sube él solito
hasta creerse eso del superhombre. “Soy la rehostia”, que nos decimos a
nosotros mismos para crecernos.
Las tonterías que comete al tener ese subidón
de autoestima y creerse independiente y separatista, es a lo que habitualmente
se le llama “pecado”, o torpezas, o
macarradas, o como queramos llamar a las meteduras de pata que todos cometemos
diariamente.
Pocoyó alude al derecho reconocido del libre
albedrío, por el cual nos dicen que tenemos la libertad de hacer lo que nos
salga de las narices.
Veamos si esto es cierto.
Yo me despierto por la mañana. ¿Tengo libertad
para seguir acurrucado en mi cama? Pues no, tengo que ir a trabajar. ¡Vaya por
Dios! Pero ¿Y si es domingo? Pues tampoco, porque me dan ganas de hacer pis y
tengo que levantarme para ir al baño, y ya de paso siento hambre y tengo que
desayunar. Puedo hacer huelga de hambre, pero eso parece que sienta bastante
mal al cuerpo y finalmente las tripas te obligan.
Puedo vestirme o salir en pelotas a la calle,
sobre todo si es verano… ¡Hombre!, parece que está mal visto, aunque por poder,
se puede, pero me malicio que tendré problemas nada más salir del portal o en
el ascensor si me encuentro con doña Paquita, la octogenaria vecina del
tercero, que no me va a mirar precisamente con buenos ojos (aunque nunca se
sabe…). Mejor me pongo algo; qué remedio, no empecemos el día con tiranteces.
Puedo elegir entre ir a trabajar o no. Por
poder, puedo, pero creo que si lo hago esto injustificadamente y con
frecuencia, me voy a buscar un serio problema laboral. Mejor voy a trabajar,
qué remedio. Además tengo que pagar la hipoteca, ir al Carrefour a comprar y
pagar la luz y el teléfono, y de vez en cuando alguna caña con gambas en el
bar. Mejor voy al curro.
Pero en el curro puedo tocarme los cataplines,
y mejor que curre mi compañero. Es cierto que esto se suele hacer con
frecuencia, y que en las organizaciones, el veinte por ciento se carga
realmente con el trabajo que debería hacer el ochenta por ciento que se los
toca a dos manos. Pero al final todo se sabe, e igualmente, corremos el riesgo
de que la indolencia se vuelva en nuestra contra. Mejor hago como que trabajo,
para alguien que hace como que me paga.
Luego está la comida, que si no insisto en
hacer huelga de hambre, este al final termina obligándome a tomar algo.
Luego tengo que recoger los niños del
cole; y tengo que salir con mi mujer a la compra, y tengo que arreglar el
enchufe de la cocina que lleva estropeado siete meses, “y ya te vale”, o me
toca sacar al perro, o tengo que responder a veinte emilios, que ni pizca me
apetece.
Por último cenamos (salvo que insista en la
huelga de hambre), y finalmente me acuesto porque mis hijos están viendo un
partido del Barça, y yo, que soy del Madrid, me tengo que joder y no ver mi
serie favorita, justamente cuando el bueno estaba a punto de matar al malo y
casarse con la chica.
Ya en la cama me pregunto. ¿Pero qué libre
albedrío ni qué ocho cuartos? Pero si no he tenido ni un solo minuto para hacer
lo que me diese la gana.
Grito desconsoladamente al comprobar que un
día tras otro, un mes tras otro, un año tras otro, se repite la misma historia.
¿Pero qué mierda de libertad y libre albedrío
me han vendido?
Con esta reflexión, más allá de lo cómico
(aunque tristemente real), quiero venir a decir que nuestros grados de libertad
son extremadamente limitados, y que sólo en muy contadas ocasiones en la vida
nos toca tomar decisiones que suponen auténticas bifurcaciones en nuestra
flecha del tiempo, tales como la opción profesional que hemos de elegir a optar
por una carrera u otra, una formación profesional u otra, o por ninguna y
simplemente ponernos a buscar curro tras terminar nuestra edad escolar. Otra
bifurcación es la elección de pareja y futuro esposo/a. El trabajo que podamos
optar, si es que tenemos opción de elegir. Y así más o menos, en tres o cuatro
decisiones importantes, se configura la línea maestra de nuestra vida. Y estas
decisiones nos infunden un temor tremendo, porque supone “un compromiso”.
