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Una de las características del Confinador es que todo se desarrolla en la rejilla de cuatro dimensiones. Una de ellas, la cuarta dimensión es el tiempo.
En realidad no somos otra cosa que adoradores de Cronos, Saturno para los romanos, el dios del tiempo; y nuestras vidas sólo se mueven en la dimensión temporal con unos pocos grados de libertad en el espacio, donde todo comienza y todo acaba.
Nos pasamos la vida luchando en desaforada competencia por conseguir logros que al final quedan en poco más que nada. Podemos incluso tener éxito en nuestros particulares desafíos y conseguir una buena posición social y económica, con una saneada cuenta corriente, inversiones, patrimonio, una familia normal y unas relaciones sociales que hasta nos puede aupar a los estratos más elegantes y potentados. O no, y ser uno de los millones de parias que con menos de mil euros al mes, no nos llega el dinero a fin de mes.
Somos actores o figurantes del gran teatro del mundo. Y poco más.
Es una situación que se puede describir más o menos así: “yo” contra lo que me rodea, en angustiosa competencia por un trozo, aunque sea minúsculo, del pastel de la riqueza. “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, ya se sabe.
En el fondo es a lo que nos dedicamos dentro del Confinador, que llega a ser tan raquítico para tantos como somos, que resultan inevitables las colisiones, como en los Confinadores de partículas subatómicas. Es decir, hablamos de los conflictos que surgen entre los humanos, a todos los niveles, familiares, sociales, políticos e internacionales.
Así visto, el mundo es como “una mala noche en una mala posada”, como lo cataloga Teresa de Jesús, donde hay días soleados, donde la cosa hasta parece propicia para buenos augurios y alguna que otra alegría, y otros donde la cosa se pone chunga.
Pero bueno, menos mal que los rituales religiosos nos hacen creer que “mañana será mejor”. Mañana se refiere a la otra vida. Mientras tanto hemos de aguantar las penas y disfrutar, si nos dejan, de las pocas alegrías que nos da este mundo.
De vez en cuando uno se pregunta, como en una ensoñación, qué es eso que le contaron de la redención y la salvación de las almas; qué es eso de la eternidad. Nos cuentan que al morir, nos entierran y resucitaremos el día del juicio. Mientras tanto, parece como si estuviéramos desde que morimos hasta que resucitemos para pasar el examen del juicio final, enterrados, más aburridos que una mona durante vaya usted a saber cuánto tiempo, cientos, miles de años quizás, hasta que este mundo se termine. A ver si se acaba pronto que me estoy aburriendo en la tumba. ¿O no?
No sabemos absolutamente nada. Estamos sujetos al tiempo y al espacio y creemos que el más allá es de igual forma, una eternidad interminable, de años infinitos, donde tampoco está claro qué haremos para no aburrirnos en el Cielo tocando con el arpa cánticos inspirados, o en el infierno, tratando de escapar de las llamas.
Se nos llena la boca de rituales, en los que repetimos como papagayos oraciones prefabricadas sin ser conscientes de ni una sola de las frases, donde se pide ayuda a la divinidad o divinidades (vírgenes y santos), para poder resolver nuestras cuitas y lograr nuestros deseos. Porque parece que en eso se resume rezar, en “pedir para que nos den”, que los dioses nos sean propicios.
Toda nuestra vida gira en torno al tiempo. Somos seres temporales, nos ocupamos de los asuntos temporales. Nacemos, crecemos, nos desarrollamos, envejecemos y por fin morimos. Todo está en función del tiempo. El presente, el ahora, es un instante imperceptible, un milisegundo que es en este instante, y un milisegundo después es ya pasado. La ejecución de nuestros actos es algo instantáneo, mientras que la planificación previa y la reflexión posterior están en el antes y en el después, que no existen en ningún caso.
De jóvenes contemplamos la vida por delante como un panorama lleno de posibilidades, nos marcamos metas e ideales, y proyectamos cómo conseguirlos a través de una preparación intensiva y larga. Nuestra juventud está anclada en el “yo seré”, y para ello me preparo, estudio, me formo. A medida que van pasando los años, nuestro cerebro programado como una máquina heurística concebida para un objetivo final, va contrastando el objetivo con los resultados, de modo que va regulando la intensidad del trabajo y del esfuerzo, hasta llegar a conseguir el fin deseado.
Es decir, funcionamos de un modo cibernético.
El concepto etimológico de Cibernética es muy antiguo. Fue una palabra de uso común en la Grecia clásica que se refiere al gobierno y control de navíos y hombres. Aunque tenga visos de modernidad y de robots, Internet y circuitos electrónicos, Platón en sus diálogos ya utilizaba el término (kibernetiké) para referirse a la acción del mando y control de las naves, barcos, así como a la de dirigir hombres y gobiernos. Por tanto, la palabra “cibernética” tiene una etimología perfectamente adecuada a lo que Norbert Wiener quería expresar. Si consultamos un diccionario de griego, vemos además de kibernetiké, otras diferentes palabras al respecto: (kibernao) significa en griego clásico dirigir, guiar, pilotar y (kibernesis) gobierno de un barco por medio del timón.
