¿Qué venís a hacer aquí? Nos preguntaba un altivo gallo que nos impedía el paso del estrecho callejón para visitar a Don Pedro Velasques, un cadáver viviente de 82 años, torturado por una hidrocefalia debida a un tumor cerebral que le mantenía consciente en un continuo e insufrible dolor imposible de aliviar.
¿Qué venís a hacer aquí? Nos preguntaba el gallo, como reprochándonos la desfachatez de siquiera acercarnos a su dolor y el de sus amos.
¿Venís a regodearos de nuestra miseria? ¿Venís a hacer turismo humanitario, para luego volver a vuestro acomodado mundo y contar a vuestros amigos lo santos y entregados que sois? ¿Venís aquí para aliviar vuestras conciencias, para justificar con esta acción vuestros remordimientos? ¿Venís aquí para quedaros tranquilos porque al menos le habéis puesto un poco de Betadine a las profundas escaras de mi martirizado amo, que no se puede pagar un drenaje de líquido cefalorraquídeo?
¿Qué venís a hacer aquí?
Esta pregunta que me lanzaba el escuálido gallo de aquella casucha de los Asentamientos humanos, oscura, infectada de pulgas y mosquitos, en medio de un calor húmedo y asfixiante, que nos envolvía en el insoportable hedor de la miseria, me ha venido torturando desde que se cruzó en mi camino.
¿Qué hemos ido a hacer allí?
¿Solidaridad? ¿Misericordia? ¿Justificación moral? ¿Darnos a la vuelta el pote de lo valiente y entregados que hemos sido para que la gente nos admire, pero a continuación volver a nuestros asuntos?
¿Habéis venido para sacar unas cuantas fotos de nuestra miseria para enseñarlas en una reunión de amigos y dejarles con la boca abierta?
¿Qué hemos ido a hacer allí?
¿Qué hemos ido a hacer allí, cuando a la vuelta, días después nos gastamos en una cena lo que una familia necesita para vivir un mes entero?
¡Fuera de aquí! Hipócritas; volveros a vuestro mundo, que si queréis ver como morimos día a día, ya os ofrecen esto los informativos y documentales.
Sentí cómo el gallo se convirtió en la voz de mi conciencia. Quizás hasta ese momento, nuestra estancia en Honduras la sentía envuelta de un orgullo, ahora me doy cuenta que inmerecido, con el que me sentía a gusto, tranquilo, feliz de comprobar cómo habíamos sido valiente al atrevernos a dar el paso de entregar nuestras vacaciones para una buena acción.
Pero ese gallo, me chafó la fiesta, me devolvió a la condición de hipócrita y acomodado urbanita, rodeado de todo tipo de comodidades.
Pensaba que atrevernos a ir a Honduras me devolvería un poco la paz de espíritu, me sentiría justificado ante Dios y ante los hombres. Ya he comprado mi parte de Paraíso. He dado ya ese uno por ciento, ahora le toca a Dios devolverme el ciento.
Ese es el trato ¿no es así?
No es así. Ese gallo me advirtió que ese no es el Espíritu de Dios. Me advirtió que los que nos tomamos estas cosas de esta manera, aunque nos pasemos un mes entre el polvo y la miseria de los desheredados de la tierra, seguimos haciendo toreo de salón.
Entonces ¿qué podemos hacer?
¿Qué podéis hacer para qué, para acallar vuestras conciencias?
Te voy a contar una historia, a ver si te enteras – me respondió el gallo-.
Había una vez un joven rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y un hombre pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico... pero hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado.
¿Qué venís a hacer aquí? Nos preguntaba el gallo, como reprochándonos la desfachatez de siquiera acercarnos a su dolor y el de sus amos.