¡Vaya!, he mencionado una palabra tabú, comprometerse, tomar la
responsabilidad de una opción consciente y de sus consecuencias.
Si seremos unos pringaos, que cuando realmente
tenemos opción de ejercer nuestra libertad de elegir en decisiones estratégicas,
nos arrugamos, nos acojonamos y temblamos de pánico porque realmente “no
sabemos”, ni podemos predecir las consecuencias de nuestros actos.
Jesús nos ilustra este desagradable escenario
con la parábola del hijo pródigo.
“Oye
viejo, dame lo mío que me piro, vampiro.”
Y se fue. Al principio se lo pasó de fábula,
por no decir “de puta madre”. Hasta que se le acabó el pisto (como dicen en
Centroamérica al dinero), y pensó para sí…
“Joder
qué chungo, tronco; la he cagado pero a base de bien. Menuda putada. Si es que
soy un pringao. ¿Y ahora qué hago? Si no tengo curro, ni tengo oficio ni
beneficio. Pues me voy a tener que volver a la casa del viejo, a ver si me
recibe, porque le dejé súper jodido y no sé si querrá mirarme a la cara”.
El resto de la historia la conocemos todos
(supongo). Quien no se la sepa la puede encontrar en Lucas 15, 11-32.
Dejémos la historia aquí de momento, mañana
seguiremos; porque la enseñanza ahora es esta: Reconoces que la has cagado pero
a base de bien, que te creías que eras el rey del mambo y que tú sabrías
valerte por ti mismo. Pero al final reconoces que “eres un pringao”. Que en el
corto plazo, en la vida diaria, a penas te queda tiempo para respirar, porque
tienes toda tu vida súper programada, y en el largo plazo, cuando te toca tomar
decisiones serias, se te cae el mundo encima porque no sabes qué opción va a
resultar la adecuada (sobre todo al ver cómo casi todos tus amigos se han
divorciado a los tres años). Y en el medio plazo, te ves obligado a abrirte
paso en la vida a base de repartir patadas en las espinillas a diestro y
siniestro, para hacerte un hueco y medrar en eso de atesorar algún que otro
tesoro en esta vida, donde el orín y la polilla los corroen, y si consigues que
no los arruinen, ya se encarga Hacienda de exigirte un buen bocado y dejarte
con el culo al aire.
En fin, que te sientes un pringao en el corto,
un pringao en el medio y un pringao en el largo plazo.
¿Me quieres decir, amigo, de qué va esto del
libre albedrío? Porque a mí me parece raro de cojones. Y perdona la expresión,
pero es que a veces los tacos dan una expresividad y fuerza a las frases, que
no alcanzan ni de lejos las frases literariamente correctas.
Ceder
los mandos de la nave, o el retorno a la no dualidad
Y volvemos a eso de ceder los mandos de la
nave, y de cómo yo, que soy (o me han dicho que soy), dueño de mi destino, voy
a ceder a otro los mandos de mi nave.
La putada de lo de Adán y Eva radica en
creernos que somos entidades independientes y separadas del Creador, que existe
una separación real entre yo y Dios. Incluso desde el punto de vista religioso
se fomenta esa separación (creo que sin querer), porque se nos enseña que Jesús
está en el sagrario, y hemos de ir a la iglesia para rezarle y recibirle
semanal o mejor diariamente, para conseguir mantener unas concentraciones de
Jesús en sangre que sean eficaces para combatir nuestras bajas pasiones. Algo
ajeno a mi, que debo meter dentro de mí con la mayor frecuencia posible para
mantener mi enfermedad moral en estado asintomático a ser posible. Alguien
pensará que banalizo la Eucaristía y de la obligación (o recomendación) de
frecuentar este sacramento. Para nada. Sólo digo que un sacramento es un signo
una señal (algo que menciona lo sagrado sacra-mento), que indica el destino,
pero no el destino en sí mismo. Aunque esto es meterme en un jardín donde me
pueden dar los curas hasta en el carné de identidad, así que dejémoslo ahí.