La palabra “Gobierno” procede directamente de (Kibernos).
Esta es la clave de nuestra vida, un avance continuo por un sendero establecido, por el que vamos gobernando nuestra nave (cibernesis) en tanto en cuanto sepamos a dónde queremos llegar, pues como dicen los viejos lobos de mar, parafraseando al propio Séneca…
“Ningún viento es favorable si no se sabe a qué puerto se quiere llegar”.
Lucio Anneo Seneca
STOP
Hemos llegado a un punto en el que se nos plantea un tema fundamental.
¿De dónde vengo, a dónde voy?... Lo de siempre.
Y aún más importante… ¿quién gobierna mi nave?
Eckhart Tolle, alemán graduado en Cambridge, y considerado internacionalmente un maestro espiritual contemporáneo, basa la exposición de sus enseñanzas en la importancia de vivir el presente. En su libro “El poder del Ahora”, invita a reflexionar cómo todo lo que sucede en la Vida Interior del ser humano, todo lo que es la espiritualidad es un continuo presente. No existe ni el pasado ni el futuro, sólo existe el ahora.
Dios no fue ni será, simplemente “Es”. “Yo soy el que Soy”, le reveló Yaveh a Moisés en el Sinaí. La eternidad es un instante infinito, no un tiempo infinitamente grande, no es un googolplex de años (10 elevado a 1000 años), o más. La eternidad simplemente “es”. Esta es otra de las constantes en todas las religiones, “bástele cada día su afán”, como dice Jesús de Nazareth. O bien:
No paséis el tiempo soñando con el pasado y con el porvenir; estad listos para vivir el momento presente. (Mahoma)
Pero existe una barrera entre la simplicidad del ser, y nosotros. Y esa barrera se llama pensamiento.
El filósofo Descartes creía que había encontrado la verdad fundamental cuando hizo su famosa aseveración: "Pienso, luego existo". De hecho había dado expresión al error básico: equiparar pensar con Ser e identidad con pensamiento. El pensador compulsivo, lo que quiere decir casi todo el mundo, vive en un estado de separación aparente, en un mundo enfermizamente complejo de problemas y conflictos continuos, un mundo que refleja la creciente fragmentación de la mente.
E. Tolle (El Poder del Ahora)
E. Tolle (El Poder del Ahora)
El pensamiento, don de Dios para desenvolvernos en este mundo, necesita el tiempo para comprender “todo lo que existe”, pero todo lo que existe aquí, en el mundo material, donde hay recuerdos y proyectos de futuro, y no puede ser de otra forma. Todo está bien. Pero si queremos siquiera imaginarnos algo más fuera del Confinador, el pensamiento deja de ser útil para convertirse en un obstáculo, y esto es porque la mente no es capaz de concebir la Eternidad, porque la Eternidad está fuera del espacio y del tiempo. La Eternidad “es”, no fue ni será. Y es en la Eternidad donde se expresa la vida del Espíritu, donde Dios habita.
Nuestra incapacidad natural para siquiera intuir la eternidad nos ha inducido a crear todo un modelo de la existencia basado en el tiempo. El tiempo es un concepto escurridizo, que ni siquiera los científicos lo tienen claro. Nadie tiene ya claro que el Universo haya tenido ni un principio, ni tenga un final, ni siquiera dimensiones que alguna vez se pueda conocer. Quizás sea eterno e ilimitado. ¿Por qué no? Quizás la idea de la creación es un concepto de los “adoradores de Cronos”. La razón estriba en que no podemos desprendernos conscientemente de la línea temporal que gobierna nuestras vidas. Esto hace que tan sólo imaginar la eternidad incluso de este mundo nos lo convierta en algo tan extraño como incomprensible.
Y como estamos sujetos al principio de temporalidad, también caemos en la ingenuidad de que la propia historia de la Redención está también sujeta a la temporalidad. Es decir… Supongamos que teniendo en cuenta de que la fecha probable del nacimiento de Cristo fue en el año 7 AC (esto debido a los errores cometidos por Dionisio el exiguo en sus cálculos sobre el comienzo de la Era cristiana), por lo que el día de la Pascua, cuando murió fue, digamos un 20 de marzo del año 26 (fecha juliana 1730633.12727), luna llena, a las 15 horas, significaría que antes de ese momento, los que hubieran muerto no estarían redimidos, y los que después, según y cómo. Quizás sea así, tal y como nos explicaron en catequesis, pero me parece más probable que la Redención es una obra de Dios que sobrepasa los límites del tiempo y del espacio.

Pero eso es algo que para nuestras mentes racionales es demasiado; nos haría estallar el cerebro, por eso nos quedamos cómodamente confinados en el tiempo, tanto aquí en la tierra como allí, en el Cielo.
Por eso, el tiempo nos devora.
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