¿Venís a regodearos de nuestra miseria? ¿Venís a hacer turismo humanitario, para luego volver a vuestro acomodado mundo y contar a vuestros amigos lo santos y entregados que sois? ¿Venís aquí para aliviar vuestras conciencias, para justificar con esta acción vuestros remordimientos? ¿Venís aquí para quedaros tranquilos porque al menos le habéis puesto un poco de Betadine a las profundas escaras de mi martirizado amo, que no se puede pagar un drenaje de líquido cefalorraquídeo?
¿Qué venís a hacer aquí?
Esta pregunta que me lanzaba el escuálido gallo de aquella casucha de los Asentamientos humanos, oscura, infectada de pulgas y mosquitos, en medio de un calor húmedo y asfixiante, que nos envolvía en el insoportable hedor de la miseria, me ha venido torturando desde que se cruzó en mi camino.
¿Qué hemos ido a hacer allí?
¿Solidaridad? ¿Misericordia? ¿Justificación moral? ¿Darnos a la vuelta el pote de lo valiente y entregados que hemos sido para que la gente nos admire, pero a continuación volver a nuestros asuntos?
¿Habéis venido para sacar unas cuantas fotos de nuestra miseria para enseñarlas en una reunión de amigos y dejarles con la boca abierta?
¿Qué hemos ido a hacer allí?
¿Qué hemos ido a hacer allí, cuando a la vuelta, días después nos gastamos en una cena lo que una familia necesita para vivir un mes entero?
¡Fuera de aquí! Hipócritas; volveros a vuestro mundo, que si queréis ver como morimos día a día, ya os ofrecen esto los informativos y documentales.
Sentí cómo el gallo se convirtió en la voz de mi conciencia. Quizás hasta ese momento, nuestra estancia en Honduras la sentía envuelta de un orgullo, ahora me doy cuenta que inmerecido, con el que me sentía a gusto, tranquilo, feliz de comprobar cómo habíamos sido valiente al atrevernos a dar el paso de entregar nuestras vacaciones para una buena acción.
Pero ese gallo, me chafó la fiesta, me devolvió a la condición de hipócrita y acomodado urbanita, rodeado de todo tipo de comodidades.
Pensaba que atrevernos a ir a Honduras me devolvería un poco la paz de espíritu, me sentiría justificado ante Dios y ante los hombres. Ya he comprado mi parte de Paraíso. He dado ya ese uno por ciento, ahora le toca a Dios devolverme el ciento.
Ese es el trato ¿no es así?
No es así. Ese gallo me advirtió que ese no es el Espíritu de Dios. Me advirtió que los que nos tomamos estas cosas de esta manera, aunque nos pasemos un mes entre el polvo y la miseria de los desheredados de la tierra, seguimos haciendo toreo de salón.
Entonces ¿qué podemos hacer?
¿Qué podéis hacer para qué, para acallar vuestras conciencias?
Te voy a contar una historia, a ver si te enteras – me respondió el gallo-.
Había una vez un joven rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y un hombre pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico... pero hasta los perros venían y le lamían las llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado.
Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: “Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas.” Pero Abraham le dijo: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros.” «Replicó: “Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento.” Díjole Abraham: “Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan.” El dijo: “No, padre Abraham; si envías a alguno de entre los muertos y va donde ellos, se convertirán.” Le contestó: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite.”
¿Lo pillas? Me preguntó el gallo.
¿No te das cuenta de que lo que te reconcome por dentro son las llamas de tu propio infierno? Es el infierno que os estáis forjando los que vivís como jóvenes ricos, celebrando todos los días espléndidas fiestas, comprándoos todo lo que os viene en gana, pero eso sí, algunos tratáis de acallar vuestras conciencias haciendo reuniones de gente pía todas las semanas, e incluso viniendo a este pandemónium para saciar vuestro morbo y ganar algún rédito para el Paraíso.
Hipócritas, raza de víboras, sepulcros blanqueados, nada podéis hacer, nada tenéis que hacer aquí.
¿Lo pillas? Me preguntó el gallo.