Lo que manifiesto es cómo creo que se
tergiversa la Verdad, desviando nuestra atención de lo auténticamente real, que
Dios vive permanentemente en nuestro interior, es más nuestro que nosotros
mismos. Dios y yo somos la misma esencia, somos Uno.
La cuestión crítica radica en si somos
conscientes de ello o no, si aceptamos esta íntima realidad, si Pocoyó se
vuelve y comprueba cómo él está unido al cuerpo, porque realmente él es la mano
que el cuerpo mueve, y lo que se cree que es, tan sólo es un muñeco de trapo, o
la famosa frase de Buda: “yo soy lo que
mi pensamiento ha elaborado sobre mí”; si cree esto, o sigue creyendo que
él es algo independiente que vive por sí mismo.
Aceptar la no dualidad entre Dios y yo supone
reconocer que todo el tiempo que no lo he admitido, he vivido como un pringao
que ha sabido desarrollar una inteligencia, a veces increíblemente astuta (como
la de los políticos), para los asuntos cotidianos y para putear
maquiavélicamente al vecino. Pero no por creerme muy listo y habérsela metido
por la escuadra a mi oponente, dejo de ser un pringao, o casi más, un
pringaillo.
Consecuencias
de soltar los mandos de mi nave.
En mi experiencia personal, tengo que decir
que reconocer que he sido un pringao me ha costado años de sufrimiento y de
fatiga moral.
Entre el pánico al infierno eterno por un
quítame allá esas pajas, por un lado, y mi lucha interior por deshacerme de la
armadura oxidada que me había calzado desde pequeño, reconozco que lo he pasado
fatal.
A pesar de que desde joven soy consciente de
que este es el camino, la Vía directa hacia Dios, mi yo, mi Pocoyó ha venido
luchando denodadamente por convencerme de mi independencia espiritual, hasta
que poco a poco, y a fuerza sobre todo de fracasos morales, de caídas, de reveses
y sobre todo de una agobiante a veces soledad y vacío, me he dado cuenta de que
“yo
no sé caminar solo sobre las aguas”, que me hundo, que necesito una
mano que me mantenga a flote.
A fuerza de aceptar día a día, poco a poco,
que no puedo vivir independientemente de mi Dios, y así conseguir confiar cada
vez más en Él, he ido encontrando poco a poco mi paz de espíritu.
Considero importante eso de “poco a poco”,
“paso a paso”. En mi experiencia personal, la iluminación no ha sido un
fogonazo instantáneo tras el cual he salido brincando y gritando “¡¡he visto la
luz!!” Para nada. Ha sido y sigue siendo un largo proceso. Es más creo que sigo
sumido en mi particular noche espiritual.
De lo contrario, de la luz súbita hay
testimonios, mismamente la caída de Saulo de Tarso en el camino de Damasco.
Y ni siquiera la iluminación para mí supone ver la luz, sino “saber soltar los mandos de mi nave”,
porque sé que “estoy en buenas manos”.
Esa es para mí la auténtica iluminación, que además no ha ido adornada de
efectos especiales ni de coros angélicos llevándome en volandas.
“Soltar
los mandos de mi nave porque sé que estoy en buenas manos”
Y no para echarme a dormir, sino para aceptar
cómo unas manos amigas me abrazan por detrás, toman suavemente las mías y me
enseñan a maniobrar el timón de mi barco y a manejar las velas, para dirigirlo
a buen puerto.
Ceder los mandos es aceptar que Dios me
enseñe a vivir, que me enseñe a dirigir mi propia nave
y así realmente entonces, tomar las riendas de mi propio destino, porque es el
suyo, el que quiere para mí.
San Juan de la Cruz, mi querido maestro, no lo
podría decir mejor de cómo lo expresa en “La subida al Monte Carmelo”; el
camino supone transformar las potencias del alma en virtudes. Convertir el
entendimiento en fe, la memoria en esperanza y la voluntad en amor.
Y no tengo más que decir.
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