¿No te das cuenta de que lo que te reconcome por dentro son las llamas de tu propio infierno? Es el infierno que os estáis forjando los que vivís como jóvenes ricos, celebrando todos los días espléndidas fiestas, comprándoos todo lo que os viene en gana, pero eso sí, algunos tratáis de acallar vuestras conciencias haciendo reuniones de gente pía todas las semanas, e incluso viniendo a este pandemónium para saciar vuestro morbo y ganar algún rédito para el Paraíso.
Hipócritas, raza de víboras, sepulcros blanqueados, nada podéis hacer, nada tenéis que hacer aquí.
Mira chaval, te explico… -continuó hablándome el gallo-.
Aunque hablaras las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tienes caridad, serás como bronce que suena o címbalo que retiñe.
Aunque tuvieras el don de profecía, y conocieras todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuvieras plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tienes caridad, nada eres.
Aunque te pasaras media vida entre nosotros los pobres, si no tienes caridad, lo llevas chungo.
Aunque repartieras todos tus bienes, y entregaras tu cuerpo a las llamas, si no tienes caridad, nada te va a aprovechar.
La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad.
Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta.
La caridad no acaba nunca.
El gallo dio media vuelta, cobró el portazgo para que pudiéramos pasar y siguió picoteando entre la hedionda basura acumulada en un rincón de aquel oscuro patio trasero.
Mis reflexiones con el gallo del Sr. Velasques me han hecho caer en la cuenta de algo esencial. Esto que hemos hecho Paloma y yo este mes de junio de 2010 no ha sido una “experiencia” como solemos calificar a este tipo de viajes. Ha sido la vivencia de una seria advertencia. Si no vivimos intensamente el Amor con mayúsculas, la Caridad, con todos los que se crucen en nuestro camino, sean quienes sean, estén donde estén, sólo habremos agregado un hecho más a nuestro “debe”, a nuestros pecados; sólo habremos engordado la cuenta de nuestra soberbia.
Nos preocupamos por lo que tenemos que hacer; nos preocupamos por los proyectos que tenemos que acometer. Pero olvidamos lo esencial, el Amor.
Hasta la palabra Amor es una palabra adulterada.
El término caridad, que Pablo en 1 Corintios 13 expresa lo que se podría denominar la Carta Magna del Amor, ha degenerado hacia un componente ciertamente despectivo o de beneficencia (ser caritativo supone hacer obras de caridad con los menesterosos que pordiosean un poco de caridad). Es decir, la palabra caridad, tanto en inglés como en español se ha convertido en la acción de aportar limosna. Y se sabe que esta acción caritativa se basa en el derecho imperfecto, que no obliga legalmente a hacer obras de caridad o misericordia. Así caridad se ha terminado asociándola a la acción de atender las necesidades de los pobres de solemnidad. Así que el concepto amor tiene que llenar todos los huecos del espectro, desde lo más carnal como es realizar el acto sexual (con afectividad o sin él, da lo mismo, al coito, como se le llama a hacer el amor), hasta la entrega total hasta dar la vida por los demás, o la actitud contemplativa de los místicos. Por eso, Pablo, como sintiendo una premonición de nuestro adulterio literario, se refiere a la Caridad.
La caridad, el agapé de los griegos es la donación y entrega de uno mismo al otro, a los demás, que en el fondo es lo mismo que a Dios mismo.
Pero la caridad no se cultiva con soberbia disfrazada de buenas obras.
La caridad es la Senda de la Vida Interior.
Realmente, para mí, Honduras no ha sido una experiencia donde hemos trabajado todo lo intensamente que se pueda pensar, en un proyecto de Salud para aquella pobre gente. Honduras ha sido, y casualmente su nombre dice exactamente eso, "un viaje a mis honduras”, a lo más profundo de mí ser, al hondón de mi alma, a mis más íntimas moradas donde habita Su Majestad, mi Señor Jesús, encarnado en el Sr. Velasques, en Indira, niña de veinte años hidrocefálica con un desarrollo de cinco, Dña Eufemia, paralizada por un accidente y cuidada por un hermano ciego y sordo, Celia, Ernestina, Paula, Indalecio, Jenifer Sarai, Oclaír, y tantos y tantos enfermos a los que tratamos de aliviar en algo sus dolencias y sus miserias.
Nos preocupamos por lo que tenemos que hacer; nos preocupamos por los proyectos que tenemos que acometer. Pero olvidamos lo esencial, el Amor.
Hasta la palabra Amor es una palabra adulterada.
El término caridad, que Pablo en 1 Corintios 13 expresa lo que se podría denominar la Carta Magna del Amor, ha degenerado hacia un componente ciertamente despectivo o de beneficencia (ser caritativo supone hacer obras de caridad con los menesterosos que pordiosean un poco de caridad). Es decir, la palabra caridad, tanto en inglés como en español se ha convertido en la acción de aportar limosna. Y se sabe que esta acción caritativa se basa en el derecho imperfecto, que no obliga legalmente a hacer obras de caridad o misericordia. Así caridad se ha terminado asociándola a la acción de atender las necesidades de los pobres de solemnidad. Así que el concepto amor tiene que llenar todos los huecos del espectro, desde lo más carnal como es realizar el acto sexual (con afectividad o sin él, da lo mismo, al coito, como se le llama a hacer el amor), hasta la entrega total hasta dar la vida por los demás, o la actitud contemplativa de los místicos. Por eso, Pablo, como sintiendo una premonición de nuestro adulterio literario, se refiere a la Caridad.
La caridad, el agapé de los griegos es la donación y entrega de uno mismo al otro, a los demás, que en el fondo es lo mismo que a Dios mismo.
Pero la caridad no se cultiva con soberbia disfrazada de buenas obras.
La caridad es la Senda de la Vida Interior.
Realmente, para mí, Honduras no ha sido una experiencia donde hemos trabajado todo lo intensamente que se pueda pensar, en un proyecto de Salud para aquella pobre gente. Honduras ha sido, y casualmente su nombre dice exactamente eso, "un viaje a mis honduras”, a lo más profundo de mí ser, al hondón de mi alma, a mis más íntimas moradas donde habita Su Majestad, mi Señor Jesús, encarnado en el Sr. Velasques, en Indira, niña de veinte años hidrocefálica con un desarrollo de cinco, Dña Eufemia, paralizada por un accidente y cuidada por un hermano ciego y sordo, Celia, Ernestina, Paula, Indalecio, Jenifer Sarai, Oclaír, y tantos y tantos enfermos a los que tratamos de aliviar en algo sus dolencias y sus miserias.
Le ruego a Dios todos los días, a todas horas, que no me de la paz ni un solo momento, hasta no haber aprendido a amar como Él me está amando, ofreciéndome cada día la oportunidad de hacer lo mismo que hizo Él con nosotros.
Le ruego a Dios, que me imprima la impaciencia de San Francisco Javier, el “divino impaciente de París”, como le calificó José María Pemán en su memorable drama teatral; que no conseguía ver el momento de partir para la China.
Le ruego a Dios, me enseñe a “vivir sin un por qué”, sin objetivos personales, sino con el único objetivo de vivir el abandono absoluto de su Providencia, sin saber qué pasará mañana, tan sólo impaciente por no vivir plenamente el Amor por el que Él partió el pan, lo bendijo y lo repartió entre sus discípulos y nos dijo “haced esto en memoria mía”.
Más allá del significado litúrgico del Sacramento, Honduras me ha mostrado su significado real y auténtico, el que me aporta a mí todo el sentido a la Consagración del pan: partirme, triturarme y repartirme a mí mismo entre todos aquellos que necesitan de mí, porque así estoy siendo testigo de Jesús resucitado, aunque no tenga dónde reclinar mi cabeza.
Si esta interpretación no es teológicamente correcta, pues mira que lo siento.
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